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– Se va a escapar -dijo Sayago.

– ¿Adónde va a ir?

– Se va a matar… Ahora se tira.

– No -dijo Etchenike-. Es de los que sobreviven.

Media hora después, del mismo modo, al mismo ritmo cansino, el hombre regresó. Etchenike estaba sentado en el paragolpes del auto; Sayago, al volante y con la puerta abierta.

– ¿Cómo supo que yo?… -dijo el hombre ya con otra voz sin inflexiones, relajado, vencido y dispuesto a oír lo inevitable.

– Hay dos cosas -dijo Etchenike entrecerrando los ojos ante el sol, ante el imaginado recuerdo que reconstruía-. Cuando me contaron la historia del Atlantic, me impresionó la cadena de odios, el entrelazamiento de pasiones, el amor, la política, los rencores arrastrados por décadas… La soberbia de la puta oligarquía, la estupidez, el prejuicio. Y después, la desgracia: creo que Juan Ludueña no se merecía verle así la cara a la desgracia. Fueron demasiadas culpas para un hombre solo: primero, la enfermedad de Evita; después, esa noche terrible de la huida y el accidente acá, ahí mismo tal vez… -y señaló delante de ellos, ese borde preciso-. Se sintió demasiado culpable con la muerte de Virginia. Culpable de sobrevivir. Y prefirió morir aquí, que lo dieran por muerto. No faltarían amigos en quienes confiar para que lo atestiguaran… Gombrowicz, por ejemplo.

– El Polaco… -murmuró el hombre como si rezara.

Etchenike metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo una foto vieja, algo amarillenta pero no ajada. Estaba montada sobre cartón y había estado encuadrada bajo un vidrio durante muchos años.

– Ésta fue la otra cosa que me convenció-dijo alcanzándosela.

El hombre la tomó en sus manos y necesitó ponerse los anteojos para poder reconocer los rostros que posaban enfilados, uniformados, sonrientes en la inauguración del Hotel Atlantic en el verano del ‘53. El Polaco era ése de la punta, con el pelo enrulado y cara de loco; había mozos que no recordaba el nombre, mucamas; el chico que estaba colado en la foto, arrodillado junto al perro también colado, era Willy sin duda. Y el del gorro blanco y rígido, copudo, con la cara tan lisa y blanda al sonreír, era Romero, y estaba el cocinero jefe al lado, y después aparecía Virginia con una solera que le dejaba los hombros desnudos y tenía a Evita en brazos, de meses y sana todavía. Y ahí estaba él, Juan Ludueña, casi en el centro de la foto, protegiendo a su mujer y a su hija con los brazos, protegiéndolos a todos desde la Intervención, sonriéndole al verano peronista de hacía veinticinco veranos.

– La robé del hotel… Y al verlo a usted no dudé quién era.

– ¿Puedo quedármela?

– No. Mejor no. La volveré a colgar en su lugar. El Polaco cuida eso… Alguien se tiene que ocupar de la memoria y no es usted, precisamente.

Se la quitó sin violencia, la guardó.

– No es casual que haya sido el Polaco el único que supo que había vuelto de algún modo, que me empezó a dar indicios de que había algo más, alguien más…

– Pero está loco, Etchenike… El Polaco está desconectado del mundo.

El veterano lo miró con repentino desprecio:

– ¿Desde dónde puede hablar así? -exclamó-. Usted, que ha hecho lo que ha hecho… Puedo reconstruir sus desgraciadas idas y vueltas. No creo que pueda estar orgulloso.

Comenzó a enumerar con los dedos:

– No pudo superar la culpa familiar pero siguió actuando. Es probable que haya estado en la Resistencia y todo hace coincidir su participación en la preparación de la huida de Ushuaia con su llegada a Chile. No sé cuánto se habrá quedado allá, tampoco sé qué hizo durante su vida en estos últimos veinte años, Ludueña. No sé si vive en Berazategui, si tiene otra familia, ni sé cómo carajo se llama ahora y desde cuándo… Supongo que volverá a ser ese mismo ahora, el que no debió dejar de ser hace quince días cuando decidió volver a hacer justicia disfrazado de empresario chileno devoto de Pinochet. Usted está loco, no tiene derecho a hablar del Polaco.

