Выбрать главу

Cuando quedó solo comprobó al tacto que tenía una gran inflamación en la nuca que casi le impedía volver la cabeza y que eran las nueve de la mañana. La habitación tenía olor a humedad y a arena seca a la sombra. El depósito de olores bien podía estar dentro de ese ropero desproporcionado con un espejo vertical en el que no quiso verse y ante el que pasó furtivo rumbo a la ventana. Desde allí vio las palmeras polvorientas, el cuadriculado blanco y negro de la galería.

Laguna regresó con una taza grande de café con leche con dos medias lunas y una aspirina en el platito.

– Coma.

Primero se tomó la aspirina, después mojó una medialuna.

– ¿Qué pasó con el Baba? -dijo.

El pulgar del policía señaló el piso.

– ¿Y Hutton?

Laguna chasqueó los dedos, lo hizo esfumarse en el aire, como un mago.

– ¿Friedrich lo dejó ir?

– Tenía que arreglar cuestiones del seguro en Mar del Plata, por el incendio del campo. Recién se fue.

– Al Baba lo mató él.

El gesto del policía dejó todas las posibilidades abiertas:

– Es lo que dice Sayago, pero Friedrich no vio eso.

– No vio nada, como yo.

– Y no hay más testigos.

– Mojarrita. Estaba ahí.

El comisario se echó a reír:

– No, ya no estaba. Eso lo sé muy bien. Me lo encontré en la vereda de El Trinquete. Yo iba medio dormido. Había escuchado el tiro y salí a la calle rumbeado por el movimiento de la gente, los gritos aislados. Ni siquiera me di cuenta de que me había madrugado por la puerta de atrás.

– Me hubiera quedado -dijo Etchenike con la boca llena.

– Si es por eso, se hubiera quedado en Buenos Aires, mejor -lo cortó el comisario-. O se hubiera quedado un tiempo más desmayado ahora… En fin… Ya está hecho.

Laguna encendió un cigarrillo. Etchenike no sabía adónde iba.

– ¿Se acuerda de lo que hablábamos anoche? Aquí pasan demasiadas cosas para tan poco tiempo y tan poco lugar -prosiguió el comisario-. “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda”, decían en la serie de la tele. Pero eso está bien para Nueva York, no para Playa Bonita. Veinte historias para una docena de personas es demasiado: uno se duerme en un sillón o lo desmayan de un culatazo y cuando vuelve a abrir los ojos hay un par de muertos más.

– ¿Un par?

– Por ahora -Laguna saboreó la morosidad del relato que se venía-. Cuando me lo crucé, Mojarrita iba corriendo hacia la playa: “¿Qué pasa? ¿Adónde vas?”, le digo. Ni me contestó. Era tan cómico verlo así, corriendo descalzo, semidesnudo y con el cuerpo todo embadurnado, que apenas me di cuenta de que llevaba un arma.

– La mía -dijo Etchenike que había dejado a un lado la taza y el platito vacíos.

– Bah… Tampoco es suya, precisamente -y le apuntó con el índice-. Digamos que era el arma que usted usaba y que él recogió del suelo cuando Friedrich lo desarmó.

– La pistola movediza -pensó el veterano en voz alta y calculó las sucesivas manos que la habían empuñado.

– Preferí dejarlo ir y seguir hasta el club. Y ahí fue donde me los encontré a Friedrich, Sayago, Willy, a usted en el piso y al Baba flotando. Cuando pregunté adónde podía haber ido el Mojarrita, Sayago dijo que sin duda había escuchado la confesión del Baba y había ido a buscar a Brunetti y la Beba al Flamingo. Entonces salí, pero nadie sabía dónde quedaba el Flamingo y me guié por los gritos y los disparos. Me crucé con gente que lo había visto pasar y lo quiso parar, pero él se dio vuelta, los enfrentó y tiró al aire… Todos se desparramaron y lo siguieron de lejos, por la vereda de enfrente.

– ¿Dónde queda el Flamingo?

– Acá nomás. Serán seis cuadras. Tiene entrada por la calle Uno y del otro lado da directamente al mar. Figura como night club pero todo el mundo sabe que es un mueble. Por unos mangos, se los deja laburar. Tienen el local adelante y un anexo con media docena de bungalows.

