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– ¿Por qué cree en ese chileno?

– Creo en Chile. Es una economía más sólida, más confiable que la nuestra.

– “Sólida” y “confiable” son calificativos propios para las armas, para un tanque, para una ametralladora, para…

– La economía es un arma, también. Y en Chile es efectiva. Acá, no tanto.

Etchenike no estaba dispuesto a discutir esos matices:

– El chileno juega a dos puntas: habló con Romero también.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estuve con él hace un rato.

El estanciero no se sorprendió. Ya había muchos sobreentendidos entre los dos. Demasiados, tal vez.

– Rojas le dio el dulce, lo tanteó, le hizo mostrar las cartas y después arregló conmigo… No es gil, el chileno. Sabe reconocer dónde está la seguridad de la inversión.

– Esta tarde Romero lo veía otra vez.

El dato cayó como una repentina cagada de paloma sobre el capot, sobre el impecable parabrisas del Mercedes que los paseaba por Playa Chica. Pero la serenidad de Hutton no mostró fisuras:

– Le dije que la continuidad de la concesión está garantizada… Así que es al pedo. Esas son cosas que ustedes -y ahí Etchenike se vio incluido en una categoría que no reconocía pero que podía suponer despreciable- no pueden llegar a entender… El subsecretario de Turismo, por ejemplo, el coronel Ramón Green, es sobrino nieto de un Pradere, pariente de mi vieja. Ha estado infinidad de veces en “ La Julia ”. No bien le expliqué la emergencia que estaba pasando con el incendio y con el apriete de este hijo de puta me dijo que me quedara tranquilo… ¿Entiende?

El veterano entendía. Era como leer un libro de mitología griega, con dioses, semidioses, titanes, héroes y reyes entreverados en conflictos tan lejanos y altos como el Olimpo. Los boludos, miraban.

– Entiendo -dijo repentinamente comprensivo-. Le tiran una soga. Pero está liquidado, Willy… Ya no es todo tan fácil como antes.

– En el fondo es siempre iguaclass="underline" mi viejo hizo lo que hizo cuando para hablar con un ministro de Alvear no necesitaba pedir audiencia. Entraba y listo. Y a mí me tuvieron sobre las rodillas los más importantes políticos de la Nación, los hombres más sólidos y poderosos, más allá de los gobiernos o los guachos que después quisieron quitarnos lo que habíamos hecho con el laburo de la tierra, que es lo único que dura y que vale en este país de mierda.

Y el discurso arquetípico de un vocero tardío y poco consecuente de la oligarquía terrateniente de la pampa húmeda sonaba tan hueco como sus sueños de cartón. Etchenike imaginó un Hotel Atlantic escenográfico, un simulacro de grandezas poblado de fantasmas, figuras del pasado o sacadas de una novela fantástica de Bioy Casares.

– Es la gente que hizo esto… -y el brazo fervoroso de Hutton abarcaba los brillos, los alevosos esplendores de la costa poblada de residencias, torres, dinero puesto en la orilla como ofrenda a quién sabe qué dios o monstruo que saldría del mar-. Todo vino de la tierra, del campo. Esa es la guita en serio que hizo todo. Después vinieron los arribistas, los tipos sin clase. Una basura como Romero…

– Hay quienes han cosechado una fortuna y hay quienes la han amasado -dijo Etchenike con la mirada equidistante de un umpire de tenis.

– Ésa es buena -y Hutton sonrió-. Han tenido que amasar…

– Pero ése que mete las manos en la masa, el alfajorero, dice que usted está muerto y yo creo que tiene razón: si él no lo entierra…

– ¡Qué va a enterrar ese maricón! Está acostumbrado a que se la entierren a él.

Willy esperó, sonriente como una asquerosa máscara china, el efecto de sus palabras:

– Es marica. Trolo. Un putazo… Lo conozco bien; no sabe cuánto -y echó una carcajada-. Fue entretenido cuando yo era pendejo. Si hasta se enamoró. Le sacaba lo que quería.

Etchenike lo miraba en silencio.

– ¿No me cree?

El veterano asintió.

– Tiene reacciones de mina, cosas típicas de puto… Nunca aceptó que él no era nadie en el hotel, que mi vieja lo nombró administrador hasta que un Hutton pudiera hacerse cargo. Y nos odia. Pero el que está liquidado es él. Lo tengo así…

Y la palma de la mano tendida hacia arriba se cerró en un puño que agarraba los imaginarios huevos del Lobo.

