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Etchenike fue hasta el balcón, se acercó a la frágil baranda cubierta de plantas y señaló abajo:

– Ahí está. Fíjense.

Willy se abalanzó, se inclinó para mirar. Ella quedó unos pasos atrás, incrédula.

– Ahí está el Volkswagen -dijo Etchenike.

– Sí, ahí está… -dijo Willy y se volvió apuntándole a María Eva-. ¿Qué joda es ésta? ¡Dame las fotos, ya!

– No las tengo.

– ¡Dámelas!

– ¿Qué va a hacer? -Etchenike se acercó a Willy, puso la mano en su brazo-. Espere un momento…

Cuando Hutton se volvió hacia Etchenike, María Eva se afirmó con su brazo izquierdo en la pared y descargó con toda su fuerza el bastón, de arriba hacia abajo, en la frente de Willy. Saltó la sangre y el herido se volvió, intentó hacer fuego pero un nuevo golpe en la cabeza lo hizo perder pie. Vaciló, ya desvanecido, soltó el arma, y luego de un momento inacabable se fue de espaldas silenciosamente, aplastó las plantas, cayó al vacío.

María Eva y Etchenike quedaron por un instante inmóviles, expectantes, hasta que se oyó el ruido del cuerpo al golpear en la calle y ella dio un grito, cayó sentada.

– ¡No las tengo! -dijo-. ¡No tengo las fotos!

Etchenike se acercó y con un suave golpe de la punta de su zapato empujó el bastón sucio de sangre al vacío. Esperó oír el ruido que hacía al caer.

Después recogió el arma de Willy y se la guardó en el bolillo.

– No tengo las fotos… Yo no las tengo, Willy -decía María Eva por lo bajo.

– Ya lo sé -dijo Etchenike con voz opaca-. Siempre lo supe.

Salió por la escalera de servicio y al llegar a la puerta estaba lleno de gente. Todavía no había llegado la policía. Willy había golpeado sobre la capota de un Citroen, partido el travesaño de hierro y destrozado la lona; estaba quebrado como un títere. El bastón había rodado por la vereda, unos metros más allá.

– No toquen nada -oyó Etchenike que decía una voz conocida.

Mientras daba indicaciones a la gente, Sayago miraba alternativamente para arriba como si esperara más novedades.

– Vamos -dijo Etchenike a su lado-. Creo que ya no va a caer nada más por hoy.

50. Repostería

El chalet del Lobo Romero era una inmensa torta, un postre empalagoso con demasiados ingredientes que reposaba en medio del terreno cercado que le servia de apoyatura entre árboles comprados viejos. La media manzana de terreno en la zona más exclusiva del barrio Los Troncos estaba saturada de sombras. Tras el prolijo y tupido ligustro apenas se veían las luces encendidas en la planta baja y las de un par de faroles de hierro forjado que iluminaban el parque en la noche. El silencio era total. Sólo el rumor del viento en los pinos y una música suave, franelera, que provenía del ventanal abierto.

No había veredas en esa zona residencial, y el césped se estiraba hasta el pavimento que dibujaba las calles amplias, señalizadas por coquetos indicadores de madera con dos flechitas estudiadamente rústicas.

Etchenike y Sayago dejaron casi por rutina el vistoso Volkswagen en la esquina anterior a la del domicilio anotado y caminaron por el medio de la calle hacia la entrada del chalet.

A cada lado de la puerta de calle y del garaje contiguo se prolongaba un alto paredón de ladrillo a la vista barnizado. Entre ambas entradas, un farol de hierro como los del jardín iluminaba a pleno al ocasional visitante.

Etchenike se paró ante la luz y la puerta de madera lustrada y oprimió el timbre.

No hubo respuesta.

Volvió a tocar y a esperar en vano.

– Se fue, el hijo de puta…

– Ah, no… Este no se me escapa -dijo Sayago.

Desde que Etchenike le contara los pormenores de su encuentro con Romero en las oficinas de la calle Almirante Brown y los posteriores intentos de hacerlo terminar sus días en las rocas y sin whisky, Sayago no veía el momento de tenerlo a mano para poder pegarle, finalmente, a alguien.

Además, no podía apartar la imagen de una pila de billetes verdes deshojándose ante la indiferencia del Atlántico y los chillidos destemplados de las gaviotas.

