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– ¿Quién es? -dijo centrando el movimiento del arma.

Por un instante el veterano pensó que ese hombre era ciego.

– Etchenike, señor Romero. El hombre que… -dijo Silguero en un segundo plano, casi responsable de todo.

– Ah… Sí, sí-y ahora la distensión fue evidente-. Pensé que se trataba de otra persona… Usted, Toledo, me hizo pensar, con su actitud…

El hombre del Complejo intentó disculparse por la alarma pero la presión de esa punta afilada entre las costillas lo contradecía.

– No exactamente -alcanzó a decir.

– Por favor, señores, déjennos solos -pidió Romero.

Silguero y Toledo obedecieron.

Mientras el mismo Etchenike cerraba la puerta a sus espaldas, el Lobo Romero se dirigió hacia otra zona de la vasta habitación. Primero pasó junto a un equipo de música que ocupaba un ángulo completo y luego por delante de un escritorio limpio de papeles sobre el que sólo había una máquina de escribir eléctrica y el teléfono. Bajo el grueso vidrio, una lámina gigantesca reproducía la tapa de una caja de Alfajores Los Lobos. Detrás del escritorio, la biblioteca empotrada en el muro blanco contenía algunos volúmenes de obras completas de clásicos sostenidas a ambos lados por lobos marinos dorados en posición Mar del Plata, clásica también.

Romero se detuvo finalmente en el rincón más lejano y desde allí invitó a Etchenike a sentarse en alguno de los tres sillones negros con detalles dorados que rodeaban una mesa ratona. Había botellas en un gabinete lateral.

– Venga, Etchenike, póngase cómodo.

El veterano se acercó y se midieron. Romero era corpulento, pero Etchenike, más flaco, superaba con mayor holgura el metro ochenta y cinco.

Romero depositó como un regalo la pistola -una igual a la de Silguero- sobre la mesita y Etchenike dejó al lado, cuidadosamente, el abrecartas.

– Ahora sí: buenas tardes -dijo el Lobo extendiendo la mano.

– Buenas tardes.

Y no hubo mano de Etchenike.

Tampoco aceptó el cigarrillo. Se sentó y dijo:

– Forlán está muerto.

Romero no dio tampoco ahora ninguna señal de alarma. Apenas si pitó un poco más fuerte del Chester y tiró el humo un poco más lejos. Sin embargó cuando con gesto estudiado pero histérico se sacó los anteojos, Etchenike le descubrió unos ojos irremediablemente húmedos y huidizos. Los mocasines grises con medias Dior, la camisa estampada abierta sobre el pecho velludo y que dejaba ver el pesado medallón, la piel tostada y el peinado duro y cosmético que le azulaba las canas, todo evocaba un aire de falsa modernidad decadente, todo lo hacía envejecer sin dignidad, como a esos afeminados empresarios californianos de serie televisiva.

– ¿Cómo fue? -dijo sirviendo whisky sin invitar.

– Ayer, en un camino vecinal a la salida de Playa Bonita, alguien lo baleó por la espalda junto al auto -Etchenike tiró la cédula sobre la mesa-. La traje como prueba de que estuve allí.

– ¿Cómo sé que es cierto?

– Llame a la policía de Necochea o compre el diario de mañana. Le conviene apurarse, ponerse a cubierto o ellos lo llamarán antes.

Romero evaluó o pareció evaluar ese consejo. Estuvo a punto de tomar el teléfono pero se contuvo.

– ¿Trajo las fotos de Forlán? -dijo en tono que quiso ser casual.

– No las tengo. Alguien me asaltó en el hotel y se llevó la cámara y el rollo… Golpearon a un muchacho que nada tenía que ver. Creo que son los mismos que mataron a Forlán.

– ¿Por qué dice eso?

– Es muy claro, Romero. Por eso estoy hablando acá con usted y no con el forro de Silguero.

Romero asintió, casi sonrió ante la calificación de su gerente de Romar.

– Siga.

– Aunque tardé en darme cuenta, todo este trabajo de vigilancia en el Complejo no fue más que una pantalla para cubrir un episodio, apenas uno más, una batalla, de la guerra entre usted y los Hutton por el Atlantic.

