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Una sustancia blanda y espesa fluía de la negra raya, manchaba los pantalones y el piso.

– Eso es mierda… Se cagó -dijo el Negro dando un paso atrás.

– No -dijo Etchenike-. Es dulce de leche: le llenaron el culo de dulce de leche… Y mirá la boca.

El cadáver tenía la boca como si hubiera sido sorprendido en medio de una arcada brutal, un ahogo… La lengua salida y, sobre ella y adentro, una pasta semimasticada marrón y blancuzca.

– Lo atragantaron con alfajores -dijo Sayago. Etchenike se apartó, miró para otro lado:

– Espantale las moscas, Negro.

Revisaron el resto de la cocina. Había una caja semivacía de dos docenas de alfajores y muchos papeles de envoltorio tirados por el piso. Sobre la mesada, junto a la pileta de lavar, habían escrito sobre el acero inoxidable, con prolijas letras de imprenta en dulce de leche, que ya iban perdiendo su forma: POR TRAIDOR Y POR PUTO.

Junto a la inscripción había una manga de repostería semillena de dulce de leche con el pico dentado de latón que tenía, todavía, restos de sangre.

– Yo me voy -dijo Sayago.

– Sí, vamos.

El Negro le arrimó la manguera del jardín a la cara y enseguida el custodia golpeado reaccionó.

– Vamos, viejo… Despiértese, vamos…

El hombre los miró despavorido.

– Tranquilo. Lo desmayaron de un golpe para entrar -dijo Sayago-. ¿Se acuerda ahora?

– Sí, sí… ¿Qué pasó?

– Nada importante, por suerte -dijo Etchenike-. Robaron algo. ¿Cómo eran los que entraron?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Policía -y Etchenike esbozó mostrar una credencial-. Vamos, que es importante no perder tiempo para localizar a los tipos…

– Era uno solo, de gorra, con una barba así -y se abultó la cara-. Yo estaba en la puerta con todo muy tranquilo y veo venir por el medio de la calle a un croto, un atorrante, un borracho en bicicleta. Venía haciendo eses, lleno de ropa, cantando un poco… Venía mal y se cayó. Rodó aquí enfrente, se desparramó. Creí que se levantaría pero no. Quedó ahí. Entonces crucé a ver qué le pasaba y el croto me madrugó.

– Lo madrugó…

– Sacó una pistola y me amenazó. Lo vi bien: no estaba borracho. Me puso la pistola acá y me dijo: “Llevame adentro”. Entramos y… no me acuerdo más.

– Gracias -dijo Sayago.

– ¿Y qué hora sería? -insistió Etchenike.

– Las ocho… Ocho y cuarto. Ya había anochecido.

– ¿No vio entrar a nadie antes?

El muchacho se recostó en el pilar, acomodó la espalda:

– Antes… Primero, temprano, llegó el Lobo con un tipo extranjero, en el auto de él. Serían las siete. Estaba claro todavía.

– Vino con el chileno.

– Sí, el chileno… Habrá estado media hora y se fue. Tal vez un poco más.

– ¿Había estado antes ese hombre? -dijo Etchenike.

– Sí, la semana pasada. Un tipo muy simpático. Saludaba.

– ¿Y esta vez saludó?

– Sí, como siempre. Había pedido un taxi por teléfono y salió no bien llegó. Desde la calle lo oí despedirse del Lobo -el hombre pareció recordar algo, quiso recuperar algo perdido-. ¿Dónde está el Lobo?

– Ya lo va a ver… Pero óigame: ¿por qué usted hacía la guardia en la calle y no adentro? -insistió Etchenike.

– Y… Me falló el grandote. Él tenía que estar ahí.

El veterano sonrió tristemente:

– ¿No lo vio a Romero después?

– No.

– Vaya a verlo -dijo Sayago poniéndose de pie-. Está en la cocina.

51. No le digo adiós

A las seis de la mañana del tercer jueves de marzo de 1979, la fila de autos de remise estacionados frente a la entrada principal del Hotel Provincial era más larga que de costumbre.

Un somnoliento Etchenike se apartó de uno de ellos y entró con los diarios del día recién comprados bajo el brazo al espacioso hall donde por última vez se concentraban los asistentes a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería.

