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Sin embargo había un sendero de lajas desparejas que llevaba a la oficina de promoción y ventas, una prefabricada de madera y techo de fibrocemento con gran ventana al frente y puerta metálica lateral, adornada con hilos salpicados de banderitas de colores alguna vez firmes. Un hombre joven y de gorra estaba terminando de montar el precario decorado como quien prepara los modestos fastos de un carnaval sin agua ni serpentinas.

Etchenike tanteó instintivamente la carta que llevaba en el bolsillo.

– El señor Toledo, supongo… -dijo de espaldas al de la gorra.

El otro se volvió.

– Sí. ¿Qué quiere?

– Soy Etchenike. Silguero me dijo que me presentara a usted.

Algo cambió en la mirada opaca de Toledo. Sonrió. Terminó de enrollar una de las sogas en el antebrazo izquierdo y extendió la derecha.

– Lo esperaba el lunes -dijo.

– Silguero me llamó ayer a la mañana. Me pidió que adelantara el viaje: empiezo hoy -miró el reloj-. Ya empecé, exactamente.

– Exactamente -repitió Toledo sin pronunciar la “x” ni la “c”-. Espere un cachito que ya estoy.

Terminó de colocar las sogas restantes, las tensó con dos tirones vigorosos y las anudó a las estacas que emergían del suelo pedregoso.

– Venga, pase.

Entraron. Toledo colgó la gorra en un gancho junto a la puerta, se colocó detrás del escritorio y le indicó la silla de enfrente. Etchenike se sentó, y el otro lo miró durante unos segundos.

– ¿Qué pasa? -dijo el veterano.

– Nada. Me lo imaginaba distinto.

– ¿No tan jovato?

– No es eso -mintió Toledo, mostrando dientes sucios-. ¿Usted sabe cómo es el trabajo?

Y la pregunta suponía que no lo sabía, que algún error, equívoco o engaño andaba de por medio.

– Vigilancia. Dos semanas hasta fines de marzo -sintetizó con precisión Etchenike decidido a hacerse el boludo contratado-. Silguero me habló de cuidar la seguridad del complejo; que había robos, tipos que se metían en los departamentos. El riesgo son las ocupaciones clandestinas. Tengo entendido que hay problemas con gente que no tiene todavía la posesión pero que ya pretende ocupar…

– Exactamente. Pero lo suyo no tiene que ser muy evidente… -la voz de Toledo adquirió un tono que quiso ser confidencial pero sólo alcanzó a ser desagradable-. Usted se instala cada día acá, de quince a diecinueve treinta, y atiende como si fuera un simple empleado de Romar, como yo: si viene alguien interesado le da los folletos -indicó una pila de coloreados y brillantes papeles ilustrados; Etchenike tomó uno y lo desplegó-. Primero se lo estudia exactamente… También hay algunos departamentos que se pueden mostrar. Yo le voy a dejar las llaves, un juego de cada uno. Y cada hora más o menos se da una vuelta, vigila.

– ¿Cada hora?

– Digo…

– Está bien. ¿Y después?

– ¿A la noche? Una especie de ronda le diría… -Toledo movió los dedos como si hiciera olas, un temblor leve para indicar algo aproximado-. Una o dos vueltitas…

Etchenike lo miró con desaliento, exageró el suspiro.

– Voy a tener que volver a leer lo que firmé -dijo-. Me conviene traerme la cama acá.

– ¿Dónde para?

– En el Hotel Veraneo.

– No hable ahí. Fumetto es un chismoso.

– No voy a tener tiempo de hablar. ¿Usted se queda en el pueblo?

Un lejanísimo chispazo de orgullo se encendió en el fondo de los ojos de Toledo.

– No. Tengo que hacer unas gestiones y el lunes estar en Mar del Plata. El Lobo me necesita.

– ¿El Lobo?

– ¿Cómo? ¿No lo conoce al Lobo Romero? Esto es de él.

– Ah, no. No tengo idea. -Y no la tenía.

– Le dicen así porque es un lobo para los negocios. Y además, por la marca.

