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El chileno asintió con la cabeza. Estaba perturbado, a la defensiva.

– En el fondo es muy simple… -comenzó Etchenike.

Y desarrolló la crónica de los últimos diez días, durante los cuales, Hutton, haciéndose pasar por Ludueña, había ido dejando huellas evidentes de sus propósitos y llamadas telefónicas a su hermano el boxeador y a su hija la bacana para crear una expectativa.

– ¿Y por qué usted supone que no es el verdadero Ludueña el que lo asesinó? -lo interrumpió el chileno repentinamente interesado.

Etchenike lanzó una carcajada:

– Yo no sólo leo los diarios, Rojas… No me entero por “El Atlántico”: estuve anoche allí después del asesinato y antes que la policía… -hizo una pausa con la sonrisa congelada-. Hablé con el custodio: el asesino, el presunto Ludueña, se cuidó muy bien de que le vieran la cara pero actuó con guantes… Es fácil de entender: Juan Ludueña desapareció; yo, en realidad creo que está muerto hace veinticinco años. Su rostro puede haber cambiado y cualquiera puede hacer creer que es él con una barba alevosamente postiza. Lo que no cambian son las huellas digitales que, sin duda, se conservan… Si el asesino era Ludueña y quería “firmar” el crimen, no hubiera tomado esa precaución: fue Hutton.

Rojas Fouilloux parecía haberse perdido en medio del razonamiento:

– Prosiga entonces -dijo sin embargo.

– Creo además, que se le fue la mano… Probablemente cuando se enteró del chantaje con su sobrina se volvió loco y fue a presionarlo para recuperar las pruebas, esas fotos que nadie sabe dónde están. Pero se excedió: el odio lo sobrepasó y en medio de la tortura, a Romero le falló el corazón.

– Es muy novelesco.

– Y no es todo -dijo el veterano que comenzaba a sentirse cansado de contar y contar una y otra vez aspectos de una misma historia-. El último acto es particularmente grotesco, mi querido socio frustrado: cometido el crimen, el acto de justicia, Hutton va a casa de su sobrina y tiene la evidencia, antes de decirle nada de lo que ha hecho, de que ella sabe que él ha fingido ser Ludueña. María Eva se lo reprocha, forcejean y él cae por el balcón.

La reacción de Rojas fue extraña:

– Eso es estúpido.

– ¿Quién es estúpido? No hay ningún estúpido en esta historia… ¿La realidad es estúpida? -se ensañó Etchenike.

– No, claro… -el chileno sonrió, confundido-. Tal vez yo…

– Tal vez usted pueda ayudar, Rojas Fouilloux.

– ¿Ayudar?

– Lógico. Usted puede ser, va a ser, un testigo importante. No bien la policía interrogue al custodio del chalet de Romero se enterará de que usted fue el último que vio al Lobo con vida, menos de una hora antes de que Hutton, el falso Ludueña, lo asesinara. No sería extraño que en este mismo momento la policía lo esté esperando en el aeropuerto de Camet para interrogarlo. Habrán llamado al Provincial y les habrán dicho que usted ya salió. El rostro de Rojas se transfiguró:

– Bueno… Yo no tendría ningún inconveniente, pero… -se volvió hacia la ventanilla-. ¿Adónde vamos?

El remise, luego de atravesar el centro de la ciudad de norte a sur y alejarse largamente hacia los barrios periféricos, había vuelto a doblar a la izquierda y ahora avanzaba velozmente por la avenida Juan B. Justo hacia el puerto, con el mar otra vez al fondo de la calle.

– No vamos a Camet, señor Rojas… Tal vez sería mejor que volviéramos a Playa Bonita, ¿no?

El auto se había detenido en un semáforo y repentinamente el chileno se arrojó sobre la puerta, tironeó las manijas. No se abrió. No pudo hacer nada y quedó mirando a Etchenike, que no se había movido de su posición.

– Están trabadas automáticamente desde acá -dijo Sayago dándose vuelta por primera vez, revelándose como chofer de remise-. Es muy seguro este auto.

– No tiene por qué escapar… -lo tranquilizó Etchenike-. Igualmente, usted puede no ir a Camet. Sé que ningún avión lo espera ahí. Sólo la policía.

