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Rizzo agitó la cabeza:

– Y recuerdo algo más sobre el afano: detalles… -dijo quedamente-. No era un muchacho y llevaba zapatos. Lo recuerdo como en un pantallazo, una imagen apenas.

– Gracias. De algún modo la ligaste por mi culpa -miró en torno, no vio nada sobre la silla ni en el perchero-. ¿Y los termos? ¿Quién te los paga?

– Me bancan. No hay problemas… Y Fumetto ya me dijo que no me cobra hasta que pueda volver a laburar.

Etchenike se puso de pie:

– Me voy a bañar, permiso.

– Creo que el tipo entró por la puerta de atrás -dijo Rizzo, que seguía en el tema-. Habría que preguntar entre la gente de servicio del hotel si vieron a alguien.

Su aporte era un pequeño detalle, un modo de hacerle sentir a Etchenike que lo ayudaba y oscuramente lo halagaba, o al menos eso creía.

– Sí, seguro que sí -concedió el veterano-. Vos, tranquilo.

Bañado, afeitado y con ropa limpia, poco después de mediodía Etchenike estaba otra vez en El Trinquete. Los últimos acontecimientos habían empequeñecido el interés que podía mover a la gente de Playa Bonita hacia una tibia pileta de agua dulce con un desolado raidista de cabotaje. No es fácil competir con un muerto y un incendio juntos, una misma mañana.

– Se quema “ La Julia ” -dijo el vasco.

– No -dijo Etchenike-. No creo, bah.

– Pero parece que sí…

El veterano no pudo imaginar un autobomba rojo colmado de bomberos de uniforme atravesando, sirena al viento, los polvorientos caminos.

– ¿Y qué hacen?

– Hay un cuerpo de emergencias… Y también vienen de Necochea.

– ¿Es el campo o la casa?

– Es el campo, pero cerca del casco. Depende del viento o de la lluvia.

Etchenike miró instintivamente al cielo. Cualquier cosa, como siempre, podía venir de arriba. En general, lo peor.

Se acercó a la pileta. Mojarrita andaba por las quince horas en el agua y por las doce personas en las gradas; ahora hacía la plancha cerca de uno de los extremos y le contestó al saludo con un gruñido. Etchenike firmó la planilla y se acuclilló junto a él.

– ¿Y Sayago? -dijo el nadador sorprendido de verlo solo, de verlo a él.

– Tuvo que ir a Mar del Plata. Yo me quedé por lo de Algañaraz. Sabés quién era…

– Sí -Mojarrita hizo un buche y arrojó agua fuerte, fuera de la pileta-. El pendejo que estaba con la Beba la otra noche.

– Buen pibe.

– Éste es un pueblo de mierda -dijo abruptamente Gómez-. No pasa nunca nada y de pronto, cuando yo me largo a hacer el récord, se destapan todos. Primero un muerto en la playa; después, un incendio.

– Es en “ La Julia ”.

– ¿Y la vieja está ahí?

– Supongo que sí. O la habrán sacado.

– Podrían usarla de combustible.

Y se rió.

Etchenike se dio cuenta de que no le conocía la risa. Era rara, casi desagradable. Se cortó tan bruscamente como había comenzado.

– ¿No tenés que ir al baño?

– Cuando complete un día, esta noche. Usted me autoriza, dentro de la hora en que se cumplen las 24, y yo voy.

– Te pongo una escupidera en el borde.

– Julio…

– Sí.

– ¿Por qué se queda acá? Por mí, vaya. Me imagino que tiene flor de quilombo.

– Es mi laburo, soy su empleado. Es mi razón para permanecer en Playa Bonita -iba a decir “mi coartada” pero sonó muy fuerte-. Y no hable tanto que según el reglamento no podría estar apoyado en la zona baja de la pileta ni aferrado al borde. Mire que le piso los dedos…

Hacia la media tarde, luego de una infructuosa vuelta al pueblo con la camioneta, el morocho vino con la noticia de que el incendio de “ La Julia ” continuaba y que ya había llegado la policía de Necochea.

Insensiblemente, desde ese momento Etchenike comenzó a esperar.

Cuando se levantó viento y Mojarrita entró en las 18 horas, ya sabían que una vez más la jornada había fracasado como negocio. Estaba colocándole la espantosa pomada en el lomo y tratando de persuadirlo de que no abandonara aún, de que el baile de esa noche traería más gente, cuando los vio venir.

