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– Un muerto -repitió-. Eso es lo único que hay. En circunstancias sospechosas; para colmo, periodista. Y de “ La Nación ”. En menos de 24 horas tenemos esto lleno de hinchapelotas que sacan fotos, preguntan a cualquiera y largan versiones. Hay que tener algo armado para ese momento.

– Yo ya le conté un cuento. No le sirve para el periodismo pero sí para empezar: estos hijos de puta me atacan cuando yo me ocupo de buscar al pibe.

Friedrich resopló.

– ¿Y por qué no me lo contó todo ayer a la mañana?

– Porque todavía no sabía que lo habían matado.

– No lo mataron. Por ahora, murió.

– ¿Qué dice el forense? -insistió Etchenike.

– ¡Cómo jode con el forense!

– No puede decirse nada hasta que no se sepa cuándo y cómo murió.

– No me dé clases de procedimiento. Es nuestro laburo. El suyo va a ser tratar de zafar de la situación en que está: ¿a qué vino a Playa Bonita?

El veterano metió la mano en el bolsillo y sacó un folleto de Romar como quien vende o espera vender.

– Se lo dije en Necochea también -y mostró el arma entreabriéndose el saco-. Vigilancia del Complejo Romar.

– ¿Qué más? -dijo el otro sin levantar la vista.

– Sólo eso. Ahora, desde anoche, trabajo para Mojarrita Gómez tras el récord.

– No joda. Nadie va a buscar a un investigador privado a Buenos Aires para que le cuide durante quince días una obra en construcción, para que se siente como un pelotudo a mirar un tipo en el agua.

Etchenike sacó del bolsillo un papel plegado en cuatro y se lo extendió.

– El contrato de trabajo con todo especificado. Fíjese.

El subcomisario dejó el folleto y leyó detenidamente el papel con membrete de Etchenike Investigaciones Privadas.

– ¿Silguero es el gerente de Romar? -preguntó levantando la vista y las cejas.

– Sí, un hombre de Romero -dijo otra voz.

Laguna había entrado silenciosamente. Etchenike se sintió, de repente, fuera de la cuestión.

– ¿Por qué trató con Silguero y no directamente con Romero?

– No conozco a Romero.

La mirada de Laguna no le creía; la de Friedrich no estaba ahí; observaba a alguien que se acercaba.

– Ahí tiene al forense. Ahora se va a dejar de joder.

Venía por el sendero, impermeable y lentes negros. Las manos vacías, extraoficiales también. Caminaba rápido y cantando en voz baja, pues golpeteaba rítmicamente con el diario plegado contra el muslo. Llegó hasta la puerta, abrió y dijo:

– Treinta y cinco.

– ¿De máxima o de mínima?

– Treinta y cinco horas de máxima, pero con bastante precisión. La cuenta nos daría el domingo por la noche. Todos se miraron alternativamente.

– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Etchenike.

Antes de que terminara la pregunta, Friedrich y Laguna le respondían con un dedo clásico, indudable, dirigido a su pecho.

– No. No puede ser que desde la tarde del domingo no haya habido nadie que…

– Comisario… -insinuó el forense.

– Un momento -lo paró Friedrich-. Ya aparecerá alguien, seguro. Pero no por ahora. Ni siquiera en el motel donde paraba. No hay certeza de que haya vuelto por allí después de que se fue con usted a las tres de la tarde.

– Sergio estuvo toda la tarde del domingo en “ La Julia ” viendo el partido de pato, haciendo fotos. Volvió, lo trajeron, a Playa Bonita al atardecer.

– ¿Cómo sabe eso?

– Estuve en “ La Julia ” ayer, de regreso de Necochea. Willy puede atestiguar lo que le digo.

El forense volvió a la carga:

– Comisario, discúlpeme; antes de venir para acá apareció el cabo Castro con la ropa de Algañaraz. La que se supone que tenía puesta antes de meterse en el mar. Estaba en la playa, en un hueco de los acantilados, bastante lejos del pueblo, en una zona de rocas.

– ¿Escondida?

El forense se encogió de hombros.

– No sé tanto. Como podría dejarla alguien que está solo y decide entrar a nadar. También había una petaca de whisky vacía y las llaves de la habitación.

