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– Ni que hubiera caído una bomba en el pueblo… Tres o cuatro muertos…

– Para un balneario de viejos chotos, bastante movido -dijo Etchenike.

– ¿No sabés si la mina murió?

– Está mal. Pero dicen que no va a morir.

– Yo lo conozco bien al boludo ése, al Mojarrita -dijo-. Todo el mundo se la morfaba a la mina y viene a hacer la cagada justo con ese tipo. Cargarse un botón… ¿Vos lo junabas al Mojarrita?

– Más o menos.

– Y lo que tiene un olor a podrido bárbaro es lo de Hutton y la sobrina…

– Hummm.

– ¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal?

Etchenike había vuelto la cabeza contra la ventanilla, intentaba abrirla.

– Debe ser el olor a podrido que vos decís… La puta que lo parió…

El otro lo miraba como la primera mañana en el Hotel Veraneo.

– ¿Chupaste mucho?

– Años.

– Cualquier cosa me avisás.

El colorado le guiñó un ojo y se fue por el pasillo.

Al rato Etchenike se durmió. Durante mucho tiempo recordaría ese sueño: Mojarrita nadaba en una pecera cuadrada que era, al mismo tiempo, una cárcel. Los canas, con Friedrich y otros, le pateaban el vidrio. En eso aparecía María Eva Ludueña, sin los fierros ni el bastón, desnuda, y le apoyaba las tetas del lado de afuera. Mojarrita se zambullía y manoteaba desde adentro de la pecera pero tenía que volver a salir para respirar. De repente era Etchenike, él mismo, el que estaba dentro de la pecera pero vestido, chapoteaba y se hundía. En eso despertó.

La oscuridad era completa. Apenas el resplandor allá adelante y el leve cabeceo del micro. Encendió la luz individual, que cayó como el rayo celestial de una estampita. A moverse sintió la dureza en el bolsillo. Sacó el paquete que le había dado Gustavo, rompió el papel, abrió el rollo de película que estaba allí desde la mañana que partió a Necochea después de la paliza. Contempló el carretel un momento y después lo fue desenrollando despacito, exponiéndolo lenta y serenamente ante la luz.

Cuando terminó la operación, abrió la ventanilla y tiró el rollo hacia la noche llena de viento. Lo imaginó rodando por el borde del camino hasta estacionarse junto a un charco o un yuyo en la oscuridad, donde quedaría quién sabe hasta cuándo.

En eso volvió el colorado, bostezando.

– Se hace largo, ¿eh?

– Sí -dijo Etchenike cerrando la ventanilla como un cajón lleno de secretos-. Pero ahora estoy mejor.

– Ah.

– Ahora estoy más cómodo -improvisó-. Tenía los zapatos llenos de arena. Hacía días que andaba así y no me había dado cuenta.

Y le mostró los pies desnudos, movedizos.

– Ah -repitió el otro sin entender de qué le hablaba.

FINAL

“-¿Y estos hombrecitos que aparecen en el fondo

de sus cuadros e ilustraciones, qué hacen, adónde van?

– ¡Qué sé yo adónde van! ¡Al carajo van!”

OSKI, Último reportaje

Tal como Tony y Sayago sospechaban, Etchenike volvió sin un peso a Buenos Aires y ni siquiera tuvo el pudor de inventar una excusa -que los dos estaban dispuestos a aceptar-, para explicar el destino final de los mil dólares de Hutton.

De los demás, se supo que finalmente Laguna se jubiló comisario, que Friedrich llegó a inspector, que el Hotel Atlantic terminó en manos de previsibles especuladores que el Polaco no pudo soportar y se fue con las películas a otra parte, no se sabe adónde.

Juan Ludueña aparentemente volvió a la oscuridad que no debería haber abandonado, su hija Evita terminó revoleándose por el mismo balcón, apretada entre las culpas y el bastón; y los alfajores Los Lobos siguen ahí; detrás de los Havanna y los Balcarce, con su dulce de leche característico.

Etchenike jamás volvió a Playa Bonita ni -por lo que se sabe- a Mar del Plata. Nunca intentó verificar lo que el Polaco sostenía respecto del carguero hundido. Ahí está todavía, con su secreto. Tampoco fue jamás a cobrar el vale por los dos gatillos de 38. Es probable que temiera volver a perder como las dos veces anteriores.

Al que volvió a encontrar fue a Mojarrita, en diciembre del mismo año, tomando mate en el balneario La Balandra bajo los sauces. Hubo abrazos espontáneos, exclamaciones y un relato atropellado y feliz en que un juez sensible, ex olímpico también, le encontró todos los atenuantes del estado emocional y la defensa propia.

– Como jamás apareció la droga -concluyó Mojarrita- ella también zafó.

Y Etchenike apenas contuvo el asombro al verla a ella allí, junto a él, como si nada; la malla entera que ocultaba las huellas de los infructuosos balazos, nuevas flores chillonas para vender una carne gastada.

Etchenike frunció las cejas, hubo un cruce de miradas, una leve sonrisa.

– ¿Y?

– Sigue muy puta, Etchenike… -dijo Mojarrita, confidencial, sacándose el pastito del short blanco-. Tengo que andar con los ojos así…

Y el veterano supo que, en algún lugar, alguna pieza cerraba el rompecabezas, lo justificaba.

Entonces le dio un empujón liviano, casi cariñoso. Lo sentó de culo y se fue.

Juan Sasturain

***