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María Eva estaba otra vez paralizada.

– ¿Vamos? -dijo Etchenike después de un momento.

– Vamos. Lo dejo en Playa Bonita y sigo viaje.

No hablaron más. Ella respiraba agitadamente y él tenía un torbellino en la cabeza. Entraron al pueblo y ella no preguntó. Se detuvo finalmente en la esquina del motel Los Pinos, sacó una tarjeta de la cartera y escribió una dirección y un teléfono de Mar del Plata.

– Véame -dijo extendiéndosela-. Y no deje que me hagan mal, por favor.

– Claro que no -dijo el veterano.

Se bajó en la explanada y la vio girar en redondo, volver por donde habían llegado. Manejaba como quien sabe a dónde va… Un Volkswagen rojo iba dejando una estela de polvo cada vez más oscura y lejana en la noche que se venía.

25. Nada que ver

Una vez más se arrimó sin demasiada fe a la habitación número 15. Golpeó y no había nadie pero las cortinas estaban corridas, prolijas, no se podía ver el interior. Sintió que una de sus actividades usuales durante estos días había sido mirar a través de ventanas cerradas, entreabrir cortinas, pegar la nariz contra el vidrio de intimidades sospechosas. Toda una miserable especialidad.

– Señor…

La mucama. La misma mucama. Salía de la habitación que Etchenike había visto ocuparse la noche anterior desde su puesto de observación. Pero hacía mucho tiempo de eso.

– Hola ¿se acuerda de mí? Vengo a buscar los pantalones -dijo señalando las cortinas cerradas.

– Ah, sí.

– ¿Ya arregló la habitación?

– Sí.

– ¿Tendió las camas?

– Sí.

– ¿Estaba seco mi pantalón?

– ¿Eh?

Ella estaba a punto de entrar en pánico. Nada tenía que ver su actitud con la trivialidad de la conversación. Tal vez sí con el ojo amoratado que recién en ese momento, al mirarla de cerca, Etchenike advirtió.

– ¿Qué le pasó?

Ahora fue ella quien lo señaló en silencio, le mostró los estragos que había en su propio rostro.

– A mí me la dieron. ¿A usted también? -dijo Etchenike.

– Váyase.

– ¿Dónde está el muchacho? ¿Lo vio hoy?

Ella empezó a caminar hacia la administración. Etchenike estiró el brazo y la retuvo.

– Me va a ayudar…

– No puedo. ¿Qué quiere que haga?

– Dígame si lo vio, quién estuvo, cuándo…

– Es policía.

– No. Soy amigo y tengo miedo por él. Le puede haber pasado algo.

Ella se sorprendió menos de lo esperado:

– Anduvieron revolviendo. Seguro que le robaron todo.

– Esos datos necesito: lo que vio.

– Tengo miedo. Váyase.

– ¡Amanda!

El grito la hizo volverse, revolear el pelo negro. El morocho enrulado del turno de la noche estaba en medio de la explanada, venía del centro y la encontraba charlando a esa hora y con la limpieza sin terminar.

– ¡Amanda! -y el tipo se aproximó.

– ¡Voy!

La mucama echó una mirada despavorida a Etchenike y caminó hacia el hombre, en el otro extremo del motel.

– Tranquila… -el veterano buscó las palabras, tardó un poco más-. No va a pasar nada…

Pero no estuvo seguro de que lo hubiese oído. Por el contrario, ella corrió más rápido, se alejó, pasó junto al morocho y entró en la administración.

El hombre se acercó lentamente pero no sereno. Tenso, como ante una presa.

– ¿Qué carajo quiere ahora? -dijo diplomático.

– Ando buscando un papel.

– ¿Un papel? -el morocho se arrimó aún más echando mano a la cintura, mostrando dientes; casi sonreía-. ¿Es para dejar otro mensaje?

– No. Es para limpiarme el culo -Etchenike hizo el gesto-. Porque te voy a cagar… a trompadas.

