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– Ludueña.

– ¿Qué sabe usted de eso? -y se le quebró la voz.

– Nada. Un hombre que estaba muerto vuelve después de veinticinco años no se sabe por qué pero deja mensajes, amenazas, promesas difusas…

– ¿Qué piensa?

– Demasiadas huellas para ser cierto. Si realmente quisiera hacer algo no se anunciaría: alguien quiere que algunos crean que Ludueña está de vuelta. Y todos le temen: Willy y usted.

Romero no estaba convencido de los argumentos de Etchenike.

– Ayer llamó acá -y señaló el teléfono-. También la semana anterior… Y hoy vino -concluyó-. Un tipo de barba y con gorra se hizo anunciar en planta baja, esperó. Cuando la gente de seguridad pidió instrucciones para saber qué hacer ya se había ido.

– ¿Lo hizo seguir?

– Imposible.

– Puede ser un impostor, alguien que quiere sacar dinero.

– Todos quieren sacar dinero acá.

– No crea, Romero. Conocí en “ La Julia ”, hace dos días, a alguien decidido a ponerlo: un inversionista chileno del rubro hotelería que…

El Lobo rió por segunda vez en la tarde:

– Willy está loco si espera salvarse con el chileno ése -concedió-. El hombre está tanteando el negocio del Atlantic… Lo que Hutton no sabe es que estuvo primero aquí, conmigo, hace cuatro días, y que precisamente…

Romero consultó su reloj, paseó la mirada por el ventanal que daba al mundo y sus alrededores:

– Hoy viene a casa -completó.

– Nos veremos, entonces -dijo Etchenike poniéndose de pie.

– No. A usted le doy más tiempo… Pero aparezca con las fotos, mejor para usted.

El Lobo sacó una tarjeta y garabateó un teléfono sobre la dirección impresa. Se la alcanzó.

– Resumiendo, Etchenike: el asunto Forlán está cerrado con eso que le di. Yo creo que usted sabe cómo conseguir las fotos que dice que le quitaron. Tráigalas. Espero hasta medianoche.

– Puede esperar sentado, charlando con el chileno.

– No cancheree.

– No me amenace.

Romero meneó la cabeza sonriendo, señaló la pistola sobre la mesa:

– No me conoce, Etchenike. No estaba cargada.

El veterano la tomó y le apuntó al pecho. Romero inmovilizó la sonrisa.

Etchenike fue desviando el arma, dio un medio giro con el brazo siempre extendido y disparó.

El lobo marino dorado que sostenía los libros en el extremo derecho de la biblioteca estalló en pedazos. Los libros se derramaron.

– No se preocupe, hijo de puta -dijo arrojando el arma sobre el sillón-. Mi abrecartas tampoco tenía filo.

Al salir se topó con toda la gente que salía del ascensor, se agolpaba ante la puerta, llenaba el palier convocada por el ruido.

– ¿Qué pasó? -dijo uno que llegaba.

– Reventó un lobo -dijo Etchenike.

47. Vales

No lo esperaba. Etchenike bajó del taxi y verificó la dirección. Era, efectivamente, allí: dos cuadras arriba del Golf Club, en la loma de Playa Grande, un antiguo chalet de tres plantas rodeado de césped ocupaba una esquina con las paredes de piedra, los troncos y las tejas cuidadosamente enmohecidas por los años. Pero el garaje no era ya garaje. Había una tienda de antigüedades en el lugar: El Naufragio. Cosas Viejas, decían las letras góticas caladas en el cartel de madera que se balanceaba apenas con la brisa húmeda de la tarde.

Un ancla en la puerta y una vidriera que compartían, en sabio y polvoriento desorden, los libros viejos, un uniforme militar en un maniquí con sombrero de copa, un arcón lleno de monedas y caracoles, llaves viejas de todos los tamaños, un pingüino apolillado, un traje de buzo completo matizado con armas antiguas y modernas de todos los calibres.

Etchenike entró y al sonido de la campanilla apareció una viejita que bien podría haber salido de una de las vitrinas y no de la trastienda.

– Vengo a retirar esto -dijo extendiendo el vale que le firmara Willy Hutton.

La viejita lo examinó unos momentos como si fuera un documento antiguo o una carta de navegación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.

