Выбрать главу

– Eso es.

– Pero uno me lo acertó.

El pibe se tocó la cara. Etchenike se detuvo, se agachó un poco para mirar la zona enrojecida junto a la oreja derecha.

– Te dolió.

– Más o menos.

– Me hiciste un favor a mí… -lo palmeó en el hombro-. Sos un tipo en el que se puede confiar.

– Sí -dijo Gustavo con naturalidad-. También lo estuvo buscando el Polaco.

– Será porque me olvidé el paraguas en el cine…

– No creo -dijo el pibe muy serio.

– Yo tampoco.

Entraron a la oficina de teléfonos. El veterano fue al mostrador e hizo el pedido a una operadora vieja y de delantal celeste. Casi de inmediato le indicaron que la comunicación estaba en línea.

– Ya salgo. Esperame que vamos juntos -le dijo a Gustavo metiéndose en la cabina.

Mientras aguardaba, observó tras el vidrio al chico que permanecía quieto, sentado allí en el largo banco de madera, con el delantal de trabajo aún puesto, las piernas extendidas y los muslos apoyados sobre las manos, esperando. Al descubrir que lo miraba, Gustavo le sonrió. Etchenike le guiñó un ojo. En ese momento atendieron.

– Hola, habla Julio.

– Por fin -dijo Tony-. La noticia de lo de Algañaraz llegó justo cuando yo estaba averiguando en “ La Nación ”. Ya te habrá contado el Negro: todo normal con ese pibe. Está todo el mundo muy impresionado. Ya salieron para allá el padre, la novia y un tipo del diario, el abogado, un tal Murguía… Nadie cree en otra cosa que no sea un accidente.

– Bien, gallego… Ahora necesitaría que me averigües dos cosas: qué tipo de enganches con sectores de poder en la provincia de Buenos Aires tienen los Hutton; con “hache” con dos “te”, como Watson Hutton, el de Alumni, o como Betty Hutton.

– Sí. ¿Qué más?

– ¿Seguís teniendo contactos con esos viejos peronistas de la época de la Resistencia? Esos veteranos que van a jugar al ajedrez a La Academia.

– Sí, más o menos.

– Entonces averiguame todo lo que puedas sobre Juan Ludueña.

Y le dio nombres, fechas, posibilidades. Tony asintió. Se sentía lejano, marginado; necesitaba participar y se comprometía a llamar mañana, esta noche si era necesario.

– De acuerdo, Julio… -concluyó.

Esperó el saludo final, las recomendaciones, pero se hizo silencio en la línea.

– Julio… ¿Pasa algo?

Etchenike había descubierto, al girar la cabeza, que Gustavo ya no estaba sentado en el banco. Lo buscó con la mirada un poco más lejos…

– Julio… ¿Qué pasa?

– Nada, gallego. ¿Anotaste todo?

– Sí. Hutton y Ludueña.

– Te agradezco. Ahora voy a cortar.

Dejó apresuradamente la cabina. Gustavo no estaba allí. Se asomó a la calle y no lo vio. Volvió al mostrador, pagó la comunicación.

– ¿Y la llamada a Mar del Plata?

– Cancélela. ¿No vio adónde fue el chico?

Ella negó con la cabeza. Tampoco le interesaba; calculaba las monedas.

Etchenike dejó el vuelto sobre el mostrador y salió corriendo.

Lo encontró en la esquina. Al borde de la vereda, charlaba con otro muchacho al volante de un viejo furgón de reparto, un Chevrolet de los cincuenta.

– Mi primo Cacho -dijo Gustavo-. Quiere contarle algo.

– Hola -dijo Etchenike agitado aún, aliviado ya.

Cuando le estrechó la mano, el de la camioneta lo miró con admiración y respeto:

– Buenas. Gustavo me habló de usted.

Allí también había un ligero temblor. Eso era miedo. El veterano imaginó la información múltiple y azarosa respecto de su persona y sus hábitos: usar nombres de guerra, portar armas, frecuentar a la policía y ser frecuentado por ella. Además, la cara golpeada.

– Pero nosotros ya nos vimos la otra noche -concluyó Cacho.

Ahí lo reconoció: el potrillo que acompañaba a Beba el domingo.

– Sí, me acuerdo bien. En El Trinquete.