Por eso no dudó, después del segundo timbrazo sin resultado, en sacudir el picaporte y empujar con el hombro.

No debió hacer mucha fuerza; la puerta cedió fácil. Estaba abierta. Sin embargo no abrió del todo. Algo, en el suelo, ofrecía resistencia.

Se miraron sin cambiar una palabra, sacaron las armas y empujaron otra vez. Ahora sí la puerta cedió. Había un cuerpo grande y pesado allí.

El hombre, joven y morocho, vestido con una campera liviana de jean y vaqueros -un custodio, sin duda- estaba caído de espaldas, mitad sobre el sendero de piedras que daba a la entrada del chalet, mitad sobre el césped. Sangraba de una herida en la sien derecha y tenía los ojos cerrados y serenos. No había llegado a empuñar el revólver que conservaba en la sobaquera, apenas insinuada entre la campera y la camisa clara.

Sayago se inclinó sobre él.

– No toques nada -se apresuró Etchenike.

– Respira -dijo el Negro-. Sólo está golpeado. Ni siquiera ha perdido mucha sangre.

– Dejalo ahora. Vamos adentro.

La puerta de entrada estaba cerrada pero no le habían echado llave. Antes de meterse en la casa, Etchenike hizo un gesto con el brazo y le indicó a Sayago que diera la vuelta por el otro lado. El Negro se agazapó, pasó por debajo del nivel de las ventanas de las que salía ahora la versión de Un extraño en el Paraíso por Ray Coniff, y se perdió tras el otro ángulo del chalet.

Cuando lo vio desaparecer, Etchenike entró.

Por un instante recordó la noche, pocos días atrás, en que llegó al Club El Trinquete también atraído por las luces y la música de un disco que como éste había quedado olvidado, sonando solo en la noche.

Pero este living inmenso que remataba en una soberana chimenea de piedra con una cabeza de lobo marino sobre el hogar, nada tenía que ver con el desolado panorama del club de Playa Bonita.

Pisando la inmensa piel, probablemente del mismo lobo, que hacía de alfombra, Etchenike se arrimó hasta el equipo de música que parpadeaba de verde en un rincón romántico y silenció a Ray Coniff, que a esa altura andaba ya por Dígalo con música.

Quedó un momento en suspenso pero nadie salió a reclamarle por la interrupción del concierto. Descubrió sobre la mesa dos vasos de whisky y un cenicero repleto de cigarrillos aplastados. Tocó el vidrio: los vasos estaban tibios y el líquido aguado. Hacía rato que alguien los había empinado por última vez.

Atravesó el pasillo que comunicaba con los cuartos interiores y desde ahí pudo ver el dormitorio con su cama de dos plazas ordenada y vacía. Siguió avanzando y al final del pasillo, tras los cristales de la ventana que daba a los fondos, al otro lado del parque, vio el rostro demudado del Negro Sayago.

Primero no entendió. Luego, sí: le señalaba, desde afuera, el piso de la cocina.

Caminó los cinco pasos con la seguridad de lo que iba a encontrar. Y no le gustó tener razón, confirmar la idea. Una vez más, todo consistía en llegar a un lugar, mirar en el suelo y descubrir lo que quedaba de un hombre.

Abrió la puerta de la cocina para que entrara Sayago y luego se animó a observar con más atención.

Roberto Romero estaba caído de costado, irremediablemente muerto, entre la mesa y la puerta abierta de la heladera. La luz blanca que salía del refrigerador lo iluminaba, le daba reflejos vivos a la patética cabellera que así se veía más violácea. Los ojos, desmesuradamente abiertos, mostraban un hermoso color gris que Etchenike no había podido ver antes, cuando sólo había registrado su humedad huidiza o la opacidad de los anteojos negros.

Estaba vestido con la misma ropa que a la tarde, sólo que algunas prendas habían cambiado de lugar. El cinturón había sido sacado de sus ojales y retenía fuertemente las muñecas de Romero, juntas, a sus espaldas. Los pantalones y el calzoncillo habían sido bajados hasta las rodillas y se veían los muslos tostados y velludos, la blancura del culo recortada en un triángulo preciso que le dividía las nalgas en diagonal.