– ¿Y había mucha gente?

– Ya va a ver. Tengo la versión directa de la mucama, que acababa de llegar, a las siete.

Repentinamente, Laguna comenzó a teatralizar:

– Mojarrita armó un desparramo -dijo abriendo los brazos-. Pasó del local vacío a esa hora a las piezas, y se fue puerta por puerta… Debe haber sido una escena bárbara, con todas las parejas sorprendidas en la cama por un tipo con un revólver, enloquecido.

El narrador hizo una pausa y se acercó a Etchenike, le puso la mano en el hombro:

– Hasta que los encontró.

– Y los cagó a tiros.

– Sí… Pero Brunetti, con tanto escándalo, ya estaba sobre aviso y ni bien se abrió la puerta disparó primero. Hay un balazo clavado en el pasillo… Después, Mojarrita los barrió.

– Los mató.

– Cuando la mucama entró a la pieza -prosiguió Laguna- la Beba todavía estaba abrazada a la almohada que agarró con la idea de parar los tiros, me imagino. Tenía sangre por todos lados y parecía muerta.

– Parecía.

– La llevaron a Necochea para internarla de urgencia. Tiene dos balas adentro. No se sabe qué pasará.

– ¿Y Brunetti?

– Según la mucama, ella encontró abierta la puerta que daba a la playa, y al Tano Brunetti tirado en la arena, en pelotas, con dos tiros en la espalda y el revólver del Baba, el trabuco pesado, todavía en la mano. Se ve que tiró una vez y se le trabó y trató de escapar por la playa… Pero Mojarrita lo había seguido y le acertó.

– Bien, el Mojarra -exclamó Etchenike-. ¿Se escapó?

– No, intentó suicidarse y está preso.

– Qué boludo.

Laguna no pudo menos que sonreír pese a todo.

– Se quiso matar ahí nomás, en la playa, después de cagarlo al otro. Se afirmó el revólver en la cabeza y disparó. Pero se debe haber asustado porque apartó el revólver un poco y apenas se lastimó la cabeza y se arrancó un poco de pelo. Lo agarraron unos pescadores que se acercaron ante tanto quilombo. Ni se resistió: lloraba y gatillaba en falso, lloraba y gatillaba en falso. Se había quedado sin balas. Me lo entregaron a mí.

– ¿Está detenido?

– Retenido… detenido… hasta suspendido por la Confederación Sudamericana de Natación, me imagino. Él se quedó sin récord y usted sin laburo, Etchenique. En última instancia, el que va a mantener el título, el único beneficiado es el alemán Karl Burger, campeón mundial que ni siquiera es seguro que exista…

– No sólo él se beneficia, Laguna.

– Cierto. Pero no me va a negar que ahora el partido se simplificó.

– ¿Qué quiere decir?

– Que es como en esos clásicos de fútbol muy complicados, duros, con mucha pierna fuerte y mala intención de los jugadores, juego brusco y tribunas enardecidas. Hasta que no se van tres o cuatro de la cancha, entre lesionados y expulsados, no se ve nada claro… Ahora, acá, se despejó el panorama.

Etchenike no estaba tan convencido.

– Muy caro, el precio -se sentó en la cama en la que había vuelto a recostarse para escuchar el relato del policía-. Hay pibes que no tenían nada que ver con esta mierda: Sergio, Cacho y Rizzo, que casi la liga también. Con el Baba y Brunetti muertos hay algo de justicia pero va a ser difícil reconstruir lo que pasó.

– No, va a ser fácil. Usted quiere decir que no va a ser cierto…

– Veremos -dijo el veterano extrañamente fortalecido.

– ¿Qué quiere decir?

– En principio, quisiera verlo a Sayago.

– No puede.

Etchenike dio un paso hacia la puerta.

– ¿Está acá en el hotel? Déjeme salir, Laguna.

– No puede.

Cuando el veterano dio otro paso, el policía sacó su pistola y le apuntó desganadamente debajo de la cintura.

– Le dije que no.

Etchenike sonrió:

– Usted no va a tirar, comisario.