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No lo vio enseguida. Sólo cuando estuvo a diez metros del bote roto y varado en la arena lo descubrió casi hecho un ovillo, semioculto y tiritando.

– ¡Es tarde! Le dije al amanecer… -se quejó incorporándose.

Sobre la mallita negra se había puesto una vieja salida de baño a cuadros negros y blancos que le cubría los dedos, le tapaba las rodillas. Parecía la bata de Firpo antes de pelear con Dempsey. O no: después de pelear con Dempsey, mejor.

Mojarrita le hizo un gesto que indicaba lejos y adelante. Echó a andar.

– ¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?

El nadador siguió su marcha y Etchenike caminó tras él.

Andando unos metros detrás, el veterano comparaba, sin querer, sus pesadas pisadas de zapatos grandes con las huellas casi de gaviota que iba dejando el nadador descalzo.

Notó que Mojarrita hablaba solo, se detenía repentinamente, miraba el mar, gesticulaba y seguía. En un momento dado clavó la mirada en la arena a sus pies y enseguida se volvió hacia Etchenike.

– ¿Era por acá?

– Sí. Creo que sí…

Recordaba el lugar. Ahí mismo había visto, desparramada y pálida, la pobre humanidad de Sergio Algañaraz hacía ya muchísimas olas.

– Preste atención y mire bien el lugar. Calcule las distancias…

– Sí, jefe.

Etchenike observó hacia atrás y adelante sin saber qué debía mirar. Era casi todo cielo. Supuso que debía atender al resto, sus confines.

Siguieron. Caminaron cuadras que al veterano le parecieron kilómetros y tal vez lo fueron. Al llegar a una zona de pequeños acantilados, Mojarrita se acercó dos o tres veces a las paredes arcillosas hasta que finalmente encontró lo que buscaba.

– Es acá.

Como ante una orden de desmontar, Etchenike se dejó caer sentado en la arena.

– Acá, en este hueco, así, dice Beba que dejó la ropa del pendejo…

Mojarrita había metido la mano, el brazo entero en la hendidura abierta por el mar a dos cuartas del suelo.

– ¿Cómo sabe que es exactamente acá?

– Me dijeron lo que declaró. Todo se sabe.

Etchenike se sintió repentinamente culpable.

– Yo se lo iba a decir: ella está muy comprometida, Gómez. Es muy difícil que pueda sostener lo que declara.

– Precisamente.

Mojarrita caminó hacia el mar. La bata se había abierto, descubría el pecho lampiño, flameaba a sus espaldas. Era un pequeño príncipe desafiando, desde un poder ilusorio, los elementos naturales.

– Claro que ella miente, Julio -dijo solemne-. Y yo le voy a explicar por qué.

Se sentó en la arena húmeda, agarró una pluma de gaviota mojada y marchita y dibujó el lugar esquemáticamente. Puso el cielo, el mar, la arena, los acantilados, el pueblo, el faro. Ubicó dos cruces.

– Si ellos estaban en este lugar y el pendejo entró al mar acá -y señalaba alternativamente el dibujo y la arena en la que estaba sentado-, ya resulta raro, por esas rocas -las dibujó-. Pero era de noche y se entiende… Así que supongamos que entró nadando hacia adentro, bien hacia adentro…

Señaló con una flecha perpendicular a la orilla del mar.

– Yo conozco bien las corrientes marinas, las correntadas de esta playa. Son muchos años… Y le digo que si se ahogó allá, bien al fondo, frente a nosotros -y señaló el horizonte-, el cadáver no hubiera aparecido jamás donde apareció. Porque la correntada corre hacia el norte, no hacia el sur.

La flecha que hizo sobre el mar indicaba cada vez más lejos de Playa Bonita.

– Fíjese los cambios de colores del mar: son las corrientes. ¿Ve?

– Veo.

El veterano se puso de pie, señaló un poco más allá de la rompiente.

– ¿Y si se hubiera ahogado más cerca y golpeado en las rocas, por ejemplo?…

– No hubiese tardado más de treinta horas en aparecer ni se lo hubieran comido los peces.

– Ah.