– No lo suelte.

– ¿Qué?

– No suelte el volante -dijo Etchenike indicándole el camino, la tarea de conducir-. Casi nos hacemos moco contra el colectivo… Pare ahí.

El auto blanco se detuvo cerca de la bifurcación de la costanera, a pocos metros de Cabo Corrientes.

– ¿Se quiere bajar?

– No. Ni siquiera hemos empezado a hablar, creo. Estaba alardeando con que podía destrozar a Romero…

– Puedo probar que el incendio fue intencional y que hubo gente de él en eso; le conozco andanzas de marica que le costarán muy caro y sobre todo puedo demandarlo por intento de extorsión.

– No entiendo.

– No se haga el boludo, Etchenike. Usted sabe que hay algo, una razón de importancia para que yo esté acá, perdiendo tiempo con usted. Le di una oportunidad y mil dólares para que se borrara a tiempo y no cumplió. Lo podría haber hecho matar como a un perro y lo dejo estar, le doy charla.

El fulgor de la mirada se hizo mayor, el brillo adquirió reflejos turbios, oscuridades nuevas, la voz bajó algunos tonos, se hizo grave:

– Quiero las fotos: o las tiene usted o usted sabe quién las tiene. Las quiero enseguida. Es lo único que me interesa.

El veterano manoteó el picaporte y amagó salir.

– ¿Qué hace? ¿Adónde se cree que va?

– No tengo esas fotos. Me las afanaron con la cámara y todo de la pieza del hotel. No sé quién las tiene.

– Se las vendió a Romero…

– Ése era un negocio en el que entré sin saber. Era el único pelotudo que no lo sabía… Si Romero me pasó y fue él mismo el que me madrugó antes de que otros me las quitaran o de que yo me tentara de hacer mi propio negocio, no lo sé. Él también dice que no las tiene, y las quiere, como usted, Hutton… Después de todo, ya se enterarán de dónde están cuando empiecen a llegar los anónimos…

– No joda más. Con las fotos o sin ellas siempre lo puedo acusar a usted por todo esto. Friedrich se muere de ganas de verlo adentro.

Etchenike sonrió.

– Así me gusta: una verdadera y cantante amenaza. Es lo que me faltaba. Pero no me calienta. Acá hay una red de amenazantes y amenazados y yo confío en las cartas que tengo.

Hutton mostró los dientes.

– No se cague de risa -prosiguió el veterano-. Antes de darle una noticia que le va a interesar, que le va a revelar tal vez lo que quiere saber sobre las fotos, es bueno que sepa que yo también lo quiero enterrar, Willy. Y voy a hacer lo posible.

– No sea imbécil.

– Lo voy a atacar, Hutton -dijo Etchenike imperturbable, como si ensayara una apertura de ajedrez-. Creo que no va a poder zafar de ésta. Fue demasiado lejos y eso, incluso en estos tiempos, sigue siendo malo.

– Si es por lo del Baba…

– Ese hijo de puta, en última instancia es un accidente… Él es un accidente, no su muerte, que fue un asesinato. Y se puede probar. Pero lo que me importa es lo otro: Sergio Algañaraz; Cacho, el panadero… Tardé en darme cuenta cómo se encadenaba todo. Me parecía demasiado monstruoso y desproporcionado. Sobre todo porque hay una constante, últimamente: siempre la pagan los pibes, los que en el fondo no tienen nada que ver.

– Hay una lógica…

– Es una lógica de mierda: que mataran a ese chico por el mero hecho de curiosear sobre el Hotel Atlantic, de fotografiar esas ruinas… Dar a publicidad eso, dejar testimonio del abandono, de la destrucción, en la revista de “ La Nación ” bastaba para entorpecer sus pretensiones de continuar con la concesión… ¿Voy bien?

– Es coherente… Pero excesivo.

– Es algo peor: es siniestro. Lo que no es extraño en estos tiempos -Etchenike se pasó la lengua por los labios; de adentro le subían vahos de arena y aire caliente con olor a asco-. Se equivocaron de objetivo. No era ése el que había que eliminar, asustar o lo que fuera.