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Brindaron casi espontáneamente, sin saber bien por qué. Tal vez porque la cerveza estaba helada y el hielo de la ginebra golpeaba prometedor contra el vidrio grueso y empañado.

– ¿Cómo fue? -dijo Etchenike estirándose, picando los maníes.

– ¿Por qué te tengo que contar a vos?

El veterano se encogió de hombros, lejano y relajado. La dejó a ella que se respondiera si quería.

– Estuviste bien la otra noche… -Beba hizo una pausa, se empinó rápidamente el resto de la bebida-. Bah… Tal vez el Mojarrita me hubiera ensartado. O tal vez no. Amenaza y amenaza…

– ¿Y en la playa cómo estuve?

– Ahí estuviste boludo.

– Boludo pero rápido.

– No tanto. El rodillazo te salió caro, me imagino. Mirá cómo te dejaron la cara… -y le señaló los estragos-. Yo sé todo.

– Contame todo entonces. O por lo menos lo que le contaste a la cana. El pibe no era mi amigo pero podría haberlo sido.

Ella se empinó infructuosamente el vaso, hizo sonar el hielo.

– Pagame otra -dijo.

– Hablá.

– Esa noche me vino a buscar a El Trinquete como habíamos quedado -dijo mirándolo fijo, intentándolo.

– Lo trajeron de la estancia. Pero vos estuviste antes con él. A la tarde alguien lo llamó, o vos o de parte tuya, y él fue. Antes de ir a “ La Julia ” estuvo con vos…

– De eso no me acuerdo… Tal vez estuvo con otra o con otros…

Etchenike indicó a la mujer que trajera la botella y el jarro de hielo.

– Seguí -dijo.

– El pibe iba a hacer de escribano pero llovía, vos viste. Entonces cerré la boletería y me fui con él a tomar algo.

– ¿A qué hora?

– Las nueve, las nueve y media. No me acuerdo bien.

– ¿Adónde fueron?

– Me quería llevar al motel pero llovía mucho.

– Al motel no iban a ir a tomar algo: iban a coger.

Ella fijó la mirada perdida y no respondió. Tomó la botella y se sirvió una ginebra desastrosa, como decía Expósito en “Fangal”.

Etchenike la vio que se venía en falsa escuadra, se venía, se venía…

La retuvo del hombro antes de que cayera.

– ¿Adónde fueron a coger?

– Llovía mucho. Fuimos al cine. A franelear al cine.

– ¿Qué daban?

Ella lo miró con asombro. Qué importaba eso.

– No sé. Una comedia: estaba empezada cuando llegamos y nos fuimos antes de que terminara. Era una boludez.

– ¿Por eso se fueron?

– ¿Para qué nos íbamos a quedar? Había parado de llover. Nos fuimos a la playa.

– Se hubieran ido al motel.

– Era lejos y él estaba muy borracho. Se había terminado la petaca de whisky él solo.

– ¿Y vos cómo estabas?

– Bien. No me gusta el whisky.

– No precisamente.

Ella sonrió, babeó un poco.

– Me gustaba el pibe. Era medio boludito y hablaba demasiado pero era un buen pibe.

– ¿Por qué lo mataron si era tan bueno? ¿Qué hizo?

La Beba se arrimó al vaso, acercó los labios otra vez a los cubitos solos, chocadores. Etchenike le bajó el brazo.

– ¿Por qué lo mataron?

– ¿Quién lo mató? Se ahogó -y forcejeaba para arrimar los labios-. Se hacía el canchero pero con el pedo que tenía ni se le paraba. Decía: vení guacha que te hago de goma… Pero lo único de goma era el firulo. Pobre pibe… Meterse en el agua con el pedo que tenía.

– ¿Cómo fue?

– Nos fuimos caminando para aquel lado -señaló-. Anduvimos un montón. Después nos tiramos y estuvimos rascando un rato. Pero de pronto le agarró la locura, se quiso bañar: se sacó la ropa y se metió en el agua. Yo le dije que me iba. Y me fui.

– ¿Y él qué hizo?