– Quise volver a… -buscó las palabras pero no estaban en ese cielo demasiado limpio; tampoco en las piedras del suelo-. A ajustar cuentas con esos tipos. Se cumplían los cincuenta años… Además, quise que ella me valorara, supiera… Quise reencontrarme con Evita.

– Evítela -jugó Etchenike.

– Usted no quiere entender que yo necesitaba volver alguna vez.

Etchenike sabía de esas tentaciones de regresar para emparchar el pasado.

– Fue demasiado tiempo, Ludueña. Todo es distinto. Usted es distinto, ella es distinta… Volver tarde y mal, como usted, es peor que no volver.

Y de pronto se le ocurrió un argumento:

– A usted le importaba ella. Bien: ella defendió su memoria. Porque para María Eva es como si usted no hubiera vuelto, usted no existe. Cree la versión que yo le di hace un rato, la de Hutton que se hace pasar por Juan Ludueña…

El hombre hizo un gesto de escepticismo.

– No es tan difícil de creer -replicó Etchenike-. A María Eva la tranquiliza… ¿O usted pensaba llamarla hoy para explicar qué había hecho?

– No… No sé.

– ¡No sea imbécil! -se desesperó el veterano-. Si quiere voy yo y le explico que usted, Juan Ludueña, planeó destruir a Willy y al Lobo, creó una red de celos entre ellos, se hizo indispensable y al final desencadenó la tragedia: incendió el campo de Willy, probablemente desde la misma avioneta al partir, que es lo más simple, y después vino a acosarlo a Romero. No sé si pensaba matarlo. Tal vez no. Él había sido botón. Pero cuando yo ayer a la tarde le dije lo de la extorsión a María Eva, vio todo rojo…

– Usted es un cínico. Usted sabía lo que hacía… Me empujó.

– Lo empujaría ahora -dijo Etchenike agarrándolo de las solapas, amagando hacia el abismo-. No sea hipócrita, Ludueña… Tenía todo planeado: matar como Rojas Fouilloux y echarle la culpa a un Ludueña que usted ya no era. Es genial, lo sé; anoche fue a ver a Romero, conversaron y tomaron whisky. Se hizo llevar a la cocina para conocer las virtudes culinarias y reposteriles del trolo y allí sacó el revólver, se puso los guantes, lo ató, lo vejó y torturó hasta que se le murió entre las manos.

El hombre que escuchaba esa descripción de lo que había hecho no podía soportarlo. Se alejó dos pasos, dio la espalda, pero no fue más lejos.

– Usted lo conocía bien, sabía sus miserias, como Willy las conocía… Y no pudo resistir a la tentación de decirle quién era, darse a conocer. Entonces no se pudo detener… ¿Qué quería? ¿Quería las putas fotos?

– Sí. Las pruebas de la extorsión.

– Y él no las tenía.

– Decía que no.

– Claro que no. El tampoco las tenía, Ludueña.

El veterano esperó que el otro lo mirara:

– No había fotos… Es mentira. Una infamia contra ella.

– Pero usted me dijo…

– Me engañaron… Y si no me cree, búsquelas: no existen, no hay.

El rostro de Ludueña se transfiguró. No era la paz pero parecía.

– A ella, entonces, no la… -como queriendo entender, queriendo creer.

– No. Nadie la ensució.

– Bueno…

– Nada bueno lo suyo, Ludueña -quiso concluir Etchenike-: una vez muerto el Lobo, llamó un taxi, fingió una despedida y salió tranquilo. Volvió al rato, con su disfraz de Ludueña sospechoso. Se mostró bien ante el guardia y después lo desmayó y se fue. Cualquiera, incluso la policía, va a creer que el crimen fue a las ocho de la noche y no a las siete y media. Ya puede desaparecer tranquilo, volver a ser quién es ahora.

Juan Ludueña, el falso chileno pateó algunas piedras y las empujó al vacío. Se quedó mirando el mar. Estuvo un rato largo así. Cuando escuchó el ruido del auto se dio vuelta bruscamente.

Se le venía encima.

El Negro Sayago clavó los frenos a diez centímetros de sus rodillas. Sonreía. Etchenike abrió la puerta y le arrojó la valija que cayó a sus pies.