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Para hacer negocios es necesario tener capital.

A veces pienso que es la única diferencia.”

CHANDLER, El largo adiós

45. Duchas

El escaso pelo gris al viento, la barba sin afeitar y desprolija, los peludos agujeros de la nariz expuestos al aire impiadoso del mediodía, la cabeza de Etchenike reposaba sin demasiado reposo y con los ojos cerrados, reclinada en el asiento delantero del convertible, entregada al sol y a un sueño inquieto.

El autito se deslizaba brillante y rápido entre curvas que ni siquiera lo parecían, corría por la ruta costanera de acceso a Mar del Plata como por el riel de un Scalectrix. Sayago lo llevaba con el gozo fácil y el cuidado del que desliza una plancha sobre una bandera de colores queridos.

En la bajada del faro, antes de la curva a la izquierda que descubría la amplia bahía de Punta Mogotes, la inercia zarandeó un poco más al veterano y lo despabiló:

– ¿Dónde estamos?

– Llegando -dijo el Negro.

– Estoy todo torcido -se quejó Etchenike. Tenía las piernas encogidas y había sumado una nueva contractura a los hombros y al cuello.

– Extrañás el Plymouth… -se burló Sayago.

– No. Pero el armatoste tiene otro andar. Vos sabés lo que estás pisando cuando apretás el acelerador.

Se reacomodó, trató de ubicar el cuerpo más erguido y extendió los brazos sobre el borde de la ventanilla y por encima de los hombros del Negro.

– Además -golpeó sus rodillas más cerca del esternón que del tablero-, en el Plymouth vas sentado, estás naturalmente sentado, como en una mesa de bar o en el cine… Acá, no: entrás calzado, puesto en el lugar para manejar o viajar con una sola posición posible…

Sayago lo miró sin hacer ningún comentario. Etchenike se calló. Sonrieron.

– Sí -dijo después de un rato-. Extraño todo. Hasta la oficina. Hace una semana que salí. Parece mucho más.

– Es cierto.

El tránsito se adensó al llegar al puerto y al subir por Juan B. Justo quedaron unos minutos trabados entre dos micros. El calor arreciaba. Un jeep con cuatro jóvenes de shorts, remera y tablas de surf quedó un rato atravesado frente a ellos en una bocacalle. Los muchachos los miraron largamente. Dos de ellos hacían comentarios y reían. Sayago se secaba el sudor con fastidio.

– No es auto para pasar inadvertidos -dijo.

– Parece que no.

Zafaron del embotellamiento y Sayago pudo volver a acelerar rumbo al centro.

– No es sólo el auto, Negro, somos nosotros. Un chorizo y una morcilla en una fuente de acrílico.

– ¿Qué es el acrílico?

– No te digo… -y sonrió, teatralmente desalentado-. Llegaste tarde al acrílico, al descapotable rojo…

– Así vamos a llegar tarde a todas partes.

– No son tantas.

– ¿Cuánto nos vamos a quedar en Mar del Plata?

– Unas horas: hacemos lo que hay que hacer y listo.

– ¿Qué hay que hacer?

Etchenike lo miró diciéndole que él ya sabía qué había que hacer:

– Ajustar cuentas con Silguero, cobrarle el laburo a Romero, hacer averiguaciones para la huérfana paralítica y cobrar un vale que tengo por dos revólveres perdidos… Ah: localizar al chileno.

– ¿Y a quién hay que pegarle?

– A varios.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por bañarnos.

Sayago puso tercera y en la esquina siguiente dobló hacia el norte con buen sonido de gomas sobre el asfalto caliente:

– Vamos al gimnasio del Club Peñarol -dijo-. Vas a conocer a Raúl Ludueña y a aprender a compartir la toalla con boxeadores… Maricón.

Izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, uno-dos, pausa, cintura para dejar pasar la bolsa, izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, izquierda, cintura… Y la bolsa iba y venía como un péndulo.

Con una camisa fresca y oscura, pantalón claro y una campera liviana al hombro, las axilas y los pies entalcados como un cafishio y una exhaustiva afeitada, un Etchenike impecable miraba transpirar al Negro Sayago haciendo bolsa con pantalón largo, zapatos, musculosa, guantes prestados y veteranía propia.