– En El Trinquete -repitió el primo y se ensombreció-. ¡Qué quilombo se armó esa noche! Pero yo quería hablarle de otra cosa, si me promete que…

Pero Etchenike no pensaba dejarlo pasar así, prometer nada:

– ¿Te la apretaste a la Beba? ¿Qué pasó?

– Yo pensé que sí, que me la iba a apretar -dijo el muchacho contrariado, desviado de su interés-. Creí que iba al frente cuando me pidió que la acompañara al club. Se sabe que la Beba es muy putona. Pero enseguida vi que tenía miedo nomás, que no quería andar sola. Por eso cuando apareció usted me rajé.

– ¿Y a quién le tenía miedo? ¿A Mojarrita?

– No creo. Pero se sentía mal. “Me siento mal, pibe” me dijo. Y me llevó a la playa y después a El Trinquete; me hizo caminar como un pelotudo. Esa mina está muy loca…

Repentinamente el morocho perdió la paciencia:

– Escúcheme: yo quería hablarle de otra cosa.

– Esperá, carajo… ¿No te mencionó a Algañaraz? Es importante…

– ¿A quién?

– Un tal Sergio. El que apareció muerto. Alguien con quien se tenía que encontrar o con quien había estado…

– No. Hablaba mucho pero no se le entendía demasiado… Y volvía con lo del miedo. Cuando se le pasó un poco fuimos a El Trinquete y ahí ya sabe…

Etchenike notó que Gustavo se había quedado silencioso a un costado.

– ¿Qué hacés vos, ahora?

– Me voy. Es tarde y está por llegar El Cóndor de Mar del Plata.

Le puso la mano sobre la cabeza.

– Andá. Gracias por todo.

Pero el pibe sabía lo que quería:

– Déjelo que le cuente -dijo señalando a Cacho.

– Es cierto. ¿Qué pasa?

El de la camioneta dio una pitada larga, excesiva, de adolescente:

– Encontré un muerto en el camino -dijo todo ligerito.

34. Como Picasso

El furgón saltaba en los pozos del camino sinuoso y en cada salto se escuchaban ruidos cambiantes en la parte trasera, cosas que rodaban, deslizamientos acompañados con nubes de polvo.

– ¿Dónde trabajás, Cacho?

– En la panadería. Hago el reparto: con el furgón, para la zona; y con la bici en el pueblo.

– ¿Y cómo lo encontraste?

– ¿Al muerto?

Etchenike asintió. El muchacho manejaba vigorosamente; apurado como alguien que ha descubierto o intuido un tesoro y regresa angustiado a ratificar si es cierto, si no lo han robado, si no es un sueño.

El Chevrolet dio un salto mayor al pasar del camino de tierra a la ruta asfaltada que se extendía a la derecha.

– Es en el camino que va al faro, la primera bajada después del arroyo Los Sapos. Yo voy dos o tres veces por semana: llevo galleta, pan, algunas facturas -suspiró-. Espero que no lo haya visto nadie. Hace un par de horas, estaba.

Anduvieron unos minutos más por la ruta que parecía más serena y silenciosa que lo habitual en el atardecer. Luego de un puente de cemento excesivo para los húmedos pajonales del arroyo Los Sapos, algo que era poco más que una huella amarillenta entre alambradas cubiertas de arbustos los desvió otra vez hacia el mar.

– Está acá nomás, en una curva entre los árboles.

Y llegaron a la curva y a los árboles, y Cacho clavó los frenos más nervioso que asustado.

– Ahí lo tiene. Yo no bajo.

Primero reconoció el automóvil. Aunque semioculto por el ramaje, estacionado o empujado hacia una especie de garaje natural entre arbustos, el Volkswagen convertible rojo no era fácil de disimular. Ni de olvidar, tampoco. No ronroneaba ni derrapaba. Apenas destellaba rojo y frío al sol del atardecer. Tenía una de las puertas abiertas y la capota baja como la última vez que lo había visto, manejado por Coria, unas horas y unos kilómetros más atrás.

Precisamente Coria era el hombre caído junto a la puerta abierta, del lado del volante. Estaba tendido con el cuerpo ladeado, el rostro contra las piedras y los brazos sueltos a los costados, como si se hubiera ido de bruces, empujado. El empujón eran, en realidad, los dos o tres balazos que le habían agujereado primero el saco blanco, después la camisa estampada gris y rosa, y luego -inevitablemente- el tostado cuerpo atlético.