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– Eso: ¿con quién está?

Mojarrita no contestó a eso ni contestaría.

– ¿Se fue con Brunetti a Mar del Plata?

El puñetazo de Gómez pasó cerca de la oreja derecha de Etchenike, que apartó la cabeza un instante antes. Ninguno dijo nada más. Ninguno dejó de trotar hasta que llegaron a la puerta de El Trinquete.

El Negro Sayago estaba sentado en el umbral de la cantina, cansado como un perro junto a la puerta cerrada del club. Tenía el bolso rojinegro a su lado y comía galletitas dulces, infantiles, de un paquetito.

– Así no se cumplen los reglamentos -dijo al verlos llegar-. Después nos quejamos cuando no nos homologan los récords.

Mojarrita no contestó, malhumorado, y recibió con un resoplido la caja de burlones alfajores que el Negro le arrojó a las manos.

– Volviste rápido -dijo Etchenike y le hizo un gesto casi imperceptible de que no hablara, de que cualquier información vendría después-. ¿Todo bien?

– Sí, pero sin comer. Llego y en este pueblo de mierda no han abierto la panadería…

– Ya vas a saber por qué. Vení, nuestro amigo retoma el intento.

Mojarrita había sacado la traba al portón y se dirigía resueltamente a la pileta. En la luz despiadada de la mañana, todo parecía peor. Las lamparitas continuaban patéticamente encendidas.

– Sayago, por favor -dijo pasándole la salida a cuadros-. Fróteme con el ungüento. Y usted, Julio, actualíceme las planillas y el cuentahoras.

– ¿En serio va a seguir?-Sayago lo cargaba mientras desparramaba a manos llenas el extracto de petróleo por la espaldita, los brazos…-. Ya perdió.

– Termínela, viejo.

Mojarrita zafó del amistoso manoseo del Negro y se tiró otra vez a la pileta con gracia y sin salpicar.

– Las luces, Julio -dijo al emerger.

– Allá arriba andaba un tipo con los cables haciendo arreglos, hace un rato -dijo Sayago.

Etchenike estaba con la mano en el interruptor y levantó la mirada. Más allá de la hilera de foquitos, en el techo, alguien se movió, agazapado junto al cable que pendía sobre el agua.

– ¡Salí de ahí, Mojarra! -gritó mientras apagaba las luces.

– ¿Qué? -dijo el nadador sin entender. Pero Sayago había comprendido en un relámpago lo que pasaba. Inclinándose, manoteó el brazo de Mojarrita que se deslizó engrasado entre sus dedos, pero consiguió dar un tirón y levantarlo en vilo del agua, sacarlo violentamente luego de golpear con las piernas contra el borde.

En ese momento hubo un chasquido en el extremo de la fila de luces, en el techo, y el cable suspendido sobre la pileta cayó. Se produjo una humareda gris y las lamparitas estallaron sordamente en contacto con el agua fría.

– ¡Cuidado con el agua! -gritó Etchenike y salió corriendo con la cuarenta y cinco en la mano.

El Negro no atinaba a soltar a Mojarrita, y había quedado sentado, aturdido tras el humo gris y con el nadador desmayado o algo más a su lado, ya sin fuerzas ni récord a la vista.

– ¡Parate, hijo de puta! -gritaba Etchenike mientras corría hacia la puerta del club.

Desde el suelo, Sayago lo vio llegar a la vereda, volverse hacia la izquierda y gritar otra vez sin resultado. Entonces se agachó, estiró el arma hacia adelante con las dos manos, apuntó unos segundos y disparó una sola vez. Luego se incorporó lentamente y quedó observando.

– ¿Le diste? -gritó el Negro.

– Ya está -dijo el veterano sin volverse y caminó a buscar la presa.

Sayago lo perdió de vista.

Gómez reaccionaba. Mientras se escuchaban los primeros ruidos de ventanas, de postigos abiertos, de preguntas por esos mismos ruidos, el nadador recuperaba el color, el habla, la circulación bajo la presión de la manaza del Negro que le seguía reteniendo el brazo.

– Parecés el náufrago de un petrolero.

– ¿Quién era? -y el dedo engrasado señaló tembloroso hacia el techo ahora vacío.

– No sé. Creo que el viejo se la dio.

– ¿Lo mató?

– No. Ahí lo trae.

