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Y no aceptaría vales. Sería al contado, piñas al contado.

48. Socios sucios

Hizo detener el taxi frente a una cabina telefónica y le indicó que esperara. Discó el número de María Eva Ludueña Hutton.

Ella no tardó en atender.

– Habla Etchenike -dijo sin prolegómenos-. Tengo que hablar con usted sobre el tema que me encargó y sobre otras cosas. Hay novedades.

– Él ha vuelto a llamar. Venga ya -dijo ella con cierta inquietud.

– No por ahora -miró el reloj-. Son las seis. A las nueve estaré allí. Tendré el tiempo justo para recuperar algo que a usted le interesa.

– Dígame.

– A las nueve.

Y colgó.

Después llamó al gimnasio del Club Peñarol. Sayago estaba impaciente.

– Negro, ahora voy al Provincial… No, no… Quedate ahí… ¿Me confirmás lo de las Jornadas Latinoamericanas de Hotelería?… Bien.

Sayago no podía soportar la postergación infinita del momento de la acción directa.

– Sí, va a haber que pegarle a alguien -confirmó-. Pero escuchame bien: a las nueve y cuarto en punto. Pongamos en hora exacta los relojes…

Los pusieron, coordinaron tareas y Etchenike se despidió sin contarle todo lo pasado, sin soltar más que la información mínima indispensable.

El hall central del Hotel Provincial era un desfile, un ir y venir armonioso de gente. Bajo la mirada indiferente de los cuatro vientos simbolizados en los monumentales murales que agotaban las altísimas paredes, los delegados a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería discurrían, se agrupaban, hablaban en voz alta, exhibían credenciales como un precio o una marca colgada en la solapa, se trataban de mister, de doctor, de licenciado.

Etchenike se dirigió a la oficina de acreditaciones y realizó una larga consulta a la joven azafata en tierra y sin despegue que atendía tras el mostrador. Luego se acercó a la recepción general del hoteclass="underline"

– El señor Rojas Fouilloux, por favor -dijo-. Habitación 307.

– Lo comunicamos.

El chileno no tardó en contestar.

– Señor Rojas, buenas tardes… Usted no me conoce por mi nombre pero nos hemos visto; nos han presentado hace unos días en “ La Julia ”.

– Sí, sí… “ La Julia ”, recuerdo. ¿Usted es…?

– Etchenike. Estaba con el señor Hutton.

– Sí, mi amigo el señor Hutton…

– Bien: necesito hablar con usted. Creo que puedo suministrarle información valiosa en este momento, cuando usted está pensando en invertir en la Argentina. Debe saber con quién trata, señor Rojas.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Me escucha? -insistió Etchenike.

– ¿Qué me propone usted, señor?

– Hablar unos minutos con usted. Sólo eso.

– De acuerdo -hubo otra pausa-. Bajo al tiro, como decimos en mi tierra.

– Lo espero en el bar.

A los diez minutos, el empresario chileno y el veterano investigador argentino estaban instalados frente a sendos vasos de whisky con hielo.

– ¿Me reconoce ahora?

– Claro que sí: en el jardín.

– Usted metió el pie en un pozo y yo limpié su zapato, ¿recuerda?

– Eso es, compadre… -y sonrió mientras brindaba-. Gracias y salud.

El chileno estaba tan impecable y ridículamente vestido como la primera vez. Más allá de la alevosía del reloj y la pulsera de oro, el único detalle de pudor indumentario era la reserva de su tarjeta de identificación al bolsillo superior de la guayabera blanca y bordada.

– Iré al grano, señor Rojas Fouilloux -dijo Etchenike-. Sé que está interesado en hacer inversiones de alto riesgo y monto en la Argentina y quería hablar con usted al respecto.

– Yo no soy Survey, señor Etchenike… Sólo un agente de la cadena.

– No importa. Vale lo mismo. No sé si es gracias a la estabilidad monetaria o a la estabilidad política o a la suma de las dos cosas, pero todos sentimos que el empresariado chileno y la empresa misma, en Chile y de Chile, son algo mucho más digno de confianza que sus similares argentinos.

