El colorado estiró la mano y tanteó la solapa áspera.
– ¿No le molesta ese traje?
– Un poco, pero no tengo otro.
El chofer lo miró un momento y desvió la atención hacia el sándwich que tenía delante.
El chico que atendía apenas sobresalía una cuarta por encima del mostrador. Tenía un birrete blanco ladeado y ojitos negros.
– ¿Va a almorzar, señor?
– Después -dijo el veterano-. Ahora traeme vino tinto y soda.
El pibe se agachó, sacó la botella y el sifón azul y los puso sobre el mármol. Trajo un vaso y lo secó con el trapo que colgaba de su hombro.
– ¿Se viene la tormenta, eh? -comentó Etchenike haciendo sonar el sifón.
El chofer dijo que sí con la boca llena, masticando hasta con las clavículas. Señaló la ventana.
– Y la arena que vuela. Fíjese cómo oscureció de golpe.
El veterano asintió.
– Hay poca gente -dijo el colorado-. Esto es lindo en diciembre y en enero. Ahora quedan los bacanes y los viejos chotos. ¿Usted tiene dónde parar?
– Voy a quedarme acá.
El chofer volvió al sándwich. Hubo un silencio largo.
– No parece turista…
Etchenike se sirvió otro vaso de vino y sonrió por primera vez:
– Usted tampoco.
El otro se rió también, con la boca llena. Después se empinó bruscamente la cerveza, lo palmeó en el hombro y se apartó del mostrador saludando con gestos amplios. En la puerta se cruzó con un chofer petiso de bigotitos y jopo imperturbable que acaba de llegar. Se tiraron manotazos amistosos y el petiso siguió de largo al baño, dejó flameando la puertita.
Etchenike pidió un bife a caballo y dos panes, agarró la botella, le puso el vaso en el pico y se instaló en una mesita junto a la ventana.
Desde allí, comiendo sin apuro, miró partir el ómnibus brillante bajo el sol, cabeceando semivacío, levantando tierra hasta que, al doblar tras el médano, dejó ver un pedacito de mar gris.
Sacó los cigarrillos y palpó infructuosamente el saco colgado en la silla.
– ¿Tiene fuego? -preguntó corto y preciso al muchacho de la mesa contigua.
Sergio Algañaraz se sobresaltó.
– No… No tengo -alcanzó a decir lentamente.
– Disculpe -dijo Etchenike como si lo hubiera pisado.
El muchacho sonrió apenas, luego plenamente.
– Perdone… Es que estaba…
Pero el veterano no lo oía. El chico le había traído el café, le encendía el cigarrillo.
– Necesito una pieza -dijo echando humo.
– Ya le digo al patrón.
El pibe se alejó hacia el mostrador.
– Qué chiquito es -comentó Algañaraz.
– Sí… ¿Usted para acá?
– No. En el motel Los Pinos, cerca de la entrada del pueblo. Llegué anoche.
– Yo, recién. ¿Anda de vacaciones?
Algañaraz señaló la cámara apoyada entre el pocillo y el cenicero.
– Laburando: soy periodista.
– Ah.
Etchenike no pudo evitar acordarse de Giangreco, el sobrino de Tony García. El destino o alguna bendición especial del Altísimo habían querido que no se le cruzara en las últimas dos semanas; aquel enrulado rompepelotas era el primer rostro que evocaba si le hablaban de periodistas. Tuvo el sentimiento inmediato, ante el muchacho escondido detrás de los aparatosos anteojos negros y una excesiva ginebra con hielo, que se trataba de una especie prolífica y de crías parejas, casi una plaga.
– ¿Dónde laburás? -y el tuteo salió redondo, paternal.
– En la revista de “ La Nación ”.
– Pero ¿qué puede pasar acá? ¿Algún personajón de vacaciones?
Algañaraz se sacó los ahumados, se dispuso para una confidencia que desde ya Etchenike deploró.
– No crea que no pasa nada. Vine a hacer una nota sobre el Hotel Atlantic, no sé si lo vio… -El veterano asintió sin pudor-. ¿Pero se fijó cómo me sobresalté recién?
– Me extrañó -mintió otra vez Etchenike.
– Le explico -y el periodista arrimó la silla, se acodó en sus propias rodillas enrojecidas-. Hoy me pasó una cosa increíble y no sé qué pensar.
