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La otra cama estaba intacta. Sobre ella, el bolso que le había entregado el hotelero. El cafetero no había llegado todavía.

En la única silla estaba su propia ropa dispersa, tal como la había dejado antes de caer sobre la descolorida cretona floreada.

El baño era un cuartito húmedo con un inodoro sin tapa, lavatorio de una sola canilla y una ducha que escupió irregular, tibia, cuando se bañaba, y que goteó impasible, salpicándole los tobillos mientras se afeitaba y comprobaba que el espejo le permitía mirarse cómodamente el esternón.

Se quedó largamente fumando, tirado desnudo en la cama, leyendo relatos de William Irish en la vieja Serie Naranja de Hachette que había manoteado del estante ya con la valija en la mano, antes de salir para Constitución:

– Llamá en dos o tres días -había recomendado Tony García.

– ¿Llevás la malla? -lo había jodido el Negro Sayago, al que la larga convalecencia de un puntazo apenas impreciso había terminado depositando, aparentemente para siempre, en la oficina de Avenida de Mayo.

– Las patas de rana también -confirmó.

Ahora terminaba “Si muriera antes de despertar” mientras el calor comenzaba a amainar a su alrededor y comprobaba que leía, una vez más, para poner la cabeza en otra parte. Siempre en otra. Debía terminar con eso.

Se estiró perezosamente y arrastró el bolso sobre la cama, a su lado. Era de cuero negro, casi lujoso, nada tenía que ver con ese cuarto, con ese hotel, con esa Playa Bonita o con él mismo.

El cierre se deslizó sin un solo ruidito como quien esquía sobre nieve negra. Envuelta en una franela amarilla había una cámara fotográfica, una Konica último modelo y llena de accesorios que él prolijamente desconocía. Brillaba nueva y seductora como un arma en la penumbra. La sacó. Luego hizo lo mismo con lo que supuso el flash y el trípode plegado con japonesa precisión y descubrió en el fondo del bolso un sobre cuadrado, abultado y blanco, sin membrete ni inscripción alguna.

Mientras lo abría recordó la mañana en que un atildado Norberto Silguero golpeó a la puerta de la oficina de la Avenida de Mayo sin saber que lo estaban esperando, casi lo llamaban. Con él llegaba la posibilidad de ganar los primeros mangos después de la triste historia del cantor de tangos y de algunas casi adolescentes muertas o desaparecidas. Era importante que entrara guita y se fueran los recuerdos. Cuando el expeditivo empresario marplatense sacó su tarjeta de gerente de Romar, pidió absoluta reserva y puso el generoso adelanto sobre la mesa, las miradas del Negro y de Tony se cruzaron buscando explicaciones para tanta ventura, los Reyes Magos fuera de temporada. En la intersección de esas miradas de alivio y extrañeza, sonó la voz de Etchenike: “Yo voy”.

Y ahí estaba. Recibiendo instrucciones a distancia.

La carta estaba escrita a máquina en prolijo doble espacio:

“Estimado Etchenike:

De acuerdo con lo convenido, le adjunto a la presente los datos y la fotografía de la persona que fuera motivo de mi solicitud de pesquisa. La instantánea es reciente y creo que no va a tener ningún inconveniente en identificarlo.

Notará, tal vez con sorpresa, que le hago llegar también una cámara fotográfica para que usted haga uso de ella. Debo explicarle el porqué. Mis abogados, gente de mi entera confianza desde hace largos años, me aconsejan ‘matar dos pájaros de un tiro’ y, al mismo tiempo de verificar la deshonestidad de este sujeto, reunir pruebas en su contra. Es por eso que me atrevo a pedirle que vaya un poco más allá de la tarea pensada inicialmente y que, con la debida cautela, consiga testimonios gráficos que sirvan para probar lo que nos interesa: la presencia de este intruso en el interior del complejo Romar.

