– No sé.
– ¿Boleta?
El gesto de Etchenike decía que no, que tal vez, que ojalá que no.
– ¿Te cuento de Silguero?
– Mejor.
– No tanto: este Silguero no existe. Es un fantoche, un testaferro, un empleado de lujo del Lobo Romero. Estuve en Mar del Plata esta tarde: Romar es apenas una de las empresas de Romero, y Silguero figura como gerente. Está también Rovial, la constructora que va a hacer el camino a Playa Bonita.
– ¿Hacen el camino?
– Están los carteles…
Etchenike corrió su silla y el Negro lo acompañó. Buscaban reparo ante una tormenta que ya sacudía la noche.
– En el caso de este laburo, con Tony veíamos dos posibilidades: que Silguero te haya contratado para un seguimiento privado, personal, enmascarándolo con una cuestión de trabajo, o que en realidad el contratista no sea Silguero y lo que esté en juego sea mucho más que la lealtad de un tipo como Coria.
Los dos sabían que era eso último, pero no lo dijeron.
– ¿Y ese Coria quién es? -preguntó el veterano.
– Nadie por ahora. No hubo tiempo de averiguar.
El Negro hubiera deseado poder decir otra cosa y dijo precisamente eso:
– Hubiera querido decirte más pero anduve toda la tarde en Mar del Plata, del centro al barrio Los Troncos, de la agencia de “ La Nación ” a las oficinas de Alfajores Los Lobos. No pude ocuparme de Coria.
– No importa.
A esa altura de la noche o la madrugada, todos se habían ido. Estaba cerrada la boletería, el kiosco, el morocho dormía apoyado en la pila de discos. Sólo ellos velaban, cuchicheaban como en un velorio pobre y ajeno en el que los dejaran para cuidar un muerto desconocido.
– Mañana voy yo para allá -dijo finalmente Etchenike-. Vos te quedás ayudándolo al Mojarrita que yo voy y vengo en el día de Mar del Plata. Cierro el laburo, cobro lo de Silguero, averiguo dos o tres cosas y me vengo. Después me acompañás a pegar un par de piñas.
– ¿A qué hora te vas?
Etchenike se puso de pie, caminó bajo la lluvia hacia lo que quedaría de Mojarrita.
– Ni bien aparezca el pibe -dijo.
29. El trabajo de los peces
Hacia las seis de la mañana, la tormenta se alejaba campo adentro como una discusión nocturna que se había prolongado demasiado, perdía sentido a la luz de la mañana. De buen humor, celebraron las ocho primeras horas del estólido Mojarrita con una vuelta de mate. El vasco, que volvía, trajo el termo y medias lunas calientes que circulaban alrededor de la pileta.
Mojarrita se alimentó, hizo leer en voz alta la parte del reglamento en letra más chica que lo autorizaba a aferrarse al borde durante media hora cada ocho. Luego tomó un trago de indudable glucosa diluida y dos saques de una botella que si no era de ginebra se le parecía demasiado. Se sintió mejor.
El sol había salido lo suficiente sobre el mar como para que Playa Bonita se diese por enterada. Etchenike y Sayago se levantaron juntos en un gesto casi definitivo que hizo conmover el agua alrededor de Mojarrita.
– ¿A dónde van?
– A dormir.
– Escribano… No me deje.
– Nadie es insustituible en este espectáculo -dijo Etchenike sonriendo-. Ni siquiera vos, Mojarrita.
Puso la mano en el hombro del Negro.
– Por unas horas el doctor Sayago me reemplazará. Tengo que viajar.
– Acá estaré -el nadador volvía a sonreír. Parecía más chiquito.
– No me extrañes -dijo Sayago.
– Traeré alfajores -dijo Etchenike.
– Cualquiera menos Los Lobos -dijo Gómez.
Convinieron en que era mejor que no se hospedaran juntos, que Sayago parara en el motel Los Pinos. Pero el Negro lo acompañó hasta la esquina y se separaron como las parejas de antes.
Al acercarse al hotel Etchenike notó enseguida que había algo raro en el aire, en el excesivo movimiento de la gente a esa hora.