Y en la pausa entre las últimas palabras sacó un derechazo corto y rápido al estómago que el otro recibió con un quejido. Antes de que se fuera al piso lo había levantado con un golpe de rodilla en la boca y al enderezarlo lo recibió, ahora sí, con otra derecha plena que le reventó la mandíbula.

El morocho se desparramó, golpeó la cabeza contra el cemento y quedó quieto allí.

Etchenike lo dio vuelta, metió la mano bajo el saco y lo desarmó. Una pesada cuarenta y cinco reglamentaria cambió de dueño. Por fin le tocaba ganar a él. Se calzó la pistola, fue hasta la administración desierta y llamó dos o tres veces infructuosamente a Amanda. No estaba ya.

Mientras volvía hacia el centro de Playa Bonita se acariciaba los nudillos y silbaba Moritat. Mal, pero silbaba.

Los volantes amarillos se hamacaban antes de caer dispersos sobre la avenida. Etchenike recogió uno al vuelo mientras la camioneta, media cuadra más allá, anunciaba una vez más que Eliseo Mojarrita Gómez intentaría esa misma noche, “a partir de las veintiuna treinta horas en el natatorio del Club El Trinquete, batir el récord mundial de permanencia en el agua en posesión del alemán Karl Burger”, etcétera. El volante era el mismo del sábado pasado, sólo que una mano rápida y desprolija había cambiado la fecha de iniciación del intento que se realizaría “en el marco de una Gran Fiesta Acuática” que el veterano no llegaba a imaginarse demasiado.

Tampoco se imaginaba tomando el ómnibus de regreso. Tenía la sensación de que estaba en el comienzo de algo. Todo no había sido más que el estirado prólogo para lo que se venía. Y él se iría. O no se iría.

Todavía acariciándose la mano dolorida y como si llegara de muy lejos a una residencia extranjera, entró al comedor del Hotel Veraneo. Era temprano y no había gente cenando; ningún ómnibus entraba o salía en ese momento de Playa Bonita. Sólo Gustavo leía el “D’Artagnan” acodado al mostrador, las piernas cruzadas y apoyadas en el travesaño alto de su banco.

– Un café y el informe -dijo el veterano sacándole el birrete por sorpresa.

El pibe no dijo una palabra. Fue hasta la máquina y empezó a preparar el express.

– Fui tres veces… -dijo conteniendo la objeción de Etchenike-. Pero muy disimulado. Siempre igual, la habitación 15: cerrada y con las cortinas así.

Gustavo hizo un gesto de arrimar las dos palmas verticales por el canto.

– Un gordo podrido me echó, la tercera vez…

Etchenike sonrió; seguía masajeándose mecánicamente los nudillos.

– ¿Necesita lo que me…? -dijo el pibe poniendo el pocillo frente a él.

– No. Ya te voy a avisar.

– También lo llamaron por teléfono -miró en el papel donde tenía anotado-. El señor García y el señor Silguero. Dicen que los llame a los dos.

Etchenike le puso el birrete:

– Gracias, Gustavo.

– Después llamó uno para saber en qué habitación estaba… Hace un rato.

– ¿Te dijo quién era? -y el veterano ya estaba alerta.

– No. Le dije y colgó. ¿Hice mal?

No se tomó el trabajo de contestarle:

– ¿El hotel tiene alguna otra entrada?

– La del fondo, que da a la otra calle…

– Dame mi llave.

En el apuro dejó tambaleando el taburete y subió la escalera en cuatro saltos. Al llegar al rellano se detuvo. La luz estaba apagada. Tanteó la pared buscando el interruptor. Encendió.

Inmediatamente se retrajo, agazapado, y sacó la pistola. Desde allí podía ver la puerta de su habitación en el extremo del pasillo. Estaba entornada. Una mancha, un líquido oscuro se había deslizado por debajo de la puerta y brillaba en el piso de baldosas.

Etchenike comprobó el cargador de la cuarenta y cinco. Estaba completo. Junto con el ruido metálico que hizo la pistola al reponerla a su lugar sintió otro roce, a su lado. Gustavo había subido la escalera tras él.

– Andá para allá, mocoso… -susurró y le tiró una patada como quien espanta a un gato.