– ¿Es amigo de Willy?

El gesto de Etchenike hacía suponer que sí pero que bien podría no serlo.

– ¿Los dejó en consignación?

– En cierto modo… Digamos que me las quitaron en consignación…

– Porque está vencida la fecha para retirar… A ver, espere un momento. La viejita se fue.

No volvió ella. Apareció un jugador de pato, uno de los primos.

– Está vencido -dijo haciendo un bollito con el vale. Lo tiró a los pies de Etchenike-. Ya no le sirve más.

– ¿Dónde están? -dijo el veterano, imperturbable.

– Siguen en venta. Ahora son nuestros, claro. Pero son baratos… Comparados con un Remington de la Guerra del Desierto…

Etchenike fue hasta la vitrina y los vio, los dos 38 en una caja, como si fueran revólveres de un duelo. Intentó abrir. Estaba cerrado. Forcejeó y el mueble se tambaleó hasta que cayó un portarretrato que estaba encima.

El vidrio que cubría la imagen de una señora de sombrero estalló en cien pedazos con mucho estruendo.

– ¡Señor! ¿No ve que está cerrado? ¿Qué hizo? -la viejita recogía los pedazos del portarretrato.

– Son míos -dijo Etchenike confuso, empecinado.

– Deje, tía… Yo me encargo de él.

Era el otro jugador de pato.

De pronto salieron los dos juntos desde atrás del mostrador y Etchenike comenzó a retroceder tácticamente hacia la puerta. En el momento en que se le abalanzaban pudo empujar el buzo sobre el primo que venía por derecha y manotear el picaporte. Salió dando un portazo. La campanilla quedó temblando. Él también.

– ¿Adónde va tan apurado?

Willy Hutton estaba allí. Acababa de estacionar el Mercedes y se lo veía muy bien teniendo en cuenta que venía de soportar un incendio en los talones y estaba, en lo económico, clínicamente muerto según sus enemigos.

Etchenike giró y mostró la vidriera de El Naufragio. Tras los cristales, los primos gruñían satisfechos como dos perros guardianes.

– Ya veo. Llegó tarde con el vale. No tendría que haberse demorado tanto, Etchenike… -el estanciero hizo una pausa-. Pero espere un momento. Suba al auto, mientras tanto. Necesito hablar con usted.

Etchenike subió. Willy Hutton entró a la tienda y volvió en pocos minutos.

Traía la caja bajo el brazo. Se puso al volante y la depositó junto a Etchenike.

– Ahí tiene.

El veterano los sacó y empuñó una en cada mano. No llegó a hablar.

– Tome el vale por los gatillos -dijo el estanciero alcanzándole un nuevo papel con una sonrisa-. Tiene hasta el… Hasta el lunes, mejor dicho. El domicilio de entrega es en Buenos Aires. Espero que esta vez llegue a tiempo.

Puso primera y salió.

– ¿Me va a llevar usted a Buenos Aires? -dijo Etchenike.

– No. Sólo quiero que charlemos dos o tres cosas. Estoy de mucho mejor ánimo que ayer, con todos esos inconvenientes… -se volvió hacia el veterano-. Estuvo muy duro conmigo: yo no maté al Baba. Pregúntele a Friedrich.

– A Friedrich no se puede preguntarle ni la hora: él le va a dar otra que el resto de la gente. Y no me interesa. Es como hablar con usted. Los dos me dan asco, pero tal vez él un poco más, porque no sé qué defiende. Los tipos como Willy Hutton son mucho más transparentes.

Willy siguió marchando con la vista fija en el camino. Le sonreía al atardecer, al veredón que separaba la marcha del Mercedes de las rocas golpeadas por el mar ahí abajo. Le sonreía tal vez al mismísimo horizonte lejano y gris, a las ofensas próximas que no lo tocaban.

– Le voy a decir algo: puedo dejarlo hablar y es una suerte para usted. Y puedo porque hay dos cosas que me colocan muy lejos de toda esta mierda que quiere revolver: el subsecretario de Turismo de la Nación me acaba de confirmar y garantizar que la prórroga de la concesión es un hecho. Y hoy cerré, además, el preacuerdo con la gente de Hoteles Survey, de Chile.