Y ante la resignada pasividad del veterano, Sergio Algañaraz comenzó a contar, con excesos y pormenores, su peripecia matutina, el asedio al castillo.
– Y cuando el tipo se da vuelta -dijo para terminar- veo que tenía atravesado, en la cintura, sostenido por la faja, un revólver así…
El gesto de las dos palmas paralelas y separadas, agitándose de arriba a abajo perpendiculares a la mesa como cortando el aire hizo que la atención de todo el comedor se volviera hacia ellos.
– Las manos… Bajá las manos -dijo Etchenike sonriendo.
– En serio: así. Un revólver así.
– Te creo -concedió-. Es entretenido tu laburo.
– Y eso no es nada -se embaló Algañaraz, que ya se había mudado de mesa-. Después me meto a curiosear en su clubcito de mierda que hay a unas cuadras de acá y me levanto una mina de la forma más increíble. Me levantó ella, bah… Unas tetas así -se enfervorizó.
– Córtala con los ademanes, pibe -dijo Etchenike algo fastidiado.
– Usted no me va a creer: este pueblo es una cosa de locos.
El veterano no parecía interesado en los detalles ya próximos que amenazaban como las mismísimas nubes panzonas de la ventana. Sin embargo, el periodista desarrolló una crónica que no soslayaba el número de margaritas del vestido de la rubia y se detenía largamente en el único round, el cuerpo a cuerpo de la boletería.
– Guarda con eso, que… -se oyó decir Etchenike.
Se sintió viejo y boludo.
En ese momento el patrón se separó de la registradora y vino hacia la mesa. Era un hombre gordo, de abundante pelo negro y ordenado. La cintura marcada por el delantal le daba un cierto aire amariconado.
– ¿Es usted solo? -dijo apoyándose en la mesa.
– Yo solo -dijo Etchenike.
El gordo cruzó los dedos. Diez salchichitas. Pareció todavía un poco más blando. Casi un cura.
– Hay una cama. Tendría que compartir la pieza con otro muchacho. Trabaja de cafetero y no está nunca.
– De acuerdo -Etchenike se fue poniendo de pie-. Lléveme nomás.
El patrón vaciló como si faltara algo.
– Tiene baño -dijo.
Con la valija en la mano, el veterano se volvió hacia Algañaraz.
– Discúlpeme, escribano, pero me caigo de sueño… ¿A qué hora debuta esta noche?
– A la tarde voy a ver si avanzo con el laburo pero a las nueve y media voy a firmar la planilla -el periodista sonrió y metió el dedo índice en el aro que formó con la otra mano.
– Allí estaré: me interesan Mojarrita y las margaritas -dijo Etchenike.
Algañaraz lo acompañó con la mirada brillante mientras subía la escalera tras el patrón.
En el segundo piso se detuvieron ante la puerta 24. El gordo hablaba de horarios y tarifas.
– Tome -dijo Etchenike poniéndole el dinero de tres días en la mano.
– Bien. Le tomo los datos más tarde, cuando baje a buscar el recibo -los billetes desaparecieron en el bolsillo del delantal-. Su gracia es…
El veterano le dio una tarjeta.
El gordo la observó un momento:
– Hay un bolso para usted, señor Etche… -vaciló.
– Etchenike, Julio. Se pronuncia “Etchenaik”.
– Eso es: Etchenaik. Llegó esta mañana de Mar del Plata. Se lo llevo a la pieza.
– Bueno.
El patrón ya bajaba cuando se volvió:
– ¿Le gusta Playa Bonita?
– Se come bien.
4. Leer en la cama
Se despertó ahogado, la nariz tapada y la habitación convertida en una caja hermética y sofocante. El aire encerrado empujaba contra la ventana como un dique colmado de líquido espeso. Se levantó y abrió los postigos de dos tirones. La brisa con olor a mar de la tarde casi lo empujó, lo despejó en tres segundos.
Estaba a dos cuadras de la playa, sobre una perpendicular al mar, y su ventana daba a los fondos del hotel. Desde allí veía las calles de arena y tierra que subían y bajaban entre los chalets semienterrados. Tres pibes se revolcaban en el médano más cercano mientras nubes gordas y amenazantes seguían corriendo pegadas al horizonte como si fueran a alguna parte.