Friedrich se mordisqueó la uña del pulgar:

– No suena tan mal. El muchacho regresó a Playa Bonita, se compró una petaca de whisky al atardecer, se alejó del centro y en un momento dado decidió darse un baño. Dejó todo bien escondido y se metió a nadar. Es buen nadador pero no está acostumbrado al mar. Entra demasiado y cuando quiere volver, media hora o más después, la corriente lo arrastra, la lleva mar adentro. No va a ser el primer caso.

– ¿Volvió a Playa Bonita y se quedó en la playa? Lo más probable sería que volviera o lo llevaran al motel… O sólo que tuviera algún motivo muy especial para ir a otra parte. Además, era temprano: ¿se ahogó bañándose a las ocho de la noche y nadie lo vio? Estaba feo para meterse en el mar picado. ¿Quién lo haría?

El mismo Etchenike se sorprendió de escucharse.

– Estaba borracho, no se olvide. No midió el peligro -dijo Friedrich.

– Tiene un golpe acá -Etchenike pronunció la sentencia mientras se golpeaba con el canto de la mano detrás de la oreja derecha-. Lo mataron.

– El médico forense soy yo -dijo el médico forense y se sacó los anteojos-. Y le digo que ese golpe no lo mató. Tal vez un raspón, un choque contra algo que flotara en el mar… Las rocas mismas que hay en la zona, bajo el agua… Pudo haberse desmayado. Pero ese golpe no lo mató. Murió ahogado, hace poco más o menos de treinta y seis horas.

El comisario Friedrich suspiró hondo, clavó los puños en los bolsillos de la campera y se dirigió a la puerta.

– Vamos a ver la ropa y los efectos de Algañaraz. Espero que no hayan tocado nada -se volvió hacia el veterano-. ¿Terminó el horario de trabajo?

Etchenike consultó su reloj.

– Me queda una hora todavía. Esta noche estaré en el Hotel Veraneo, si me necesitan.

– Nos vamos.

Los tres hombres abandonaron el vestuario en la ventosa agonía del atardecer. Laguna saludó amistosamente a Mojarrita al pasar. El veterano se quedó en la puerta, demasiado grande para el lugar, rígido, recortado en la luz pobre. De pronto, se fue tras ellos, que ya salían:

– ¿Quién encontró la ropa? -dijo tomando del brazo al forense.

– Una mujer -dijo el otro y de inmediato se arrepintió.

Friedrich lo miraba con severidad.

– Lo sabía -dijo Etchenike en voz baja.

Volvió lentamente, cabizbajo, hacia la pileta.

– ¿Saben algo más? -preguntó Mojarrita-. ¿Qué averiguaron?

– No. Nada nuevo…

Y se puso a encender las luces de colores para iluminar tribunas vacías.

33. Favores recibidos

Al doblar la esquina del hotel casi chocó con Gustavo que corría a buscarlo:

– Lo llamaron por teléfono. El señor Silguero y el señor García.

– ¿Qué dijo Silguero?

– Que lo llame a Mar del Plata o que vaya inmediatamente.

– Acompañame a Entel.

La mirada del pibe fue y vino a los dos lados. Algo temía:

– Dejé el mostrador para venir.

– Vení conmigo.

Etchenike lo agarró del brazo y lo llevó flameando, las zapatillas apenas rozando el piso.

– Contame otras novedades -dijo en tono formal mientras lo arrastraba.

– Estuvieron dos hombres, dos policías. Uno morocho y canoso, más viejo; el otro rubio y más joven. Venían de hablar con Castro y con Brunetti y preguntaron por usted. El patrón se asustó, se hizo un lío con los nombres: no sabía si era Etchenique o Etchenike, si era uno o dos… Los policías le preguntaban y él se ponía nervioso.

– ¿Entonces?

– Yo me metí y expliqué todo clarito. Se fueron conformes, al club.

– Muy bien, Gustavo. Ya estuve con ellos. ¿Y qué más?

– El patrón se enojó mucho cuando se fueron y me tiró un sopapo, bah, varios sopapos, por meterme. Pero yo le expliqué, mientras lo esquivaba, que usted le explicaría cuando volviese…