– Suerte -dijo Mojarrita y se sumergió.

Uno detrás del otro, desde el fondo del club, sin el clásico uniforme pero con sendas camperas grises y los cortos cabellos al aire, venían los policías. Lo sorprendió, le gustó verlos juntos. Laguna saludó desde lejos y él le contestó. Se levantó y fue hasta el vestuario a esperarlos allí, el brazo apoyado en el marco de la puerta abierta.

Era toda una postura ante la Ley.

32. Lo sabía

– Buenas tardes.

Friedrich pasó de largo frente a su brazo y entró pisando fuerte, haciendo sonar el cemento con los zapatos reglamentarios.

– Qué me cuenta, Etchenique… -dijo Laguna y le exprimió el brazo en señal que supuso de afecto.

– Vinieron rápido. Los esperaba.

Era cierto. Se había quedado allí, varado durante toda la tarde como si nada hubiera pasado porque quería que lo encontraran quieto, en funciones, prolijo y abocado a lo suyo. No tenía coartadas. Buscaba imagen.

– ¿Qué es este quilombo? Explique algo.

Friedrich estaba en el otro extremo de la pequeña habitación y con un gesto amplio se peinaba a diez dedos el cabello desacomodado. El veterano notó que los dos habían venido con las manos y las cinturas vacías: ni un portafolios ni armas. Como si hubiesen hecho una excepción, y eso fuera una salida especial y al margen del procedimiento. Él los había esperado para eso.

– ¿Qué dice el forense?

– ¡Qué forense ni qué carajo! -saltó Friedrich-. ¿Usted sabe dónde está parado?

– Puedo explicar.

– Lo de “Etchenike”… ¿Qué es eso?

– Son viejos hábitos de trabajo -se cruzó Laguna-. Y le recuerdo que no hay delito, Friedrich. No consta que haya esgrimido documentos con nombre falso… Sólo es un apelativo, un nombre de batalla -sonrió, socarrón-. Y permítame, que voy a saludar a un amigo.

Laguna pasó entre Etchenike y el marco de la puerta metálica y se acercó a la pileta:

– ¿Cuál es tu coartada, Mojarra?… A ver, mostrame los huevos a ver si están como pasa de uva… A ver…

– ¿Qué hacés por acá? Andá a la playa, apagá el fuego… -dijo el nadador.

Friedrich cerró la puerta con fuerza.

– ¿Qué lo tiene tan mal? -preguntó Etchenike-. ¿Un ahogado y un incendio?

– Hay gente rara y pasan cosas raras en Playa Bonita: violencia física, robos… Usted ha estado atentando contra la propiedad privada…

El veterano sonrió.

– No se ría. Hay, además, acusaciones formales, por lesiones.

– ¿Quién me acusa?

– El sereno del motel Los Pinos: Rafael… -miró su libreta- Ingrao… Tiene los huevos acá y un hematoma hasta la sien.

Etchenike no se inmutó:

– ¿Quién más?

– Un suboficial de la Policía Federaclass="underline" Brunetti.

– Ese no es un suboficial; es un hijo de puta. Y Laguna lo sabe.

Friedrich siguió derecho, hizo como si nada:

– Usted lo lastimó, lo golpeó en la playa el domingo a la tarde. Tiene testigos.

– No tiene vergüenza… Además, trata de implicarme con Algañaraz. La tarjeta de la agencia que yo llevaba encima me la quitaron él y los otros, junto con el arma y la guita, cuando me atacaron la otra noche. Precisamente fui a hacer la denuncia de eso ante usted… Ahora la han puesto en el cuarto de Algañaraz cuando entraron sin autorización. Eso es así.

Friedrich se apoyó en el banco y enfrentó a Etchenike con severidad:

– ¿Qué es “eso”?

– “Eso” es una cama -sintetizó Etchenike.

– No… “Eso” es una boludez. Lo único que hay acá es un muerto. Un muerto, ¿entiende?

Friedrich resopló y comenzó a dar una vuelta al cuarto. Se enredó con las sogas de la red de voley que separó de una patada y quedó de cara a la puerta entreabierta. Pero no miraba. Los ojos claros estaban ensombrecidos, opacos, semicerrados.