Y el señor Leonel Rojas Fouilloux, delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería, se derrumbó definitivamente en el asiento.

Etchenike sacó cigarrillos y convidó a Sayago y al apesadumbrado chileno.

– Seguí por la costa -indicó-. Yo te aviso.

El sol ya había subido algunos grados sobre el horizonte y el mar brillaba casi blanco, como celofán sobre terciopelo gris.

– No tiene pasaje en el charter. Me tomé el trabajo de averiguarlo. Tampoco pensó en viajar a Santiago ni en realidad jamás participó de las IV Jornadas… eso lo descubrió hace unos días mi amigo, aquí presente. Andaba con esa credencial en blanco que habrá robado, me imagino. Se hospedaba en el Provincial y se mimetizó con las delegaciones, pero no vino de Chile.

El hombre aparecía ahora repentinamente cansado, como si escuchara una historia que nada tenía que ver con él.

– Bah… Todo eso no me importa -concluyó Etchenike-. Si usted los quería cagar a éstos haciéndose pasar por hombre de Survey usando documentación vieja o fraguada, aunque yo no veía el negocio, no me interesaba. Hacía bien… En realidad, en esta historia todos son otro, nadie es quien es. Y a usted lo descubrí el día que lo conocí, cuando metió el pie en el pozo y se sacó ese mismo mocasín…

Etchenike se agachó y desnudó el pie de Rojas, que no se resistió. Le alcanzó el zapato a Sayago:

– Lee la plantilla.

– Calzados El Inca. San Martín y Suipacha, Berazategui. Buenos Aires.

Y los dos se rieron, se pasaron el zapato, se lo devolvieron al falso chileno.

– Y le diré más, compadre -parodió Etchenike-. La mayor evidencia la tuve porque usted era demasiado chileno: la “ll” casi “y” que pronunciaba, la tonada, las inflexiones y algunos modismos; el léxico. Sólo le faltaba gritar “Viva Chile, mierda”. Era excesivo. Y precisamente en el momento de elegir un nombre presuntamente chileno optó casi por la caricatura, se pasó de largo en las alusiones: Leonel Rojas Fouilloux tal vez no le diga nada a algunos, pero a los que tenemos años y memoria futbolera nos evoca inmediatamente al equipo de la Copa del Mundo del ‘62 en Santiago: Leonel es sólo Leonel Sánchez, el famoso wing izquierdo; Tito Fouilloux, un talentoso número diez; Eladio Rojas fue “el volante de América” en ese Mundial. Es como si alguien quiere hacerse pasar por argentino y se pone Gardel de apellido o firma Ángel Amadeo Sanfilippo, hace unos años, o Ubaldo Matildo Kempes ahora, después de nuestro Mundial…

Etchenike lo miró con una contenida piedad que no sabía su nombre.

– Usted es un hombre grande ya. Menos que yo, claro. Pero es grande. Y los recuerdos de aquellos años han sido muy fuertes… Yo sé por qué. Y recurrió casi inconscientemente a ellos. ¿No es así?

Abatido, sereno ya, el hombre asentía apenas. Casi estaba a punto de participar, completar el relato.

– Es acá, Negro… Estacioná sobre la barranca -dijo repentinamente Etchenike.

El auto salió de la ruta y avanzó casi una cuadra hasta detenerse a pocos metros del abismo, frente al mar.

El lugar era una desolada superficie de piedra caliza cortada a pique a varias decenas de metros sobre el mar. Abajo, en algunos lugares, las olas lamían la base de los acantilados dejando una playita minúscula; en otros, la costa irregular que entraba y salía del mar a lo largo de kilómetros, se encrespaba en rocas que chocaban violentamente con las olas y saltaba la espuma al sol, llegaba el rumor hasta el camino.

Sayago abrió la puerta y descendió:

– Esto es…

– Barranca de Los Lobos -dijo Etchenike.

– Ah… -dijo el Negro.

El hombre también había bajado en silencio del auto y en un momento dado comenzó a caminar lentamente a lo largo de la barranca. Avanzó unos pasos y se detuvo. Luego reanudó la marcha, se alejó.