– Siga.

– Y creo que es muy burdo el intento: fotografiar a la renga en la cama para después extorsionar, supongo, a Willy, a la misma renga o a la vieja Julia, si es preciso, para que aflojen en la concesión del hotel.

– Muy burdo, es cierto. No sé a quién se le puede haber ocurrido algo así.

– No sé a quién -dijo Etchenike sin un dejo de ironía-. No creo que al boludo de Toledo, que apenas sirve, y mal, para intentar negociar en “ La Julia ” y convertirse en sospechoso por estupidez.

El Lobo lo interrumpió con una carcajada breve:

– Es muy bueno, eso… ¿Sabe que Willy sospecha de Toledo por el incendio?

– ¿Se lo dijo?

– Llamó hoy: dijo que puede probar que fue un atentado… Willy está muerto, definitivamente muerto. Se cae solo. No necesito apretarlo más.

Etchenike tuvo un repentino ataque de asco:

– Volvamos a nuestro sucio asunto, mejor: decía que pudo haber sido idea del mismo Silguero, que conocía la relación de Forlán con María Eva y se le ocurrió, cínicamente, hacer un servicio bien pagado a la empresa. Pero se me ocurre que no le da el ingenio para tanto, aunque quizá la obsecuencia haga maravillas e inspire a las personas.

– Yo lo llamaría lealtad. No hay empresa exitosa sin lealtad.

– No hay extorsión exitosa sin lealtad, diríamos en este caso.

– Diríamos.

El Lobo concedía con benevolencia, daba hilo, dejaba que el viento se llevara la cuestión bien lejos. Ya recogería, empezaría a tirar.

– Puede haber sido idea del mismo Forlán: se levantó a la renga y les ofreció el negocio a los patrones. Pero salió mal. A él, por lo menos: lo mataron y las fotos de la encamada las tienen ellos. Todo al pedo.

– ¿Las tiene Willy?

– Tal vez.

– Si quiere cobrar, recupérelas. Se ve que usted va y viene con soltura.

– No es tan simple. Usted no está en una posición como para plantear ningún tipo de condiciones.

Etchenike se puso de pie, las manos en la cintura:

– Tiene mucho que perder, Romero. Y lo sabe. Se hace el boludo pero acá ha habido varios muertos; yo he estado involucrado y si me aprietan voy a hablar: todo. Nunca he participado de una empresa exitosa, por eso no soy leal. Por lo menos con los empresarios…

– No amenace -el Lobo señaló la pistola, el teléfono y dijo con suavidad-: podría no salir vivo de acá.

– Eso no es cierto. Acá adentro no puede disparar. Si me lastima queda pegado con un quilombo tan grande que olvídese de sus aspiraciones de copar el Hotel Atlantic. Por algo trató de mantenerse al margen.

– Estoy al margen. Y no tengo enemigos. Ni me los voy a inventar.

Romero se puso de pie él también con una resolución inédita. Era como si finalmente se diera cuenta de algo evidente que no había sabido valorar y estaba ahí, tan claro.

– Simplifiquemos -dijo yendo hacia el escritorio, abriendo un cajón-. Necesito su ayuda, Etchenike, y lo reconozco. Voy a pagar esa ayuda, ese silencio eventual. Voy a pagar bien por esas fotos que usted, estoy seguro, me va a traer esta noche a casa, sin alharaca ni escándalos. Y voy a pagar bien por cerrar el desgraciado caso Forlán sin complicaciones. Usted se calla y cobra.

Sacó un fajo de billetes verdes y separó cinco mil dólares que puso frente a Etchenike.

El veterano los tomó sin un gesto, los guardó en el bolsillo trasero.

– Yo cobro y me callo -dijo-. Por ahora.

– Estoy más tranquilo.

– No tanto: sigue teniendo miedo.

– Willy está liquidado.

– No es por Willy… ¿Qué creyó ver hoy, cuando yo llegué?

Romero parpadeó, una ola de turbación le arrebató la sobria arrogancia que había podido armar a fuerza de palabras y una pila de papelitos con el rostro de Benjamin Franklin.

– Un fantasma -dijo-. Un fantasma del pasado.