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El edificio tenía entrada por el centro de la manzana, mirando hacia el mar, pero los fondos daban a la calle posterior. Por esa vereda recién terminada fue caminando Etchenike. Contó seis puertas de acceso a los respectivos patios traseros con sus respectivas entradas de auto y sin sus respectivos vehículos. Toda la planta baja estaba desocupada. Cuando llegó al último departamento, probó la puerta cerrada y, por encima del paredón que apenas le llegaba al hombro, vio una pileta de lavar, un espacio desolado de cal y escombros, dos ventanas, el camino de entrada para el auto que daba a un garaje de portón levadizo. Controló rápidamente si alguien lo veía y luego, en dos saltos, estuvo adentro.

Intentó primero con el portón del garaje pero estaba trabado. Después probó con la ventana mayor pero la persiana americana había caído con la contundencia de un párpado dispuesto a dormir y dormir. Con la otra, más chica y que se abría a la altura de su cintura, le fue mejor. Tenía postigos articulados de madera. Forcejeó, metió los dedos entre las tablitas y en un principio no consiguió nada. Pero encontró un pedazo de alambre grueso y retorcido junto a una pila de botellas, hizo un gancho, lo metió entre las dos tablas junto al cierre y tiró varias veces. El postigo no abrió pero su tirón partió la madera y dejó un agujero. Metió la mano por allí y después de un rato consiguió hacer girar la manija y abrir los postigos. La ventana no tenía cortinas y podía ver claramente el interior.

Había una cama doble con un colchón desnudo, una frazada plegada a los pies y una revista de historietas tirada junto a la cabecera. También había tierra por todas partes. En la pared opuesta, un gran placard empotrado y con las puertas sin barnizar. Junto a la cama, sobre una silla, un velador sin pantalla. La habitación daba a un pasillo a través del cual se veía la cocina, el calefón nuevo con las etiquetas pegadas.

Etchenike cerró los postigos, apenas giró la manija para que quedaran trabados y, mientras golpeaba la maderita rota y la fijaba en su lugar, se sintió repentinamente extraño: no había dudado un momento en realizar la inspección como un ladrón, clandestinamente. Algo andaba mal -o bien- con ese aspecto de su trabajo.

Dio una vuelta por el patio, se empinó sobre el paredón y al ver la calle vacía, en otros dos saltos estuvo afuera. Se arregló la ropa, caminó hacia la esquina, dobló y enfiló para la playa.

Trepó los médanos que estaban cubiertos de una delgada capa de arena frágil y oscura, una especie de escarcha opaca que se quebraba a su paso y le inundaba los zapatos. Desde la altura de la segunda duna vio el mar en todo su esplendor. El paisaje de Playa Bonita se animaba a arrastrar el campo casi hasta el borde del agua. El pasto y las pequeñas barrancas calizas que el mar mordía por la base se insinuaban entre los médanos.

Etchenike bajó a grandes trancos hasta la arena fina pero endurecida que se extendía una cuadra larga hasta la orilla. Ya más cerca del mar, el suelo se llenaba de conchillas, caracolitos partidos, algas verdes y violetas, pedazos de hueso blanquísimos, pelados y modelados por la sal del tiempo. Pero no había vasos de plástico ni botellas, ni siquiera puchos en la arena.

Se quitó los zapatos, el saco, la camisa, miró para el lado del pueblo y luego comenzó a caminar en dirección opuesta, hacia el faro, todavía lejano y blanco, erguido sobre una barranca que se confundía con el mar en el atardecer. Pronto dejó atrás las últimas y raleadas casas.

Subió hacia el borde del médano, hizo un bollo con el saco, la camisa y los zapatos, los puso de almohada y se estiró hacia atrás. Cerró los ojos.

Se despabiló con el alboroto de tres caballos que bajaban al galope por un costado de la barranca, se metían en el mar, corrían paralelos a las olas. Un muchacho de bombachas batarazas y camisa blanca bajaba tras ellos, les cortaba camino, los arriaba otra vez playa arriba revoleando la gorra, con gritos cortos, lidiando con ellos como con borrachos obstinados.

