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– ¿La va a ver?

– ¿A quién?

– A Evita.

Etchenike pensó en esa mujer lisiada que se llamaba María Eva Ludueña y le costó asociar todas las imágenes:

– ¿Cuánto hace que no la ve?

– Desde que era así.

Y “así” era muy poco, apenas unos centímetros sobre el mostrador.

– Sí, casi seguro que la voy a ver -hizo una pausa-. Pero es otra.

Raúl Ludueña tiró un gancho lento y anunciado, amistoso.

– ¿Eso es bueno?

– Es malo. Creo que es malo -dijo Etchenike trabando, mirando el reloj.

Era un edificio de cemento y vidrio de diez pisos que ocupaba veinte metros de Almirante Brown, a media cuadra de Plaza Colón. En la planta baja, tras las vidrieras hasta el piso, operarias vestidas de amarillo, marrón y naranja -“colores de alfajor”, pensó Etchenike- mostraban el proceso que convertía el cacao, la leche, el azúcar y todo lo demás en los inimitables productos Los Lobos. El desarrollo era tan exhaustivo, evidente y limpio que sólo faltaban una vaca, una gallina en su corral, y un cañaveral en el fondo del jardín circundante. Esa puesta en escena de la elaboración de los alfajores Los Lobos era una verdadera atracción turística. El público desfilaba frente a las vidrieras y confluía luego en la ventanilla del local de ventas.

Hacia ese lugar fue Etchenike. Compró uno de chocolate con coco y aprovechó para preguntar todo lo que quería saber: eran siete empresas en otros tantos pisos y los últimos tres reservados para el imperio de Los Lobos.

En el hall de entrada, tres grandotes ociosos pero vigilantes hablaban de fútbol, reían entre ellos.

Tiró el alfajor apenas mordido en un cenicero de madera y vidrio y se encaminó al ascensor. Un ropero de seguridad le salió al cruce:

– ¿Adónde va?

– A ver a Silguero, a Romar -aseguró.

Lo dejaron pasar.

Pero no fue a Romar. Se bajó en el séptimo y se presentó en las oficinas de Rovial S.A.

– El señor Forlán, por favor.

La secretaria no conocía a ningún Forlán en la empresa. Preguntó por Coria, entonces. Tampoco. Agradeció y bajó un piso por la escalera.

En Rotour S.A. tampoco trabajaban ni Forlán ni Coria; en el quinto piso, las oficinas de Rofin S.A. no los contaban entre sus empleados, pero la cortés recepcionista de Romotor S.A. dijo que sí, que al señor Coria no lo ubicaba pero que el señor Forlán estaba de vacaciones desde la semana pasada y que se reintegraba probablemente el lunes.

Agradeció, no dejó nombre ni pelo ni marca y bajó un piso más, por ascensor, hasta Romar S.A. Preguntó por el señor Silguero.

– ¿Quién lo busca?

– Et-che-ni-ke -deletreó.

La joven recepcionista parecía diseñada por el mismo optimista dibujante que había inventado las líneas escalonadas y los parques y veredones del Complejo que él sabía desolado pero que aquí brillaba a cuatro colores en un panel de pared a pared.

– No lo va a poder atender -dijo la niña pulsando el intercomunicador luego de escuchar un momento-. Dice el señor Silguero que lo llame más tarde al número que usted tiene.

– Déme un sobre, por favor -dijo Etchenike.

La recepcionista le alcanzó uno y no llegó a ver qué ponía el visitante en su interior. Etchenike lo mojó con la lengua, lo cerró y se lo devolvió.

– Déle esto. Ahora.

Ella lo tomó y se dirigió hacia una puerta lateral.

– ¿Espera? -dijo volviéndose.

– Espero.

Un par de minutos después la puerta se abrió.

– Adelante -dijo la secretaria y se hizo a un lado.

Norberto Silguero estaba parado tras su escritorio con los diez dedos apoyados sobre la tapa de vidrio. Estaba sereno y sonreía. Sin embargo, Etchenike notó las yemas blancas de los dedos; la presión de todo el cuerpo en tensión; Silguero podía permanecer de pie, sentarse o saltar como una pantera sobre él en los próximos segundos.

Pero no hizo nada. Se quedó quieto. Apenas le ofreció una silla, con el mentón estirado.

