Ya se levantaba cuando una mano en el hombro lo volvió a sentar de atrás y de prepo:
– Seguro que Etchenike… -y la voz subrayó la pronunciación- no sabe nada.
– ¿Quién es Etchenike? -preguntó el cabo mirando por encima del hombro de Etchenike al dueño de la mano.
– Este hijo de puta -simplificó el otro.
El veterano ni siquiera se dio vuelta pero supo que esa mano no lo tocaba por primera vez y que odiaba esa voz ya oída.
El cabo Castro buscó entre las líneas de tinta azul descolorida y verificó:
– Acá declaró Etchenique, Julio Argentino -dijo casi acusador.
– Está bien. ¿Y esto?
La pequeña y ajada cartulina voló por encima del declarante y cayó sobre el escritorio. Etchenike no necesitó arrimarse para reconocerla. Era la tarjeta de Etchenike Investigaciones Privadas que tal vez le habían arrebatado a trompadas dos noches atrás o acaso estaba en su pantalón que…
– Estaba en el motel, en la habitación 15, de Algañaraz, y ya sabemos de quién es… -dijo la voz que fue girando y dejó de sonar a sus espaldas para terminar la frase de cara al veterano.
El suboficial Brunetti estaba recién peinado, en vaquero, remera y ojotas. Una doble curita le tapaba mal un hematoma que deformaba su nariz, media cara roja quemada a los ponchazos por el sol de Playa Bonita.
Puso la tarjeta delante del hombre sentado que por ahora no se podría retirar:
– La encontramos con el agente Russo -señaló con el pulgar a sus espaldas a un canita rubio y joven que transpiraba el uniforme de invierno en marzo-. Y no sólo esto… Alcanzame la bolsa, pibe…
Brunetti recibió una bolsa de plástico y la vació ante Etchenike: el pantalón y los zapatos que sospechaba cayeron al suelo. Pero no los miró. Se quedó con la tarjeta, tiró la cabeza para atrás y parpadeó buscando foco:
– Sí, es mía esta tarjeta profesional -dijo luego de un momento-. Es cierto. Y estoy habilitado para trabajar en este rubro. De la ropa, habría que ver el talle.
– No te hagás el boludo. ¿Qué hacés en Playa Bonita? -lo apuró Brunetti.
– Basta.
– ¿Qué te pasa?
– Basta.
El veterano habló sin levantar la voz, sin levantar tampoco las manos, que se crispaban hasta blanquear los nudillos sobre el borde de la silla.
– Basta, oficial Brunetti. No abuse de mi paciencia porque no quiero que tenga problemas, menos aún con sus antecedentes y estando fuera de servicio… -lo midió con una mirada dura y soberana que sacaba autoridad quién sabe de dónde-. Acabo de regresar de Necochea; fui a denunciar el robo de mi arma. Ahora me acerco a colaborar en un reconocimiento y de golpe me encuentro con esta payasada… Es demasiado.
– Pero esto es suyo… -porfió Brunetti con una certeza inútil.
– Sí, es mi laburo, tal vez sea mi ropa. Y me la banco. ¿Usted se la banca, Brunetti? ¿Qué le pasó en la cara? El oficial apenas pudo murmurar:
– Hijo de puta…
– Además, ¿con qué permiso entró a requisar la habitación de Algañaraz? Necesita autorización del juez para tocar cualquier cosa. Si no lo sabe…
– Estaba abierto.
– Estaba cerrado.
– Abierto.
– Cerrado.
– Estaba abierto y fuimos a cerrarlo. Encontramos la tarjeta en el piso.
Interrogado con un golpe de mentón, Russo asintió. Etchenike se puso de pie y los miró a los tres, de a uno y en grupo:
– Acá hay algo contra mí -dijo luego de un momento-. Puede ser que esta muerte tenga que ver con la gente que me atacó anoche cuando fui a buscar a última hora al pibe. Son los que me robaron el arma. Creo haber reconocido a uno… Pero acá hay cosas raras… ¿Se sabe cómo murió Algañaraz?
– Estamos esperando -dijo el cabo-. Lo tenemos ahí hasta que venga el forense desde Necochea. En una hora, más o menos.
El veterano se imaginó al cadáver sentado, apoyado en la pared del cuarto contiguo, esperando.
