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– Creo entender que terminó -dijo.

– Sí.

El alivio de Etchenike tenía algo de orgánico también. Pero no era equivalente al de Willy. Lo suyo era como si hubiera orinado largamente después de una continencia obligada. Y algo de eso había.

Willy deslizó el Mercedes en forma mucho más lenta que antes por la parte baja de la costanera, casi pegada a la rompiente que trataba de disolver el paredón a golpes de sol y de agua. Tal vez quería dar el tono de lo que suponía sería la conclusión de esa esgrima, ese extraño canje de amenazas.

– Sepa que todo esto ya lo sabe un juez: Martínez Dios -dijo Etchenike.

– ¿Martínez de Hoz? Esta costanera se llama Martínez de Hoz… Es una familia amiga, de la zona. No va a haber problema.

– Este es Dios -especificó el veterano-. Y lo va a castigar.

– Dios… No joda… -el estanciero no podía creer lo que oía-. Están todos muertos, Etchenike. Los muertos no van en cana, no declaran, no explican ni acusan.

– Beba puede hablar. Sobrevivirá… Está custodiada y espero que Friedrich no entorpezca eso también.

– ¿Qué va a decir? -Hutton soltó una carcajada-. No puede hablar porque no tiene la más puta idea de qué pasó esa noche. Ella estaba dada vuelta en una pieza cuando estos imbéciles se la dieron al pendejo. Inclusive le dijeron que se había ido, Etchenike… Que se había podrido de ella y se había ido por la playa.

Sin transición, sin pudor ni vergüenza, el estanciero pasaba de fingir el desconocimiento total de la cuestión a los más espantosos pormenores.

– Además, mucho hablar de droga… -sonrió-. No hay droga en Playa Bonita. Cuando encuentren una línea que me avisen…

– Ya le van a avisar, Willy… -sentenció el veterano-. Ni Beba se callará lo que sabe ni Sayago se olvidará de que lo vio asesinar al Baba, ni Martínez Dios dejará de investigar todo. Lo que Romero cree poder hacer y no puede, lo voy a hacer yo… -hizo una larga pausa-. Bah, si quiero.

– Diga.

Había llegado la hora de la negociación.

– Puedo quedarme en el molde. Tal vez no sea cierto que le dije todo esto a Martínez Dios -dijo el veterano-. Tal vez me conforme con algunos verdes más, aunque sea un vale, y la declaración suya de que supo, por confidencia del Baba, de que la señorita Beba Vargas fue objeto de un engaño, que no tiene nada que ver en el asunto. Le cargamos todo a Brunetti y el Baba y usted queda libre, nadie lo acusa… Por cinco mil y esa declaración, yo le doy la pista para conseguir las fotos y mañana nos encontramos en Playa Bonita.

El estanciero asintió, siguió esperando. El tono de Etchenike cambió:

– Si aparece antes del mediodía, yo no hablo, Sayago no habla… Nadie se dedica a buscar la droga en el benemérito Hotel Atlantic, el puto Romero se queda con las ganas… y su mamá no se entera de qué hace la nieta cuando se saca los fierros.

Willy Hutton aminoró la velocidad y dejó que el auto derivara junto al cordón en una breve cuesta abajo. Estaban cerca de Playa de los Ingleses, se veía el Torreón desde allí. Pero Hutton no veía nada, pensaba aceleradamente.

– De acuerdo -dijo-. Mañana antes de mediodía en el hoteclass="underline" cinco mil dólares y la declaración. La entregamos juntos al juez. Pero eso, si la información que me da sirve para recuperar las fotos antes de esa hora.

– No lo dudo -Etchenike hizo una pausa teatral-. La noticia es que Forlán está muerto: lo asesinaron de dos balazos por la espalda, ayer, cuando pretendía irse de Playa Bonita… Más tarde iré a decírselo a su sobrina. Creo que ella merece saberlo también. Eso es todo: ¿le alcanza?