– Eso es muy simple, señor Etchenike -y el hotelero pareció sentirse repentinamente cómodo, en su terreno-: los gobiernos van y vienen… y a veces se quedan… -sonrió con una inédita ironía-. Pero la economía tiene leyes y principios inmutables: hay que darles libertad a los agentes económicos y dejar actuar a la iniciativa privada, al capital extranjero, minimizar el papel de contralor del Estado… Paradójicamente, para debilitar al Estado se necesita un gobierno fuerte… Y nosotros lo tenemos -concluyó con la sonriente facilidad de un silogismo accesible a cualquier imbécil.

Etchenike asintió con la mejor cara de libre empresa que encontró en el mercado libre de ese hall con tanta oferta:

– Así debe ser -dijo.

– No lo dude… ¿Pero qué es lo que usted me quiere decir, compadre?

– Antes que nada, aclararle que no tengo ningún interés particular en esto, señor Rojas. Interés monetario, quiero decir… Sólo me guía el deseo de que usted tenga un conocimiento cabal de quiénes son los empresarios con los que va a tratar. Sobre todo, porque he sabido que ya ha llegado a algún preacuerdo con el señor Hutton y que hoy, en pocas horas, o menos tal vez, se va a entrevistar privadamente con el señor Romero.

– Es cierto eso… -y Rojas Fouilloux lo miró con recelo, como miraría un microbio sorprendido hacia el microscopio-. Pero me inquieta que usted esté tan al tanto de mis movimientos. Espero que no me haya estado siguiendo…

– Nada de eso, señor Rojas -se excusó Etchenike y puso su mano sobre el brazo desnudo del chileno, extrañamente húmedo y frío-. Usted no es mi objetivo: son ellos… Trabajo para alguien que no voy a mencionar, cuyos intereses entran en colisión con los de estos inescrupulosos. Usted puede creerme o no. Yo sólo quiero advertirle algunos hechos objetivos… Es como si usted, director técnico del Colo Colo, recibe un informe previo al partido contra la Universidad de Chile, sobre las probables artimañas de sus rivales, sus sucias estrategias… ¿Me entiende? ¿Le interesa o le gusta el fútbol, señor Rojas?

– Sí, claro… -hubo un extraño brillo en los ojos del chileno-. Yo lo escucho, señor Etchenike, pero tenga en cuenta de que yo haré como que esta entrevista no se ha realizado. Corre por cuenta y riesgo suyos. Yo a usted no lo conozco, no le creo ni dejo de creerle ni le pido ni le doy… Tomamos un whisky en la barra, fue un encuentro ocasional. ¿Entiende usted?

Etchenike entendía.

– Sobre el señor Guillermo Hutton, con el que usted estuvo negociando, y espero no haya llegado demasiado lejos, poco de bueno le puedo agregar a su conocida insolvencia económica: carece de medios legales reconocidos de vida, excepto el mal uso de la fortuna paterna, que malgasta. A eso se le suma el incendio de su estancia, precisamente después de su visita, señor Rojas. Hutton deposita todas sus esperanzas en continuar la concesión con el venal apoyo de las autoridades militares de la Subsecretaría de Turismo. No le creo: lo único concreto y firme es su apoyo, el de la cadena Survey.

El chileno asentía imperturbable.

– Respecto de Roberto Romero, el otro interesado en el Atlantic, usted sabe que es un hombre más sólido económicamente. Bien: carece en absoluto de escrúpulos. Tiene intereses viales y en la construcción, en Playa Bonita, y, llevado por un odio irracional hacia los Hutton, que lo desplazaron alguna vez del hotel, no vacilará en prometerle a usted lo imposible con tal de tenerlo de su lado. Puede hacer cualquier cosa…

– ¿Por ejemplo?

Etchenike vaciló. Daba la impresión de que estaba llegando demasiado lejos y prefería no pormenorizar.

– Déme precisiones, señor Etchenike -insistió el chileno.

– Bien: los dos están en guerra, a muerte. Literalmente a muerte. Y no me extrañaría que hubiera alguna novedad al respecto. El aire está, además, enrarecido por la aparición fantasmal de un personaje metido como una cuña entre los dos. No sé si les oyó mencionar a Juan Ludueña…