Etchenike observó el esquema y luego paseó la mirada por la costa, trató de ubicar el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Sergio.

– Quiere decir que para aparecer donde apareció, no entró al mar acá.

Mojarrita asintió.

– Para ser devuelto por el mar donde lo dejó, después de un día y medio de ahogado, tiene que haber entrado al agua o por lo menos debe haberse ahogado mucho más lejos y hacia el sur… No de este lado.

– Frente al pueblo, en el centro.

– Más lejos.

Contra el cielo se recortaba el perfil oscuro del Hotel Atlantic y frente a él pero más lejos, apoyado en las rocas más negras del mar, el barco encallado.

Gómez se puso de pie, borroneó lo que había dibujado, se cerró la bata y sin mirar a Etchenike comenzó a rehacer el camino.

– Hace veinte años atrás -dijo señalando hacia el sur- lo hacíamos nadando, íbamos hasta las rocas, trepábamos al barco, nos zambullíamos mar adentro y después nos dejábamos traer por la corriente. Salíamos por acá.

– Entiendo.

Ahora caminaban juntos. Los pies de Mojarrita se mojaban, los de Etchenike no.

– Como ve, la versión de Beba es falsa.

– Sí.

– Y hay más detalles, si quiere: la ropa, las cosas de Algañaraz que la marea no toca ni ensucia en treinta y pico de horas… Alguien las puso ahí después de aparecido el cadáver o cuando ya estaba muerto en el mar.

Etchenike entendía todo menos adónde quería llegar el nadador.

– Y hay una más -dijo él ahora, como quien cierra un juicio, un ataúd-: el padre de Sergio dijo que el pibe no sabía nadar.

Mojarrita levantó las cejas.

– Es todo muy burdo. Demasiado -afirmó.

– Usted piensa que nadie puede inventar algo tan débil… Pero que alguien debe haberla convencido de que lo haga para perjudicarla -dijo Etchenike adelantándose, mirándolo de frente.

– Eso es, Julio. A Beba le hicieron la cama.

El veterano pensó que le habían hecho la cama, la habían acostado y se la habían cogido bien cogida. Pero eso no era una novedad. Y no lo dijo.

– ¿Me trajo para esto? Está muy bien. Pero ella está enterrada en este asunto y creo que no se merece tanto esfuerzo suyo… Salir del agua… ¿Qué dice el reglamento en estos casos, Gómez?

Mojarrita sonrió tristemente:

– Con ella no hay reglas. Vale todo.

– Ya veo.

El nadador aceleró el paso.

– Apurémonos. No vaya a ser que algún alcahuete aparezca por el club a esta hora y me denuncie y tenga que abandonar. Dejé todo encendido…

Y al ver la silueta de Mojarrita con tanto cielo arriba, con semejante desolación alrededor, tan ridículo y extranjero fuera del agua, Etchenike no quiso caer en la inevitable imagen chapliniana.

No soportaba más golpes bajos sentimentales. Lo tenían hasta acá.

42. Hombre al agua

Cuando faltaban pocas cuadras para llegar, el nadador comenzó a hacer fuertes inspiraciones y pequeños trotes. Se preparaba para volver a la competencia.

– ¿La va a ayudar? -preguntó entre resoplidos.

– Lo voy a ayudar.

– No me entendió.

– Sí.

– Pero ahora sabe más.

– Claro. Quédese tranquilo, Gómez.

Mojarrita no se tranquilizó pero corrió un poco más rápido, se le adelantó. Estaban cerca.

Etchenike miró el reloj. Según su William Irish de cabecera, el plazo expiraba al amanecer. Según esta aventura desventurada, el plazo o lo que fuera expiraba o se abría a las ocho, con la amenazante llegada de la ley. Tenía poco más de una hora.

Trotó y se apareó a Mojarrita.

– Hay dos cosas, Gómez: va a ser fácil probar que Beba mintió, pero mucho más difícil demostrar que alguien le vendió esa versión, que la inventó para cubrir a otro o a otros. Sobre todo si ella no está presente para argumentar… ¿Usted no sabe dónde está? Éste es un lugar chico…

– Demasiado. Nadie puede esconderse solo en un lugar así.