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– No, creo que no…

– Es un “aparecido” en época de desaparecidos… -y Etchenike se arrepintió al momento de haber jugado con esa palabra en ese lugar y ante ese interlocutor-. Pero aunque ese hombre no existe, cualquiera puede utilizar su nombre y su figura para atribuirle la mayor atrocidad, cualquier acto violento. Sobre todo, Hutton…

El chileno entrecerró los ojos.

– No entiendo bien -dijo.

– Tampoco es necesario -improvisó Etchenike-. Es sólo para mostrarle el grado de violencia e irracionalidad que media entre ellos. A esto se llega cuando se traspasan las reglas de la sana competencia… A la amenaza, a la extorsión más despiadada…

– ¿Extorsión?

– Sí. Y precisamente de eso quería hablarle respecto de Romero, porque entra en el campo del delito grave: puedo asegurarle, y no me pregunte cómo lo sé, que el dueño de Los Lobos está dispuesto a extorsionar o está extorsionando a Hutton con fotos pornográficas de su sobrina paralítica, la joven María Eva que usted conoció en la estancia…

– ¿Qué dice?

– Tal cual. Ése es el grado de bajeza de los hombres con los cuales trata.

Repentinamente, el chileno había quedado tenso e inmóvil, con el vaso de whisky suspendido en el aire. Una inquietud que era tal vez sorda furia se asomaba a sus ojos. Pero fue un instante.

– Es muy grave lo que me dice, compadre -dijo lentamente, asintiendo con la cabeza-. ¿Puede probarlo?

– No -dijo Etchenike-. Usted pregunte, averigüe. Pero recuerde que a mí no me conoce, como bien me aclaró…

El veterano se empinó el whisky.

– Es todo. No lo molesto más.

Rojas Fouilloux lo disculpó con un gesto amistoso y miró su reloj. Etchenike se puso de pie:

– ¿Cuándo vuelve a Santiago?

– Mañana a las ocho salimos en un charter de Camet a Buenos Aires… No sé aún la combinación a Santiago. Ésta es mi última noche en Mar del Plata.

Estaban nuevamente en el hall. Atardecía detrás de los ventanales.

– ¿Le gusta la ciudad?

– Ha cambiado mucho -dijo el chileno-. Es otra ciudad de la que conocí.

– ¿Y eso es bueno o es malo?

– No sé qué quiere decir.

– Olvídelo.

Etchenike se despidió extendiéndole la mano.

– Pero lo otro que le dije no lo olvide…

El chileno lo miró sin decir nada y le estrechó la derecha.

Etchenike no supo si le estaba agradeciendo los datos. Tampoco se lo preguntó. Pero el señor Rojas Fouilloux había dejado de sonreír.

49. El bastón

El departamento de María Eva Ludueña Hutton era un piso entero, el séptimo y último de una soberana torre ubicada en la cresta de la loma desde la que se derramaba la avenida Colón como una monstruosa pista de ski. Enfrente, en la esquina opuesta, el perfil clásico del palacio Ortiz Basualdo era casi una reliquia, un remordimiento entre tantos metros cúbicos de vidrio y cemento.

Etchenike llegó exactamente a las nueve y se dejó preceder por una mucama que lo llevó, con uniformes pasos de uniforme, de pasillo en habitación, hasta el living que desplegaba sus dos surtidos niveles suavemente unidos por una rampa. El ambiente se extendía desde la antesala hasta el balcón corrido insinuado tras las cortinas que cubrían la noche y el ventanal que ocupaba toda la pared y el ángulo más lejano de la habitación.

María Eva estaba en una penumbra que no mellaba la única lámpara encendida a su derecha. Sentada; reclinada, mejor, con las piernas extendidas sobre un sillón doble, de perfil a Etchenike y de frente al televisor prendido. En la pantalla, los rostros de Linda Evans y John Forsythe se preocupaban por el destino de alguien, hablaban mal de Joan Collins que no estaba en pantalla pero que no tardaría en aparecer.

Quieto, callado, el veterano se dio cuenta al observarla que volvía a ver a esa mujer de perfil. Siempre el mismo, además. En la cama, en la estancia, en el auto… Supuso que no era una buena perspectiva para conocerla y en lugar de ir directamente hacia ella dio la vuelta por detrás del televisor y le habló desde allí, de frente:

– Buenas noches, María Eva.