Toledo abrió el cajón superior del escritorio y sacó una caja de cartón con colores chillones. En el dibujo de la tapa, los dos lobos blancos símbolos de Mar del Plata se hamacaban inmóviles, más empedernidos que nunca, contra el cielo celeste rabioso, salpicados por improbables olas gigantescas y espumosas que perdonaban a las sonrientes bañistas cobijadas por una sombrilla roja y amarilla: Alfajores Los Lobos. Doce unidades. Surtidos.

Sólo quedaban tres en la caja. Etchenike eligió uno de papel dorado.

– Los de chocolate son los mejores. Al nivel de Havanna y mejor que Balcarce. La fórmula del chocolate es secreta -secreteó Toledo-. Lo inventó cuando estaba en el hotel, hace más de veinte años.

– ¿En el hotel? ¿Qué hotel?

– Claro, usted no sabe. No tiene por qué saber -dijo el otro casi sobrador, guardando la caja como una reliquia-. Romero fue durante muchos años el repostero del Atlantic. Bah… no sólo repostero. Le digo en la época en que esto estaba en su apogeo; siempre lleno de noviembre a Semana Santa, el hotel. Para conseguir ubicación había que reservar con dos o tres meses de anticipación En cambio, ahora…

– Me contaron que el Atlantic está abandonado.

– Sí, mal administrado… Pero al Lobo, cuando lo rajaron le hicieron un favor. Se fue a Mar del Plata y en quince años se paró. Fíjese: en un rubro como ése, en que hay monstruos, se hizo un lugar. Y ahora está en la construcción, invierte acá, tiene máquinas viales. Es un lobo, le digo.

Golpearon.

Era una pareja joven con niños prolijos. Venían de Necochea en un Peugeot que estaba allí, frente a la ventana, y querían saber de planes y condiciones de un departamento de tres ambientes: terminado y en construcción. Etchenike se hizo a un costado y observó el minucioso y casi apasionado trabajo de Toledo vendiendo pedazos de cielo, esqueletos de cemento con vista al porvenir. Estuvo también con él cuando hubo que mostrar los inmuebles y hasta lo acompañó a los confines del complejo un rato después.

– Usted vio: un trabajo simple. Mañana le traigo las llaves -dijo el hombre de la gorra mirando las nubes amenazantes-. Ahora, vaya nomás. En el armario tiene todo para tomar mate.

– Se viene el agua -dijo Etchenike, y goteaba.

– Nos vemos.

Volvió apurado por el camino de lajas. Las contó: cuarenta y tres exactamente, como diría Toledo.

6. Un viejo indecente

La lluvia sobre el techo de zinc lo arrulló durante el resto de la tarde.

Hacia las seis y media había escampado, el cielo gris ofrecía flancos débiles que un sol poco decidido no tenía más remedio que ocupar.

Sobre los restos de alfajores y a un costado del mate y la pava ya fríos Etchenike extendió el plano de la Urbanización Romar que le enviara Silguero y comprobó la ubicación del departamento donde se esperaba que el intruso Coria hiciera aparición. Sintió que la tarea implicaba una cierta traición al vehemente y leal Toledo pero debió reconocer que en todo el asunto y en la misma conducta escondedora de Silguero había algo oscuro: tal vez sus motivaciones no eran puramente empresariales; acaso había una cuestión privada que el hombre deseaba resolver y no tenía por qué compartir con Toledo o con cualquiera; ni siquiera con su patrón. No quería que todos supieran todo. Repartiendo información y confianza reducía los riesgos. Buena ecuación.

Desde la ventana alcanzaba a ver casi completa la silueta del Complejo. Con malhumor se dio cuenta de que no podría postergar mucho la inspección del lugar, inclusive realizar los preparativos para un eventual trabajo sucio.

El adelanto de su llegada podía ser un síntoma de urgencia. Era la tarde y la hora, se dijo desganado, poco dispuesto a llenar el resto de su tiempo de trabajo con tareas de alcahuete poco heroicas pero bien remuneradas.

Cuando fueron las siete recogió las banderitas, cerró la casilla y soslayando el camino de lajas dio toda la vuelta por detrás de las construcciones. Pasó primero tras el armazón de cemento, y luego se aproximó, sin apuro, al que sería su objetivo: el último departamento de la planta baja, el más lejano.