– ¿Y eso qué quiere decir?
– Es algo que quisiera saber: hay dos nombres en que se mezclan el trabajo con la historia del Atlantic. Uno es Toledo; el otro, el hijo de puta de Brunetti. Pero… -y pareció darse cuenta en ese momento-. El que realmente une las dos cuestiones es Romero, el Lobo.
– Bueno, pero ese Lobo no duró tanto en el hotel. Para la época en que usted anduvo conmigo por acá, por Quequén, a principios de los sesenta, Romero era el administrador del Atlantic, como le contaba. Y andaba bien, tuvo un cierto apogeo entre los sectores bacanes. Pero Willy le empezó a llenar la cabeza a la madre para que le dejara la administración a él cuando fuera mayor de edad. Por eso, cuando cumplió 22 años, lo rajaron a Romero y quedó Willy. Fue durante la época de Onganía, antes del setenta. Y desde entonces es un desastre: Willy se dedicó a patinar la guita, se fue de Playa Bonita a Mar del Plata. Al principio venía en temporada, después, ni siquiera. Y ha dejado a esa gente…
– ¿Al Polaco lo trajo él?
– No. Viene de antes. ¿Lo conoce a Gombrowicz? -el comisario sonrió-. Ése parece loco pero no lo está. Desde que yo me acuerdo que vive en el hoteclass="underline" cuarenta años o más. Lo ha visto todo. Pero lo único que le interesa es el cine.
– Por algo será.
– Bien que lo sé.
Etchenike miró su reloj.
– Dicen que el Polaco en realidad es un náufrago… Era tripulante del carguero que encalló en el ‘40 -dijo Laguna con admiración-. El barco todavía está, lo habrá visto, cerca del balneario, a doscientos metros de la orilla. En las bajantes grandes se ha podido ir caminando hasta ahí. Pero eso también puede ser una leyenda…
– Tal vez, pero el mar ha dejado cualquier cosa en estas playas -dijo Etchenike poniéndose de pie.
22. El pato criollo II
Ni siquiera fue hasta la terminal de ómnibus. Tomó el colectivo a Playa Bonita en la subida del puente colgante. El comisario Laguna le hizo una pequeña venia arrimando las uñas de su mano derecha al gorrito blanco y él contestó desde atrás del sucio vidrio trasero con un toque a la curita que le cubría la ceja. La nube de polvo esfumó rápidamente el puente, el río, las recomendaciones finales de cautela. Apoyado plenamente en el último asiento individual de ese destartalado ómnibus, Etchenike volvía cansado pero dispuesto a dar batalla. El bulto del treinta y ocho flamante en el bolsillo del saco le recordaba que no había dormido bien la noche anterior. Sintió que probablemente no dormiría regularmente durante los próximos días y que debía aprovechar para hacerlo ahora.
Hubo épocas, cuando estaba de servicio, en que la posibilidad de dormirse en un colectivo le daba pánico. Un hombre dormido, como un hombre desnudo, está indefenso, expuesto; y un policía no podía darse ese lujo: el arma era su seguridad pero él era la seguridad para el arma. Se cuidaban recíprocamente. Pensó que en ese razonamiento había algo anormal, monstruoso. En realidad, el arma era algo monstruoso, irreal casi. Un objeto inventado para destruir, provocar heridas a distancia; creado para penetrar en la carne. El destino de la punta de una bala, la razón por la cual había sido diseñada, era penetrar en un cuerpo vivo, destruir tejidos, carne, vísceras, hacer saltar la sangre, matar. Y matar era interrumpir la vida: un pajarito estaba en una rama, una isoca iba por el borde de una hoja, una hormiga en el pasto, un hombre por la calle, un perro en la vereda. Y algo los golpeaba, los aplastaba, los lastimaba, rompía ese cuerpo vivo, complicado, con ojos, piel, zonas blandas, tibias o frías hasta que ese cuerpo vivo estaba muerto.
