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El viejo cuidador del club trataba de pescar con una pequeña red las colillas que los risueños espectadores arrojaban al agua.

– Buenas noches -dijo Etchenike-. ¿Falta mucho para comenzar?

– Empezará a las diez, porque todavía no ha llegado el escribano…

– Ah, el escribano…

Toda la pobre escenografía estaba a punto: dos sillas junto a la mesa de control con las planillas y el reloj de gran cuadrante atrás, con una sola aguja de madera para ir marcando las horas cumplidas del intento y, ante la pileta, la plataforma con los colores de circo. Había inclusive un reloj de los utilizados habitualmente en el básquet para ir descontando tiempo con un timbre de alarma.

Cuando Etchenike golpeó la puerta del vestuario, el responsable de la música había arrancado con un samba brasileño bien carnavalero para encauzar las ansias de las tribunas: aplausos sostenidos e insistentes, chiflidos, tapitas de cerveza que volaban de un extremo al otro de la pileta.

– ¿Quién es? -dijo una voz agresiva desde adentro.

– Yo, Julio…

La puertita de hierro se abrió violentamente y la figura del nadador ya listo para la hazaña apareció frente a Etchenike, se le abrazó en un impulso:

– ¡Amigo! ¡No me podía fallar! ¡Llega justo para el comienzo!

Ante la mirada de los curiosos, Mojarrita cerró la puerta y sentó al veterano en el banco, lo miró sonriente, casi desencajado de excitación.

– Ahora le explico qué tiene que hacer -y le alcanzó dos carillas mecanografiadas-. Lo primero, leer esto antes de la prueba.

– ¿Qué es?

– El reglamento internacional, las condiciones que hay que cumplir para que el intento sea válido.

Etchenike miró los papeles con desconfianza y después reparó en la apariencia del desaforado deportista: estaba vestido sólo con su mallita negra, tenía una toalla blanca sobre los hombros y se ajustaba el cráneo con la misma gorra de goma de la noche que lo recogiera del piso semi desmayado. Pero el detalle grotesco, aparatosamente profesional, era que tenía toda la piel cubierta con una oscura grasa distribuida desparejamente. Parte de esa sustancia había ido a parar al saco del veterano en el momento del abrazo.

– ¿Para qué es eso? -dijo señalando con el dedo extendido las manchas que le pintarrajeaban la cara como si estuviera camuflado.

– Protección de la epidermis. Se forma una película protectora, aislante, que impide el paso del frío -dijo casi recitando. Sacó un par de minúsculas antiparras del bolsillito trasero de la malla-. Y éstas también son fundamentales: es tejido muy sensible…

Desde el exterior llegaba ahora el ritmo machacón, acompasado, de un chamamé que había puesto a las primeras parejas en la pista de baile.

– Faltan doce minutos para las diez -dijo Mojarrita consultando un cronómetro negro y repleto de agujas y minuteros que parecía vencerle la muñeca-. Léase eso, Julio, que cuando empiece la marcha tenemos que salir.

Y atropelladamente, entre flexiones, saltitos en el lugar y brazadas en el aire, le fue explicando en qué consistía su papel, es decir, todos los papeles menos meterse con él en la pileta: presentador, escribano, juez y parte, eventual defensor si se armaba la podrida.

– Eso es durante el día; de noche, se consigue alguien o arregla con el vasco que le haga la posta y duerme unas horitas. Yo le garantizo porcentaje, casa y comida mientras dure el intento… -concluyó Mojarrita-. Ah… Y contróleme la boletería de vez en cuando: el vasco es bueno, pero…

– ¿Y cuánto le calcula que durará la prueba? -concluyó Etchenike midiendo lo que se venía, la hipoteca de su porvenir justo en ese momento.

– Depende de la gente que haya -hubo picardía en la cara de Gómez-. He estado dos semanas enteras con esto…

La sonrisa del nadador contrastó con la mueca de Etchenike.

– ¿Y Beba? -dijo sin poder evitar el tono irónico-. ¿Se arregla sin ella?

– Desapareció. Se fue.