El señor Fumetto conversaba a los gritos en medio de la vereda, protagonizaba algo. Explicaba y señalaba hacia la playa ante un auditorio cambiante que apenas se detenía para proseguir rumbo al mar.
– Hay un muerto en la playa -le dijo sin dejarlo entrar al hotel, casi forzándolo a que se sumara al coro de oyentes-. Un ahogado. Lo trajo la marea hace una hora… Todo el mundo está allá.
Etchenike pasó indiferente entre una mujer gorda y un par de adolescentes que lo miraron casi con rencor, y entró en el hotel. Gustavo no estaba todavía.
– ¿No va a ir? -dijo el patrón detrás de él.
– Tengo que darme un baño. Después…
– Es un muchacho joven.
Se volvió desde la escalera. Tal vez fuera inevitable, pero todavía se resistía.
– ¿Usted lo vio?
– Sí.
– ¿Lo conoce?
La expresión del señor Fumetto era de asco, de extrañeza:
– Los peces… -hizo un gesto de morder, con los dedos-. Vaya a ver.
Fue a ver. Sin apuro, como si no quisiera llegar. Hasta que en un momento se encontró caminando rápido, resoplando al subir un médano, al tranco largo por la arena de la orilla que ya se espejaba con la luz limpia de la mañana, yendo hacia la gente amontonada entre el mar y el acantilado.
Llegó transpirado, incómodo, la ropa pegada a la espalda. Sus zapatos y los borceguíes del agente de la policía de la provincia eran las únicas huellas pesadas y profundas alrededor del cadáver tendido. Los demás estaban descalzos y se abrieron naturalmente ante él, lo dejaron solo y de boca ante el cuerpo levemente torcido, un poco de lado, sucio de arena y de algas verdes y violetas.
– ¿Lo conoce?
El hotelero, como siempre en estos casos, había exagerado. Era cierto que los mordiscos de los peces le habían arrancado casi enteramente los párpados, que tenía las manos comidas, pero no había la más puta duda.
– ¿Lo conoce? -repitió el agente.
– Sí -dijo Etchenike mirando esos pies blancos, muy flacos, tan desolados-. Se llama Sergio Algañaraz. El mar deja cualquier cosa en esta playa.
TERCERA
“Nadie zafa de nada.
Sólo se puede elegir
de qué se sufre.”
MARROLLO, El Libro de Juanivar
30. Salvar la ropa
La pluma cucharita colmada de tinta azul descolorida rasgaba el papel poroso, incómodo, raspaba el aire opaco de la mañana que repartía arena tras los sucios cristales del destacamento. El cabo Castro escribía con dificultad, con esmero. Ni siquiera una birome para substituir la Remington golpeada y muda en el extremo del escritorio.
– Firme acá -dijo e hizo girar el papel-. Después hacemos una declaración definitiva a máquina.
Etchenike firmó al pie, sobre la línea de puntos.
En la versión carraspeada que recogían las dos carillas y media anteriores, él, Julio Argentino Etchenique, argentino, viudo, con residencia en la Capital Federal, retirado de la Policía Federal y jubilado municipal, atestiguaba que el occiso le había manifestado llamarse Sergio Algañaraz y ser periodista del diario “ La Nación ” de Buenos Aires, declaraba que su relación con el occiso era absolutamente ocasional y que sólo sabía de su residencia en el motel Los Pinos y que allí lo había buscado infructuosamente durante los dos días inmediatamente anteriores, que lo había visto por última vez a las 15 horas del día domingo. Declaraba también que ignoraba los motivos de la presencia del occiso en Playa Bonita y que no sabía si sabía nadar -el occiso, Algañaraz- y que no sabía si tenía dinero o enemigos, que no sabía eso ni tampoco lo otro ni lo otro.
Rubricó su firma con una raya imperfecta que trabó la pluma y terminó en una gota que quedó temblando y vaciló antes de expandirse estúpidamente en borrón, papel abajo.
– Puede retirarse. Si lo necesitamos, lo llamaremos.