Después pensó en una mano: cada dedo era un ser vivo y se movía solo. Desde arriba llegaba una cuchilla, una cuchilla que amenazaba a esa mano que ahora estaba atada a una mesa de carnicero, a un escritorio gastado y lleno de marcas. Los dedos se movían como presos; amarrados a la mano, querían huir. Pero la cuchilla se elevaba y ya había optado por cortar al ras y de un golpe al meñique. Eso era un cuento que había leído hacía muchos años en “Leoplán”. De Jean Ray. De Robert Bloch. No, no era de Robert Bloch. Era de Roald Dahl. Hasta se acordaba de la ilustración: un hombrecito rubio, de bigotes…
El empujón involuntario de la mujer sentada a su lado lo despabiló. Tarde.
Alcanzó a ver la sombra oscura que se abalanzaba, irguiéndose delante del parabrisas un segundo antes de que pese al viraje y el chirriar de frenos tardíos, el colectivo golpeara de costado contra el último de los caballos de la tropilla que cruzaba desordenadamente el camino. El Bedford dio un tumbo brutal al pasar por encima del animal, casi volcó y terminó estrellándose contra una alcantarilla a la derecha del camino.
Etchenike sintió un dolor profundo en el hombro. La mujer ya no estaba a su lado sino tendida en medio del pasillo, cubierta por una nube de polvo. Había gritos, el estruendo de la caballada dispersa que se iba contra los alambrados. Un hombre vestido con boina y bombachas negras se asomó por la puerta y zamarreó al conductor. El muchacho permanecía inmóvil, aferrado al volante mirando hacia el frente a través del vidrio astillado del parabrisas.
Etchenike arrastró a la mujer fuera del colectivo ayudado por otro pasajero. Ya reaccionaba del desmayo y aparentemente no tenía nada roto. La depositó en el pasto y volvió al colectivo. No había nadie lastimado. Sólo el Bedford tenía heridas de las que no se recuperaría.
Una camioneta vino levantando tierra por el camino entre los paraísos y se detuvo en el lugar del accidente. El rubio que bajó también llevaba bombachas y botas altas. Etchenike reconoció a Willy Hutton y se dio cuenta al mismo tiempo de dos cosas: que estaba a menos de una cuadra de la entrada a “ La Julia ” y que el caballo atropellado era un pony, probablemente uno de la caballada del equipo de pato de la estancia.
– ¿Quién fue el pelotudo que trajo los caballos por la ruta? -dijo Willy mirando a su alrededor, al animal que pateaba sus convulsiones, levantaba la cabeza pero no se levantaría más.
– Los traía Lucio, patrón -dijo el paisano de la boina.
Y Lucio debía ser el jinete que trataba de arrear los animales dispersos a los gritos y entre los ladridos de los perros del otro lado de la ruta.
– Hay que sacrificarlo.
El paisano sacó el cuchillo de la cintura y se inclinó sobre el caballo.
– Así no, animal. Andá a buscarme el revólver.
– Permítame.
La voz de Etchenike sonó extrañamente firme, casi imperativa.
Antes de que nadie se diera cuenta de lo que pasaba, sin que él mismo encontrara buenas razones para hacerlo, sacó el treinta y ocho, se inclinó sobre la cabeza del animal y disparó una sola vez.
El caballo dio unas patadas más, meros reflejos, y quedó quieto, el ojo fijo y desorbitado.
– Ya está.
Todos los que estaban alrededor dieron un paso atrás. Willy se adelantó hacia él.
– Venga conmigo -dijo señalando el camino.
– Voy.
La camioneta retrocedió, giró casi en redondo en marcha atrás, se mantuvo un momento roncando en el lugar y luego salió arando, removiendo piedras. Willy Hutton metió la segunda casi de inmediato, dobló sin aminorar, levantando las ruedas en el acceso al camino interior y recién entonces miró a Etchenike con una sonrisa leve en la punta de los labios.
– En la casa se podrá lavar, arreglarse.
– Gracias. No quiero molestar.
– No molesta. Siempre hay gente en casa. Justo espero una visita. Quédese un rato.
– Le agradezco -y el veterano se revolvió en el asiento, hizo un gesto de fastidio más que de dolor.
– ¿Se golpeó?
– No. Apenas un toque en el hombro… No es nada.
– No -Willy sonrió-. Digo lo de la cara, los magullones. ¿Qué le pasó?
– Me robaron anoche.
– ¿Qué le robaron?