Etchenike guardó el papel en el bolsillo sin mirarlo; Hutton le echó una mirada larga que quiso ser elocuente y se dirigió a la casa.
Rojas Fouilloux se hizo gentilmente a un costado cuando Willy entró con ellos al comedor. El veterano quedó solo en el parque.
Era la hora de partir.
24. Preguntas y respuestas
El camino de paraísos era mucho más largo así. Pero no menos agradable. Nuevamente aligerado del peso muerto del revólver, con mil dólares en el bolsillo -si había orejeado bien los billetes verdes dentro del sobre que no se animaba a volver a revisar- y la sensación del deber no cumplido pero sabiamente esquivado, Etchenike caminaba liviano hacia la incierta ruta que lo llevaría quién sabe cómo de regreso a Playa Bonita, inmediatamente a Mar del Plata, como por un tubo a su lugar de origen.
Si a uno no lo asaltaba la melancolía, se podía caminar hacia el atardecer con pájaros sobre y en la cabeza o los oídos. Era posible también pensar en recoger a Sergio, consolarlo de la pérdida de una cámara periodísticamente peligrosa para alguien, mostrarle las curitas ejemplares de su rostro, el verde ejemplar en su billetera recobrada, sacarlo de circulación si es que no se había ido ya, explicarle que no fuera forro.
Él no lo sería, por lo menos.
Buscando los cigarrillos encontró el mensaje final de Willy Hutton doblado en cuatro. El papel decía: “Vale por dos revólveres 38 seminuevos. Válido hasta el día de mañana. Domicilio de entrega contra presentación de documentos, Alvarado 3289, Mar del Plata”. Su firma y la fecha.
No pudo dejar de sonreír. Hasta el cinismo podía llegar a ser simpático en ciertas circunstancias.
Bocinazos. No se apartó ni se dio vuelta. Bocinazos. Prácticamente se detuvo en medio del camino. Con la leve brisa le llegó la tierra que levantaba el auto impaciente a sus espaldas. Más bocinazos.
– Salga de ahí, alcahuete…
Ella. Desde el principio supo que era ella. Manejaba, hacía sonar la bocina o gritaba con el mismo vigor rencoroso con que hacía el amor o esgrimía el bastón. Todos sus gestos eran una forma más o menos larvada de la venganza contra qué.
La enfrentó, le hizo el gesto con el pulgar arriesgándose a que lo destrozara de un golpe de Renault.
– Hasta la ruta. Después me arreglaré -negoció.
– Suba.
No fue una concesión. Ella supo transformarlo en una orden. Cualidad de familia.
– Usted es saludablemente imprevisible -dijo Etchenike usando un adverbio y un adjetivo elegidos especialmente para ella, casi un regalo.
– Si quiere, lo bajo: será más lógico. Lo bajo y lo piso -dijo poniendo la primera.
– No. Lo lógico es que quiera saber. Por eso me insulta pero me lleva.
– Soy previsible, entonces.
– Digamos que sus gestos son raros pero anunciados.
– Es el problema que tenemos los rengos.
Y Etchenike sonrió.
El auto de María Eva Ludueña, sucio de barro y demasiado trajinado, tenía control manual, con comando ortopédico. Sin embargo nadie podía imaginarse, viéndola conducir en el límite, que detrás del volante había un cuerpo con músculos muertos, ciertos nervios de trapo bajo la cintura.
– ¿Qué quiere saber? -dijo ella cuando ya estaban en la ruta.
– Eso podría haberlo preguntado yo: si quiere empezamos al revés. Pero no me putee.
– Vamos una y una -dijo ella sonriendo-. Alternadas. El que no responde a dos preguntas seguidas o a tres alternadas, pierde.
– Hecho: Sergio Algañaraz.
– Estuvo ayer, vino con Willy en el auto. Se quedó a ver el partido, lo emborracharon, perdió la cámara y lo llevé yo de vuelta a Playa Bonita a las ocho de la noche más o menos. Ya lo sabía, perdió tiempo con esto.
– Lo dejó en el motel Los Pinos.
– No.
– ¿No, qué?
– No corresponde: ahora pregunto yo -se volvió como si las palabras tuvieran otro sentido si lo miraba a los ojos-. ¿Qué le pagó mi tío Willy? No le pregunto cuánto sino por qué.