Cuando desaparecieron tras los médanos, Etchenike se arremangó las botamangas y caminó hasta la orilla sintiéndose un porteño torpe, casi gozoso. Luego de un momento se sacó los pantalones, los arrojó a un costado y entró en el mar.

Avanzó lentamente hasta tener el agua a la cintura y se quedó ahí quieto, sin acompañar siquiera el hamaque de la olas, con la arena ahuecándose bajo sus talones. Calculó que hacía veinte años que no se metía en el mar. Supo que era un viejo ridículo e indecente que se bañaba en calzoncillos.

Supo que no le importaba.

7. El pato criollo

A las nueve y media la tormenta había regresado y revolcaba la cortina de cintas que cubría la entrada al comedor del Hotel Veraneo. El agua mojaba las baldosas blancas y negras hasta cerca del mostrador. El patrón se levantó y fue a cerrar la puerta batiente. Etchenike metió el pan en el huevo frito.

– El que era impresionante cómo pateaba era Pelegrina -dijo el gordo volviendo-. Me acuerdo una vez, le hizo un gol a Vacca casi desde el córner. Le dobló las manos y la pelota entró picando.

– El insai izquierdo era Antonio, buen jugador -intercaló el veterano.

– Sí señor. Buen jugador, que terminó mucho después, en los años sesenta, en Gimnasia, en el equipo de los Bayo… Pero antes nunca salió de Estudiantes. En aquel tiempo los jugadores duraban más en los clubes, había otro amor a la camiseta.

– Mmmmm… -Etchenike se limpió la boca y se empinó el tinto.

Permanecieron un largo momento en silencio, mirando llover por la ventana. Estaban en el salón desde que había partido La Estrella de las 20.55 y Etchenike conocía dos tercios, por lo menos, de la vida del patrón. Pensó que estaba ocupando el lugar de infinitos pasajeros que todas las semanas, durante años, escuchaban pacientemente esa historia de negocios frustrados, estudios de veterinaria inconclusos en La Plata y los goles de Antonio Pelegrina, el artillero estudiantil. Cada uno recordaría después una cosa, un detalle, y lo llevaría consigo. La historia andaría desparramada en la memoria desatenta de gente que no tenía nada que ver.

– Supongo que no me voy a olvidar de los goles de Pelegrina -dijo.

– ¿Cómo? Etchenike sonrió.

– Nada, nada… Pavadas nomás.

Después comió queso y dulce, tomó un café batido con fervor y sin resultado, agotó lentamente el botellón de vino mientras la tormenta iba y venía sin irse del todo ni venir definitivamente. Pero llovía. Como los aplausos que provocan las innecesarias, histéricas salidas de los actores a saludar, la lluvia crecía cuando parecía morir, se alimentaba de sí misma para volver a subir, era un fuego de agua al que el viento manoseaba.

De pronto la puerta se abrió violentamente como si el aire la empujara. Pero no era el viento. Varios hombres jóvenes entraron casi corriendo en el comedor del Hotel Veraneo perseguidos por la lluvia, llevados por su propio impulso. Cerraron con estrépito detrás de sí, golpearon con los pies en el suelo escurriendo el agua, llenaron todo de gritos.

– ¡Qué temporal, Fumetto! -dijo un rubio corpulento que parecía encabezar el grupo.

– Hola, Willy.

El patrón le extendió la mano casi obsecuente por encima del mostrador. El rubio se la estrechó con vigor y displicencia mientras recorría con la mirada el comedor despoblado, las pocas botellas, los estantes, los edictos de policía, el ventilador quieto y ese hombre casi viejo que comía y bebía en la mesa junto a la ventana.

– ¿Qué tal el negocio? -dijo al final de su inspección.

– Como siempre. Algo se mueve…

Willy se volvió hacia el grupo de sus amigos que ya se había instalado alrededor de una mesa e invitó whisky con hielo.

– Este gordo sí que vive porque nosotros lo dejamos vivir… -dijo con una risotada-. Y encima venimos a consumir acá.

Fumetto sonrió tibiamente mientras agitaba la botella sobre los vasos culones.