El estanciero lo miró como si hubiera tragado un pedazo de soga y tuviera que empezar a digerirlo:

– No me engañe, hijo de puta…

– Tengo todo para perder -dijo Etchenike-. Yo no puedo hacer nada con esa información, pero tal vez usted sí. No quiero meterme en eso. Espero que…

Como si fuera una sombra, el oscuro Falcon se adelantó por izquierda y se detuvo cerrando el paso ante la parsimonia del Mercedes. Los dos ocupantes saltaron casi inmediatamente de su interior.

– ¡Hasta mañana! -gritó Etchenike y salió del auto todavía en movimiento con los revólveres en la mano.

Willy Hutton clavó los frenos y cuando vio venir al hombre contra la ventanilla puso marcha atrás mientras el otro se colgaba del espejo lateral y se lo llevaba a la rastra.

Etchenike había saltado por encima del borde costanero y corría entre las grandes rocas con el otro individuo media cuadra a sus espaldas. Sintió un disparo, luego otro y se zambulló, raspándose las rodillas y los brazos, detrás de un grupo de piedras mayor que los demás. Se repuso y gritó, mostrando las armas, apenas asomado:

– ¡Grandote! ¡Parate ahí o te quemo!

El hombre, un sólido ropero que Etchenike había visto en la recepción del imperio del Lobo de los alfajores, se detuvo en seco, se escondió agazapado a menos de veinte metros del veterano.

– ¡Sé que te manda Romero! -volvió a gritar Etchenike como en una guerra de trincheras y de provocaciones-. Pero no vas a poder hacer nada, grandote… Tu patrón se equivocó: tengo dos fierros y más fuego que vos…

– Mi compañero te va a copar por atrás. Estás listo… -dijo el otro.

Hubo un silencio.

– Tengo un negocio para vos, grandote… -Etchenike inventaba sobre la marcha-. Seguro que el patrón les prometió los cinco mil verdes que me dio esta tarde. Los tengo acá, encima… Mirá.

Sacó un montón de billetes y los agitó en el aire. Los depositó sobre la parte superior de la roca, por encima de su cabeza.

– ¿Los ves? Dejame ir y te los dejo… Todos para vos, ahora, antes de que llegue tu compañero… ¿Qué decís?

Se levantó una leve brisa y algunos billetes de cien dólares empezaron a rodar.

– Se vuelan, grandote… -y se volaban, ya algunos planeaban sobre las olas-. Son todos tuyos… Decís que no me alcanzaste y listo. ¿De acuerdo?

El otro no contestó. Se levantó otra racha ventosa:

– Todo tuyo, grandote…

Etchenike le dio un golpecito desequilibrando la pila de billetes y salió hacia atrás, agazapado, alejándose del lugar.

Corrió sin darse vuelta, tropezó, siguió así, esperando en cualquier momento el disparo final, pero no. Recién al encaramarse sobre el borde del paredón volvió la cabeza, vio al grandote manotear el aire, correr entre las rocas castigadas por las olas, ganando y perdiendo con el viento y las gaviotas que parecían disputarle los verdes voladores.

Etchenike caminó rápido hacia el Torreón y recién ahí se dio cuenta de que llevaba los inútiles revólveres en la mano. Los guardó, ante la mirada asombrada de la gente, y ayudó a bajar casi a los tirones a una pareja que desocupaba un taxi. Se deslizó adentro y cerró la puerta de un golpe.

– Al Hotel Provincial -dijo-. Pero antes dé una vuelta, una larga vuelta, por favor.

El taxista lo miró extrañado por el espejo retrovisor pero obedeció. En la primera esquina se alejó de la costa, subió la loma, cruzó la Avenida Colón, descendió varias cuadras y entró en el barrio de la Terminal.

– ¿Sigo, señor?

– Siga -dijo Etchenike y recién entonces miró para atrás. Nadie.

Metió la mano en el bolsillo con la secreta esperanza de encontrar algún dólar olvidado pero lo único que sacó fue el vale por dos gatillos a cobrar en Arenales 1435, PB “C”, Buenos Aires.

Suspiró con odio. Era la segunda vez que esos dos primos de Hutton lo madrugaban. Porque no dudaba de que habían participado en la biaba frente al motel…

Se consoló oscuramente pensando que sólo había perdido los dos primeros chukkers o como carajo se llamasen los períodos de pato -¿o los chukkers eran en el polo?-; pero ya se cobraría.