– Me pagó para que desaparezca, para que me vaya. Por otra parte, porque le voy a servir de testigo si tiene problemas con el seguro de los ponies.
– ¿Y se va a ir?
– Sí. Ya no hay nada que hacer en este lugar para los jóvenes o veteranos cronistas, guardianes y reporteros gráficos. Esta noche me voy.
Ella iba a insistir pero ahora fue él quien la paró con un gesto.
– El otro visitante de la estancia: Toledo. María
Eva lanzó una carcajada:
– ¿El hombre del traje marrón? -volvió a reír-. Pretendía hablar directamente con la abuela… Ni siquiera fue necesario que saliera Willy. Lo mandó al capataz, a caballo y con el rebenque… Lo corrió, perdió los papeles en el camino. Un ridículo. ¿Ése es de los suyos?
– No sé cuáles son los míos.
– ¿A quién le toca?
– Le tocaba a usted pero ésa ya es una pregunta: ahora yo, de nuevo -Etchenike no la dejó reaccionar-. ¿Por qué lo puteó así a su tío?
– Todo lo que lo putee va a ser poco. Vigila mi vida. Dice que me mantiene pero es su manera de controlarme, de ser una especie de tutor ante la abuela… Y ya no soy una pendeja ni una lisiada. Por eso me vigila, me tiene controlada. Para la abuela sigo siendo una pobre jovencita que el tío debe proteger. Pero se va a acabar.
– Le hago otra pregunta pero vale por la suya: ¿cree que yo fui mandado por Willy?
Estaban llegando al punto en que la ruta se abría en un camino sinuoso hacia Playa Bonita o continuaba recta rumbo a Mar del Plata.
María Eva se zambulló hacia el balneario y aminoró inmediatamente la marcha hasta casi detenerse:
– Sé que no lo mandó mi tío -y no era una opinión-. No sé qué pasó después y eso me inquieta…
De golpe su rostro se transfiguró y la rigidez y seguridad dieron lugar a un ligero temblor:
– No sé para quién juega usted, Etchenike o como se llame… -continuó-. Todo este asunto del hotel me ha revuelto viejas cuestiones, usted no puede saber. Desde que mi padre…
El sollozo no llegó a conmoverla pero Etchenike estiró el brazo para ayudarla a sostener el volante. Ella puso el freno y estacionaron a un costado del camino.
– Suspendamos el torneo de preguntas y respuestas -la alivió él-. No espere que le pregunte nada sobre el pasado: en líneas generales, lo sé todo. Bah, lo que es público y sabido: cómo se quedó sola de chica, la enfermedad; no hablaré más, si no quiere…
Ella no lo miraba. Tenía la cabeza apoyada en el vidrio.
– Hay algo que me tiene totalmente perturbada desde hace una semana y que tal vez no tenga sentido que se lo diga a usted, que no sé quién es -quedó unos instantes en silencio.
– ¿Qué le pasa?
– Alguien me ha estado llamando por teléfono y dice que es… mi padre.
– Pero Juan Ludueña murió.
– Sí… -ella se volvió bruscamente-. ¿Y si no murió? Yo he oído alguna vez versiones sobre eso. Pero estuve siempre aislada, escondida.
– No tiene mucho sentido, María Eva -Etchenike deseaba en ese momento sólo aliviarla, ahuyentar el dolor que subía-. Alguien la quiere perturbar… En esta situación, además.
– ¿Usted me ayudaría?
– ¿A qué?
– A averiguar si es cierto.
– ¿Por qué yo?
– Usted se dedica a estas cosas: es un investigador privado, me dijo Willy.
Etchenike sintió que estaba todo mezclado: ahora, una cuestión nueva.
– No entiendo: hasta hace unos kilómetros yo era un hijo de puta sospechoso de alcahuetería y ahora soy alguien a quien puede confiarle algo tan privado.
– Yo le creo. Necesito creerle a alguien.
– Créale a él.
El dedo de Etchenike señaló hacia adelante, hacia el camino.
De frente, a toda velocidad en el sombreado sendero sinuoso, venía el Volkswagen rojo descapotado que los dos reconocieron al instante. El conductor tuvo tiempo de verlos al aminorar en la curva, pero aceleró al pasar junto a ellos. Coria ni se dio vuelta, ni giró la cabeza. Quedó el polvo suspendido.