Se apartó sin que el ex olímpico lo advirtiera y atravesó el gimnasio entre los rítmicos saltarines a la cuerda, un ceñudo castigador del punching y dos minimoscas forrados en cuero acolchado que hacían sonar los golpes como parches, a los guantazos en medio de un ring que parecía una cancha de fútbol para ellos.

El olor a resina y a aceite verde lo acompañó más allá de la puerta de vidrios opacos cuando entró en el bar contiguo del Club Peñarol.

Raúl Ludueña tomaba una cerveza en la barra y lo convidó con un gesto.

– ¿Y el Negro?

– Me voy solo. Está muy entusiasmado.

– Ése fue un campeón.

Etchenike asintió y levantó la copa.

– Soy otro. Me siento otro -dijo satisfecho, bañado, dispuesto a todo.

– ¿Eso es bueno?

Las arrugas y las pequeñas heridas cubrían la cara de Ludueña como una fina red. “La máscara del Hombre Araña”, pensó el veterano. Los ojos asomaban por dos ranuras altas, negros y vivísimos, ladinos como la sonrisa con dos o tres dientes menos. Sobre la frente le caía ese mechón de pelo duro y ya gris que usan los boxeadores para repartir gotitas de agua al recibir un cross exacto como los de Roberto Arlt.

Pero ahora el que había pegado con un jab de contención era él.

– Es necesario, a veces, ser otro -respondió Etchenike-. Cambiarse la ropa, la peinada, el domicilio, el nombre, la nariz…

El boxeador apoyó el índice sobre su propia nariz y la hundió.

– Un precio alto, el de ustedes… No es fácil poner la cara -dijo Etchenike.

– Otros ponen el culo… ¿Usted por dónde prefiere sangrar?

El veterano mostró su ceja rota como quien exhibe un diploma, una garantía quién sabe de qué. Pensó en los que ponían el cuerpo, todo el cuerpo, y sangraban.

– ¿Qué sabe de su hermano, Raúl?

El boxeador suspiró. No estaba seguro de lo que iba a decir ni de cómo decirlo:

– Hablé con Sayago el otro día. Es todo muy raro. Por un lado, estoy prácticamente convencido de que él no murió en el ‘55. No estuve en el reconocimiento del cadáver pero después tuve noticias de amigos que me aseguraron que se había escapado.

– La historia del penal de Ushuaia…

– Sí. Habría estado también en la Resistencia por esos años. Pero nunca tuve un contacto directo con él para confirmarlo, ni una carta ni una llamada.

– No hay mucho de qué agarrarse para creer, entonces.

Ludueña asintió pero dejó abierta otra posibilidad, pidió atención:

– Esta semana me llamaron por teléfono acá, al gimnasio. Y era él. Preguntó por mí y me dice: “Raúl, no te asustes: soy Juano, tu hermano”.Y me dijo “Juano”, que es el sobrenombre de pibe, de casa. “Estoy acá, en Mar del Plata. Volví porque hay algunas cosas que tengo que arreglar”. No me dijo qué cosas. No me dijo nada más. No quiso que nos encontráramos. Me avisó que iba a volver a llamar y llamó ayer. “Todo va bien, Raúclass="underline" ya te vas a enterar de mí, por los diarios. Pero no me busques que es peor. Termino de hacer dos cositas y nos vemos”. Eso fue todo.

– ¿Y era él? ¿La voz era la de él?

– Seguro.

– Son veinticinco años, no unos meses… La gente cambia, la voz cambia.

– Seguro -dijo Ludueña, seguro.

– ¿Y no le da miedo que haya aparecido así?

– No.

– Porque a María Eva, sí.

Ludueña sonrió:

– María Eva… Los ricos son diferentes.

– Eso decía Scott Fitzgerald.

– ¿Y ése con quién peleó? ¿Es de la época de Marciano?

Etchenike no supo si lo estaba cargando:

– Anterior -dijo-. Duró poco.

Terminó la cerveza y se apartó de la barra.

– Gracias por los datos. Dígale al Negro que me espere.