– No lo esperaba -dijo con voz amable que se quebraba en las vocales.

– No esperaba venir -dijo Etchenike cerca de él, sin sentarse-. Hubo emergencias.

Y puso la mirada en el sobre abierto del que asomaban la cédula de Forlán que había recogido en el Volkswagen descapotable y la foto original de Coria en el Casino.

– ¿Tiene las fotos que sacó? -dijo Silguero.

– Esas me interesan -dijo Etchenike señalando el sobre-. Explíqueme.

– No hay nada que explicar. No se meta. Le pagué para conseguir ciertas informaciones sobre un individuo. Si en el curso de la investigación el sujeto revela otra identidad o adquiere una nueva, es parte del trabajo suyo. No tiene por qué…

– Dos errores, Silguero -lo paró Etchenike-. Uno, que Coria era Forlán desde el principio. Acabo de averiguar que trabaja acá arriba, en Romotor. Eso usted lo sabía. ¿Por qué me lo señaló como Coria? ¿Por qué inventó el asunto del empleado desleal, de las ocupaciones ilegales? Ahí hay algo más. El otro error es decir que me pagó. No. Acá paga Romero, el patrón. Y quiero hablar con él, no con un forro…

– Está loco. No puede…

Etchenike manoteó el sobre con la foto y la cédula y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– Déme eso -dijo Silguero extendiendo una mano hacia él mientras abría con la otra el cajón de su derecha-. Déme eso, va a ser mejor…

El veterano agarró la mano extendida y tiró hacia sí. El gerente de Romar golpeó contra el escritorio, y quedó allí echado boca bajo.

– ¿Qué tenés ahí? ¿Un revólver? -dijo Etchenike asomándose.

Una pequeña pistola del veintidós esperaba en el cajón abierto. Lo cerró de un golpe y sin soltar a Silguero le apoyó la punta del dorado abrecartas junto al nudo de la corbata carmesí.

– Ahora hablás con Romero y le decís que tenés que subir. Si me nombrás, te degüello. Silguero empezó a transpirar.

– ¿Qué quiere hacer?

– Quiero que me pague y me explique -empujó el abrecartas-. Hablá.

Los dedos húmedos del gerente de Romar picotearon el microteléfono.

Transpiraba más. Las gotas tocaban la punta filosa.

– Te vas a tener que ir a bañar… ¿Tenés dónde darte una ducha?

– Ha-hay un sauna…

Etchenike sonrió, movió el fino puñal.

– Si no, te recomendaba el gimnasio del Club Peñarol… Buen ambiente.

Alguien atendió el teléfono del otro lado.

– Habla Silguero -dijo Silguero-. Dí-dígale a Romero que subo.

46. Un lobo menos

Cuando salieron del ascensor, había tres personas que se disponían a bajar.

– Buenas tardes, Toledo -dijo Etchenike al último de ellos.

Usaba el mismo traje marrón, la misma peinada a la gomina, el mismo portafolios. Su rostro reflejó el mismo pánico que Etchenike conocía. Giró, salió disparado hacia una puerta a sus espaldas.

– Espere -intentó detenerlo Silguero.

El veterano apartó por un momento la mano con que rodeaba amorosamente la cintura del gerente de Romar y se adelantó, alcanzó a Toledo junto al portero eléctrico cuando se confesaba:

– Romero… Vino… Está aquí… -alcanzó a decir antes de que Etchenike lo desplazara, le pusiera el puñal en la nariz, como Polanski a Nicholson en Chinatowm.

Contra todas las expectativas, el mecanismo de la puerta emitió un zumbido. Etchenike tomó a Toledo de las solapas y lo empujó contra la puerta, que se abrió. En un instante estuvieron todos adentro.

El hombre que estaba en el otro extremo de la inmensa habitación, parado junto al cuarto tramo de una ventana que dejaba ver todo el Océano Atlántico y un probable esbozo de la costa africana en el horizonte, tuvo un gesto de extrañeza. Etchenike no pudo verle los ojos, que ocultaban anteojos negros de vidrios espejados. Tampoco expresó actitud alguna con el cuerpo o los brazos, que permanecieron rígidos dentro del traje blanco. Sólo el movimiento vacilante, casi imperceptible, del caño de la pistola que empuñaba, indicó que algo no era como él esperaba.