Pero no alcanzó a preguntarle si se había ido de Playa Bonita, del club, de su vida o de la vida a secas. Porque en ese momento comenzaron a resonar los acordes de la Marcha del Deporte y Mojarrita ya salía, al trote y saludando, hacia la noche, la pileta iluminada y la gloria.

Hubo una ovación.

A las dos de la mañana, cuando la alarma en la mesa de control sonó por cuarta vez, los aplausos fueron un poco más raleados. En las gradas sólo había un grupo de muchachos tomando cerveza y una pareja dedicada a sus menesteres amorosos.

El baile, en cambio, estaba en su apogeo. Cumbias con los Cinco del Ritmo era el son que movilizaba a los incansables bailarines:

A mover el esqueleto

muévelo de aquí pa’llá

que moviendo el esqueleto

las penas has de olvidar.

Etchenike firmó la planilla, corrió la aguja al número cuatro y se sirvió lo que quedaba de su tercera cerveza.

– ¿Cómo vamos? -dijo en voz alta.

Gómez contestó con un gesto de conformidad de su pulgar derecho. Hacía media hora por lo menos que hacía la plancha, casi inmóvil, en medio de la pileta. Ahora, cuando vio que los alcoholizados y eufóricos bailarines venían en fila india tomados de la cintura a sacudirse por el borde y celebrar con él, dio una vuelta de carnero y removió un poco el agua.

Hubo nuevos aplausos, alaridos y algún corcho de botella de sidra que voló hacia el nadador sin puntería. Los bailarines se fueron y las aguas se aplacaron.

– ¿Cuánto se recaudó?

Etchenike le dio las cifras de entradas y un aproximado del bar.

– Buena guita -concluyó.

– Es el primer día -acotó Mojarrita sin especificar qué significaba eso-. Ahí viene el vasco.

Venía el vasco. Cansado, por el medio de la pista, con el bolsillo derecho probablemente lleno de billetes arrugados. Traería el arqueo final de caja o se iría a dormir dejando a otro en la boletería.

Pero no era eso lo que hizo que Etchenike le prestara atención, se parara para mirar mejor: unos pasos atrás, pesado y fácilmente sudoroso, el saco al hombro y la renguera sutil -casi intimidatoria, la había sentido alguna vez- venía hacia él y desde lejos el sonriente e inesperado Negro Sayago.

28. Pegarle a alguien

Excesivo, antiguo, seguro de su efecto paralizador, duro y torpe, apoyado en su propio cuerpo como en una horma de hueso y grasa, como un farol de esquina de tango, ruidoso pero tímido al fin, cauto aunque sin red ni otra expectativa del tiempo o de la vida que esa noche bajo las frías estrellas, el Negro Sayago era casi su propia caricatura. Se figuraba a sí mismo de vacaciones: sombrerito tirolés de paja con ala angosta y cinta amarilla, remera a rayas horizontales verdes y blancas, livianos pantalones celestes y los mismos zapatos negros acordonados que acompañaban su traje gris en otoño, o el sobretodo universal. Eso, y un bolso de tela rojinegro pendiente de la derecha.

Agitó el brazo y saludó amplio. Etchenike, al responder, recordó el comienzo de Adiós, muñeca, se imaginó a Chandler describiendo al grandote Moose, se lo hizo vestido para ir a la playa de Malibú u otra costa californiana equivalente. Le pensó a Moose un obvio pasado de boxeador, alguna herida reciente no del todo curada por el apuro y los imperativos de la acción y la amistad. Lo pensó un poco más viejo, un poco menos ingenuo. Entonces sí lo tuvo, arquetípico, ocupando muy bien su lugar, con mucho espacio en esa historia a la que se sumaba de prepo y por el margen. Marginal de marginales, el Negro Sayago caía a esa noche como una carta esperada sobre el tapete.

– Mi comodín… ¡El Joker! -dijo Etchenike y se puso de pie.

Por toda respuesta el grandote echó una risotada y revoleó el bolso.

– ¿Qué hacés acá? -insistió el veterano.

El ex boxeador peso pesado, el ex guardaespaldas, el ex antagonista de Etchenike por las calles de Buenos Aires, terminó de dar toda la vuelta a la pileta para estrujarlo en un abrazo.