La Beba alzó los hombros, indicó con la mano vertical la marcha hacia adelante, lo hizo perderse mar adentro. Después desplegó las palmas, se disculpó, manoteó la botella y quiso insistir. Pero Etchenike no la dejó.

– Pará ahí: la ropa, dónde quedó.

– La dejó metida así -hizo el gesto- en una cueva del acantilado. En el hueco… La puso como si… Se detuvo.

– Como si pensara que iba a tardar mucho en volver -completó el veterano.

– Claro -pero repentinamente se rectificó-. No, si iba a volver enseguida.

– Él, con el pedo que tenía, puso la remera, el pantalón, las llaves y hasta la petaca vacía en el hueco -reconstruyó Etchenike-. Y después se metió en el mar.

Ella asintió con el mentón. No lo miraba.

– Raro. Lo más lógico era que dejase todo tirado en la arena… Era casi medianoche, estabas vos con él. Pensaba entrar y salir. Tal vez no te acordás bien y en realidad él dejó las cosas desparramadas y a vos te dio miedo de que se perdieran o que las robaran y entonces las pusiste vos allí. Después te fuiste.

– No me acuerdo.

– Sí que te acordás. Y vamos a anotar algunas cosas, así no me olvido yo tampoco -Etchenike se tanteó los bolsillos. Sacó una hoja de papel y siguió revisando-. Prestame tu birome.

Cuando tendió la mano hacia la cartera de ella, la Beba la apartó de un zarpazo.

– No toques mi cartera.

– No te voy a afanar nada, Beba. Prestame la birome que tenés ahí.

– No tengo.

– Sí tenés. Te la vi recién cuando abriste la cartera para darme el pañuelo.

Ella apretó el cierre con los dedos crispados, apretó los labios con los ojos encendidos. Era como si retuviera entre las manos a un bicho dispuesto a saltar.

– Esa birome no anda -balbuceó.

– No tiene tanque -especificó Etchenike.

– Se me rompió. No sirve.

– Sí que sirve. La llevás siempre encima y la usaste hace un rato, Beba.

Etchenike se inclinó sobre la mesa e hizo el gesto de esnifar con una fuerte aspiración.

– ¿Me equivoco?

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿No me equivoco?

Ella volvió a agitar la cabeza.

– Y después tenés que bajarla con ginebra. Se sabe…

Ella manoteó la botella que se tambaleó sobre la mesa. Esta vez Etchenike no se lo impidió. La ayudó a servirse un poco más. Pidió hielo. La dejó que tomara un sorbo largo.

– Te hace bien.

Ella asintió.

– Te podés llevar la botella si me decís quién te pasa la merca.

Por primera vez en un largo rato, la Beba levantó la mirada; sonrió burlona.

– Vos te creés que soy boluda. Querés que me amasijen.

– Como al pibe.

– Ese sí que era un boludo: se ahogó.

– Vos no. Vos sos piola-. Etchenike la agarró delicadamente del pelo y la obligó a levantar la cabeza-. ¿Sabés que vas a quedar pegada? ¿Sabés que no te puede creer nadie? Te enterraste sola: nadie lo vio vivo después que vos…

La soltó. Se puso de pie y fue hasta el mostrador. Pagó y volvió. Se empinó el resto de cerveza y agarró un puñado de maníes. Le fue tirando con ellos a la Beba, derrumbada sobre la mesa húmeda de ginebra. Le tiró cuatro, cinco, diez, como si fueran bolitas, mientras le hablaba:

– Estás cocinada. Si hablás la podés sacar más barata. Pero estás regalada, por puta y falopera.

Ella levantó la cabeza, protestó apenas.

– ¿Sabés lo que pienso? Que lo mataste vos, para afanarlo.

– Estás loco.

– Dejaste algo de guita para disimular, pero yo sé que el pibe estaba forrado y las drogonas como vos son capaces de cualquier cosa por un gramo de blanca. Fue fácil. Él estaba muy mamado y se quería bañar. Con el pretexto de acomodarle la ropa, le sacaste la guita, pero él no te dejaba ir. Entonces aceptaste meterte en el mar y ahí le diste con algo en la cabeza. Una piedra tal vez… El golpe está.