Lloroso, arrastrando una pierna sangrante y con la cabeza abatida sobre el pecho, el Baba era arreado a patadas y empujones por Etchenike.

– No te tirés al suelo porque te remato, hijo de puta… -le decía hurgándole con la pistola en los riñones-. Caminá.

Llegaron ante la pileta.

– Negro, al trampolín.

– Sí, señor.

Sayago se levantó diligente, tomó al Baba del pelo y de los fondillos de los pantalones y lo llevó casi en el aire.

– ¡Al agua no! -gritó el rubio.

– ¡Al agua, sí!

A empellones, lo puso de panza sobre la tabla y le apoyó el pie en el culo, como un Tarzán triunfante. Hamacó el pie, apretó.

– ¡No! -se desesperó el Baba.

– ¿Quién te mandó?

– Déjenme.

– ¿Quién te mandó? Mirá que te tiramos… Te vas a hervir ahí, hijo de puta.

– ¡No!

– ¿Quién? -Sayago lo pateó, lo hizo agarrarse del tablón.

– El Tano… Brunetti.

– ¿Y dónde está? -preguntó Etchenike desde lejos.

– En Mar del Plata.

– No es cierto.

– Sí.

Etchenike le apuntó a la cabeza desde el otro lado de la pileta.

– No es cierto -dijo bajito. Y disparó.

El balazo hizo saltar una astilla del borde del trampolín. La cabeza del Baba se agitó a un lado y a otro.

– ¡En el Flamingo! ¡Está en el Flamingo con la Beba! -dijo.

– ¿Y eso dónde queda? -el veterano amartillaba otra vez la cuarenta y cinco.

– Suelte esa arma. Está detenido.

El subcomisario Friedrich le apuntaba serenamente a sus espaldas. Willy Hutton estaba junto a él pero no precisamente sereno:

– ¡Asesino! -lo increpó-. ¿Qué iba a hacer?

– Hacía confesar a una rata…

Etchenike arrojó el arma lejos, como para no tentarse. Hutton corrió hacia el trampolín.

– ¿Qué le han hecho al Baba? ¡Suéltelo!

– ¡Deje a ese hombre! -gritó Friedrich.

Sayago sacó el pie y bajó los escalones con cuidado, retrocediendo sin dar la espalda.

– No se equivoque, Friedrich -dijo Etchenike-. Quiso matar al Mojarrita. Desprendió el cable sobre el agua: fíjese.

– ¡Tráigalo, Willy! Que no se escape -dijo el policía sin prestarle atención.

El Baba se aferraba al tablón, lloriqueaba, bajaba temblando.

– ¿Y dónde está Gómez? -dijo Friedrich.

Etchenike lo buscó con la mirada.

– Estaba ahí -se dio vuelta hacia la salida-. Puede ser que se haya…

Hubo un grito e inmediatamente el ruido de un cuerpo al agua. La pileta se conmovió por unos segundos. El Baba emergió un momento, abrió los ojos, sacó la lengua en un grito sordo y quedó quieto boca arriba. Muerto.

Se hizo un silencio espeso. Todas las miradas convergieron en Hutton.

– Quiso escapar, resbaló… -dijo Willy aún en el borde, a la defensiva.

– Lo empujó -dijo Sayago-. Lo dejó caer.

Etchenike dio un paso hacia éclass="underline"

– Hijo de puta.

– Quieto -amenazó Friedrich-. No se mueva.

– Lo mataste… -y el veterano siguió avanzando.

El golpe justo del policía, exacto en la base del cráneo con el perfil del caño de la pistola, lo derrumbó hacia adelante, lo desmayó antes de que tocara el piso y quedase tirado como un trapo para secar tanta agua, un poco de sangre, suciedad acumulada.

33. The Flamingo affair

La claridad, el ruido que entró con la claridad y la mano que lo tocó segundos después lo despertaron junto con las palabras del entrevisto comisario Laguna:

– ¿Cómo está?

– Dolorido.

El policía fue a la ventana y corrió las cortinas. La luz llenó el cuarto. De pronto fue demasiado para Etchenike, que parpadeó.

– ¿Dónde estoy? -dijo.

– Retenido en una habitación del Atlantic.

– ¿Detenido?

– Retenido -Laguna sonrió, lo invitó a distenderse-. En un rato el juez lo va a llamar a declarar, como a todos. Le voy a traer un café y una aspirina.