– Murió ahogado -sentenció Brunetti.
– Tiene un golpe acá -dijo Etchenike señalándose detrás de la oreja, justo donde a él también le dolía.
– Sí -dijo el cabo.
– Pero murió ahogado.
El veterano volvió desde la puerta y dijo:
– Usted quiere decir que tiene los pulmones o el estómago o todo lleno de agua.
– ¿Y usted adónde cree que va?
Brunetti buscó apoyo. Toda la fuerza policial de Playa Bonita estaba allí, en cuatro metros cuadrados de oficina. No alcanzaban.
– Me voy a laburar. Yo no estoy de licencia.
Etchenike salió y no cerró la puerta, como invitando a que lo siguieran.
Pero nadie se movió.
31. Donde hay humo
Se fue derecho hacia el motel. Sayago estaba sentado en una silla en la puerta de su pieza, en mangas de camisa y leyendo el diario. Absurdo.
– ¿Qué hacés?
– Vigilo.
– ¿Supiste?
– Sí. Me lo dijo la mucama. Estaba llorando. ¿Cómo fue?
Le contó.
– Por eso no me puedo ir -concluyó-. A Mar del Plata vas a tener que ir vos.
– Ya lo veo. Igual, me va a correr el incendio.
Hacia el sur, por encima de los pinos y los últimos médanos, una columna de humo oscuro subía vertical, fácil y ominosa, sin que el viento la dispersase o lograra disolverle los contornos. Contra el cielo celeste, brillante del mediodía, era una pincelada negra trazada de abajo hacia arriba, ancha y desprolija.
– ¿Cuánto hace? -dijo Etchenike.
– Diez minutos. Y mirá lo que es ya.
– Puede ser un barco, un carguero.
– Es más cerca. Y en tierra.
El Negro seguía firme con el diario y el horizonte borroneado. Etchenike no:
– Tendrías que salir ya. ¿Tenés guita?
Y sin una palabra, resignado, el Negro Sayago entró en su casi intacta habitación 18 y comenzó a guardar, a manotazos, la ropa que había sacado del bolso apenas unas horas antes.
Etchenike fue hasta la puerta de la habitación 15. Una faja de papel con firmas ilegibles cubría la cerradura. No quiso mirar más.
Volvió a su hotel. En la habitación había todavía un indudable olor a café recalentado al que se había sumado la violencia ácida del desinfectante de ambientes. El veterano trató de llegar al baño sin hacer ruido para no despertar al castigado Rizzo, que yacía como un accidentado clásico de dibujo animado, con los ojos cerrados y la cabeza cubierta con un casco de vendas evidentemente excesivas. Sin embargo, no bien tocó el picaporte sintió el chistido del muchacho:
– Disculpe -dijo Rizzo en voz baja-. Hay algo que le quiero decir.
– Y yo también: es la primera vez que un cafetero me chista a mí.
Sonrieron.
– No voy a ofrecerle café. Se acabó.
– Lo sé, compañero.
Etchenike se acercó. Se sentía culpable, viejo, tonto. Podía seguir enumerando sentimientos afines.
– ¿Qué pasa? ¿Nos hicieron mal las camas? ¿Dejé la ducha abierta?
Pero Rizzo no gambeteaba las cuestiones:
– Me enteré de ese muchacho Algañaraz, amigo suyo.
– Tanto como vos.
Etchenike se dio cuenta que el otro no entendía:
– Era tan amigo mío como vos, pibe… Y es suficiente.
– Eso digo yo. Pero quería darle un dato que tal vez le sirva: yo lo vi el domingo a la noche.
– ¿Dónde?
– En la puerta del cine. Estaba con una mina, la rubia que a veces anda con Mojarrita Gómez.
– ¿Y vos qué hacías?
– Fui a ver qué daban: Piso de soltero, otra vez… Así que no entré. Pero ellos sí.
– ¿Qué hora sería?
– Cerca de las diez. Era tarde, y seguro que la película ya había empezado. Llovía bastante.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Cuál es la mejor escena de Piso de soltero?
– La de Jack Lemmon colando fideos con la raqueta de tenis.
– Correcto.
Etchenike le apoyó las manos sobre las vendas.
– ¿Duele?