Pidió un café bien oscuro en la barra del bar y repasó las noticias que esa mañana hacían ruido en la primera plana: la caída desde un séptimo piso del estanciero Guillermo Hutton en circunstancias confusas ocupaba un titular grueso a pie de página; pero el asesinato “ritual” del conocido empresario Roberto Romero en su chalet del barrio Los Troncos se llevaba el resto del espacio. Bajo el título de “Dulce muerte”, una fotografía espantosamente explícita del cadáver encabezaba la crónica grotesca. Daba más asco que haber estado allí, en la pulcra cocina profanada como un templo.

El veterano esperó largamente que Leonel Rojas Fouilloux apareciera en la puerta del ascensor. No llamó pues temía espantarlo. Finalmente, solo, de los últimos y con una escueta valija, el chileno apareció. Arregló sus cuentas en la administración, y ya se iba a la calle cuando Etchenike lo tomó del brazo amistosa y firmemente:

– Buen día.

Rojas se sobresaltó pero al reconocerlo esbozó una sonrisa:

– Señor Etchenike… Qué sorpresa.

– ¿Sí?

Ahora el que aparentaba sorpresa era el veterano.

– Anda con el tiempo justo para llegar al aeropuerto y están los remises esperando -prosiguió-. ¿Me permite que lo acompañe y de paso conversamos?

– Sí, cómo no…

– ¿Leyó los diarios?

– No.

– Fíjese.

Mientras el chileno observaba la tapa de “El Atlántico” con un primer plano del Lobo Romero en posición final, Etchenike se acercó a uno de los autos, lo invitó a subir.

– ¿Vio lo que le dije ayer? Esos hombres no eran de confiar, Rojas…

El delegado a las Jornadas, ya sin guayabera ni credencial, apenas enfundado en un traje liviano gris con finas rayitas amarillas, no veía ni decía nada. Leía, pasaba las páginas, miraba las fotos.

– No puede creerse esto… Tanta saña, tanto empecinamiento, tanto odio -murmuró sin separar la mirada de las imágenes-. No lo soporto.

Volvió a doblar los periódicos y los puso sobre el regazo de Etchenike.

– No. Quédeselos -dijo el veterano-. De recuerdo, de despedida… Ésta es una tierra hospitalaria, señor Rojas. Y Mar del Plata siempre ofrece novedades al viajero. ¿Sabía que a esta cloaca la llaman la Ciudad Feliz?

– La Ciudad Feliz… -repitió Rojas.

Quedaron en silencio.

El automóvil había llegado a Punta Iglesia y ahora subía hacia el oeste, alejándose de la costa. El aire estaba nuevo y fresco, vibraba sordamente por la estrecha abertura del vidrio, los despeinaba, desordenaba el pelo húmedo, recién amanecido. Y sin embargo todo era viejo en el asiento trasero del remise.

– Le voy a ser sincero, Rojas -dijo Etchenike sin preocuparse demasiado por serlo o parecerlo-. Yo no soy otra cosa en este asunto que un investigador privado. Me engañaron como a un principiante pese a ser un boludo grande, un viejo huevón, como dirían ustedes… Y quedé entre dos fuegos, entre dos hijos de puta que saludablemente acaban de morir. Sus socios…

– No llegaron a ser mis socios… -puntualizó el chileno.

– Pero llegaron a ser hijos de puta igual. Fue un poco duro.

– No me tome por cínico, estimado inversor… -dijo ahora, corrigiendo el tono y la puntería-. Eran dos hombres despreciables, como le adelanté ayer. Tan capaces de cualquier maldad que, le aseguro, ninguno de los dos es ajeno a la muerte violenta del otro.

Los ojos de Rojas Fouilloux se llenaron de inquietud:

– ¿Qué quiere decir?

– Creo, objetivamente, que Willy Hutton mató al Lobo Romero poco después de que usted dejara la casa del barrio Los Troncos. Y lo hizo haciéndose pasar por un personaje que no existe, un invento del que ayer le hablé: el presunto Juan Ludueña. ¿Lo recuerda?