– Buenas noches. Llegó puntual.

– Así es. Y me iré enseguida también.

– ¿Cómo?

La voz de Etchenike se superponía a la de John Forsythe.

– Digo que me iré enseguida -dijo más alto.

– ¿Enciendo la luz? -dijo la mucama desde la puerta.

– No. Déjela así. Y retírese, por favor.

El rostro congestionado de ella no tenía nada que ver con las módicas emociones que podían despertar los avatares de Dinastía. Estaba tensa y dolorida. Acaso había llorado un poco. Acaso la habían hecho llorar.

– ¿Qué le pasa? ¿Está asustada?

Ella hizo un gesto como quien espanta un mal sueño. Tomó un cigarrillo de la mesa contigua que Etchenike se apuró en encender.

– No estoy asustada pero quiero terminar con todo esto. Esos llamados me enloquecen…

– Otra vez el hombre que dice ser su padre…

– ¿Por qué está tan seguro de que no es él?

Etchenike desdeñó la pregunta y el reproche:

– ¿Qué le dijo esta vez?

– Fue hace menos de una hora. Dijo que estaba casi todo resuelto, que hoy terminaría lo que pensaba hacer… Esta noche se volverá a comunicar conmigo y me dirá cómo hacemos para vernos “definitivamente”. Así dijo. Me voy a volver loca -agitó la mano delante de los ojos, apartó el humo-. ¿Usted qué averiguó?

– Poco más que eso.

Le contó la información que le había dado Raúl Ludueña y el episodio con Romero:

– Se hizo anunciar por su nombre, con una barba aparatosa y gorra… Después desapareció… Es todo; alguien que se oculta, mostrándose.

– ¿Y qué supone?

– Algo hay. Simples sospechas, pero tómelas en cuenta si quiere. En primer lugar, si fuera su padre el que ha venido a saldar viejas cuentas, ¿por qué se muestra así, deja huellas indudables?

Ella lo miraba anhelante ahora.

– Y en segundo lugar: ¿Por qué no ha atacado o amenazado a Willy, el representante vivo, el exponente mayor de los Hutton, a los que sin duda odia? ¿No le resulta extraño?

– No entiendo -dijo ella sin querer entender.

– Es simple: alguien que quiere destruir a Romero -y Etchenike hizo un silencioso gesto de complicidad- inventa el regreso vengador de un enemigo histórico y deja huellas claras de su regreso y sus intenciones. Conoce el presente y también el pasado del amenazado y lo utiliza… Se crea así una expectativa que hace lógico pensar en un desenlace violento. Supongamos, en este contexto, que Romero aparece muerto… Dos preguntas: ¿A quién se buscaría? ¿Quién se beneficia con esa muerte? Yo creo que…

– ¡Cállese!

El gesto de espanto de María Eva no lo dejó seguir. Pero siguió.

– En esta batalla campal todo vale y usted lo sabe -dijo sin ironía-. Ésa es la pista o la intuición que tengo y que le puedo dar. Si le sirve… No le estoy cobrando nada por el trabajo.

– ¡Cállese, le digo!

Ella se había levantado, aferrada al bastón, y luego de mirar nerviosamente dos veces hacia la puerta de la habitación se había acercado a la ventana.

Observaba la noche y fumaba con el pecho agitado y la respiración desordenada.

Etchenike esperó que dijera algo pero no lo dijo.

– Bueno… -prosiguió en voz baja-. Hay otro tema que nos importa a los dos y soy yo el que está asustado: ya cobré mi trabajo y me comprometí, apretado, a entregar lo que no tengo, lo que me robaron… O al menos debo dar datos precisos sobre su paradero actual. Sabe de qué le hablo.

Ella seguía callada, miraba la noche.

– Hablo de las fotos, María Eva… Las fotos de Forlán con usted en el Complejo Romar. Las que yo saqué, sí. Las que usted sabía que yo saqué -hizo una pausa esperando una reacción, una respuesta. No hubo-. Ya en “ La Julia ” intuí que era eso lo que pasaba. Pero no estaba tan seguro.