Dejo en sus manos los medios para mejor cumplir con esta tarea, pero le adjunto, en un diagrama de la construcción, la ubicación del departamento al que probablemente intente acceder el sujeto. Le será muy útil para que Ud. pueda hacer con tiempo los aprestos necesarios.

De más está decir que este trabajo extra tendrá su debida recompensa monetaria. Al respecto, le ruego que confíe en que quedará ampliamente satisfecho en sus expectativas, ya que ésta es una cuestión muy importante para mí, y su colaboración, invalorable.

Lo saluda con reiterada estima

Silguero”

La caligráfica firma al pie era la misma que había refrendado el contrato una semana atrás, en la oficina de la Avenida de Mayo. Etchenike resopló con disgusto, dejó a un lado la carta y se volvió hacia la fotografía.

Un rubio alto, sonriente, atlético, con el pelo corto y echado hacia atrás, estaba parado en la puerta del Casino. Con la mano derecha sostenía la pared de piedra como Harpo Marx en Una noche en Casablanca. Pero el rubio no se parecía ni a Harpo ni a Groucho. Más bien era el habitual galán bobo de esas películas de los Marx. Llevaba saco a cuadros, remera oscura, pantalones claros y treinta años; veinte de ellos, netos, pasados bajo el sol de Playa Grande. Una pareja que caminaba junto a él, de espaldas, permitía calcular uno ochenta y cinco largos de estatura. Los anteojos oscuros no impedían que uno apostara por ojos claros y ganara doble contra sencillo.

Plegado en cuatro, abultando excesivamente en el sobre, el plano del Complejo Romar indicaba claramente al probable objetivo de Etchenike. Un departamento de planta baja, cuatro ambientes con patio y doble entrada, estaba circundado por un trazo fuerte de marcador amarillo. Calculó que no sería difícil llegar hasta allí, pero la sola idea le desagradó.

Dejó todos los papeles a un lado, retomó la Konica y trató de mirar por algún visor, oprimir botón o palanquita. Comprobó que ni siquiera sabía manejar, cargar o descargar una máquina fotográfica y que no tenía ganas de aprender. Tampoco tenía ganas de otra cosa, en realidad. Ni siquiera de quedarse allí tirado.

Se vistió mirando por la ventana. Antes de salir se puso la cámara y los papeles en el bolsillo y guardó su valija y el bolso en un sector del ropero, bajo llave.

Eran las tres cuando bajó. El patrón -Salvador Fumetto y Cía., se enteró por el membrete- le tomó los datos en un libro gordo de tapas duras, le devolvió el documento y dijo “gracias señor Etchenike o Etchenaik” con una sonrisa que no tuvo respuesta. El veterano dobló en cuatro el recibo por los tres días y quiso saber dónde quedaba la calle Cinco.

El gordo cerró el libro y dibujó el aire con sus brazos cortos, a lo marinero:

– Ésta es la Ocho, las pares corren así, las impares así, crecen para allá desde la avenida Hutton. Los números suben desde el mar. No se puede perder.

– Claro que no -dijo Etchenike convencido.

5. Exactamente

En la esquina de Cinco y Doce había un cartel inmenso al que el viento del mar respetaba todavía: Complejo Urbanización Romar, decía. Había un dibujo de dos grandes edificios de pisos escalonados, con optimistas jardines y veredones nutridos de gente. El esqueleto de cemento de uno de esos dibujos sobresalía detrás del cartel. Al aproximarse, vio el otro edificio totalmente terminado en el extremo opuesto de la manzana. Los carteles de A ESTRENAR pendían de numerosas ventanas. En otros pocos se veía ropa colgada, alguna persiana levantada entre muchas señales de vacío y espera de habitantes por ahora improbables. Tres o cuatro niños se perseguían a cascotazos entre las pilas de escombros que alguna vez serían jardín, y un hombre lavaba su auto. La manguera salía de una canilla salvaje, entre yuyos.

Evidentemente todavía faltaban los canteros, las flores, los veredones, la gente y ese aire de felicidad insoportable que tienen los proyectos horizontales a cuatro colores y en mil mensualidades.