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– Pero no va a durar mucho esto -concluyó Willy-. El verano que viene todo volverá a ser como antes, Fumetto. Ya vas a ver. Y mejor para todos…

– Ojalá.

El patrón llevó los vasos a la mesa y dejó la botella ante un gesto de Willy, que lo retuvo cuando se iba:

– Hoy tenía que llegar alguien que estoy esperando desde ayer. Un muchacho joven tal vez… ¿No está parando acá?

– No. No ha habido movimiento estos días… Sólo el señor… -y señaló vagamente hacia Etchenike-. Tal vez esta noche, en La Estrella, caiga alguien.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Gracias.

Todos se miraron y bebieron en silencio.

– ¿Qué tal la ruta desde Mar del Plata? -dijo el patrón.

– Liviana -dijo uno de los jóvenes-. Pero la entrada está muy pesada.

– La cancha va a estar a la miseria mañana -dedujo Fumetto-. ¿Contra quién juegan?

– Contra Las Totoras -dijo otro de anorak rojo. Todos estaban dispuestos a irse ya.

El patrón se dirigió al único de los hombres que no había abierto la boca, un morocho de pelo muy corto y bigotes renegridos:

– ¿Usted no juega, no?

– Es el árbitro, Fumetto -dijo el rubio ya de pie, poniendo los billetes sobre la mesa-. Pero es como si jugara…

Y las risas se escucharon inclusive cuando ya estaban afuera, cuando Etchenike los vio subir al Mercedes 220 blanco que ahora aceleraba levantando agua y arena.

– ¿Quiénes son? -preguntó. Y el ruido de los virajes se había esfumado tragado por el rumor de la lluvia.

– El rubio es Willy Hutton, del Hotel Atlantic. Los otros eran Rodrigo y Juan Manuel, primos de él, y Julián Casado Sastre. El otro, no… Vienen de Mar del Plata porque mañana tienen partido. Juega La Julia.

– ¿Es un equipo de polo?

– No. De pato. Juegan en la estancia de los Hutton.

– Ah.

Se hizo un silencio largo. El patrón volvió a su lugar detrás del mostrador. Había quedado evidentemente pensativo.

– Parece que piensan reabrir el hotel… -insinuó el veterano.

El gesto de Fumetto no dejó dudas: no lo creía ni lo esperaba. Tal vez lo temía.

– Si yo le contara -terminó con un suspiro y sin ganas de contar.

Etchenike parecía dispuesto a insistir:

– Una lástima, semejante construcción destruyéndose así.

El relato flotaba como una amenaza arrullada por el ruido de la lluvia.

– ¿Willy Hutton es el dueño del hotel? -tanteó Etchenike.

– No… qué va a ser -y había algo de inevitable en la exclamación de Fumetto-. El hotel es de la provincia. Willy es el hijo menor, el único que le queda, en realidad, a Julia, la concesionaria: Ana Julia Pradere de Hutton, una vieja viejísima, la que vive en la estancia de la familia.

– La Julia.

– Eso es. Tiene su nombre. Y la historia es muy curiosa.

El patrón comenzó a secar mecánicamente una pila de vasos que iba colocando en el estante del aluminio. Etchenike se levantó de su mesa y se acodó frente a él del otro lado del mostrador.

– El hotel se construyó en los años veinte, durante el gobierno de Alvear. Imagínese lo que sería esto en esa época: nada. Fue la iniciativa de un ministro amigo del marido de la Julia, Arthur Hutton, un ingeniero inglés que había trabajado en el tendido de los ferrocarriles de la zona. Fue prácticamente el fundador del pueblo. Estos terrenos formaban parte de la estancia y fueron cedidos por él.

– ¿Pero para qué servía un hotel acá?

– Era un gran negociado: la idea era que Playa Bonita, que en ese momento la bautizaron así, porque antes era el Balneario La Julia a secas, fuera punta de riel, extensión de un ramal del ferrocarril que se iba a tender desde Mar del Plata. Con ese proyecto prácticamente aprobado, el ministro consiguió la partida millonaria para construir el hotel en el terreno cedido y convertir a este lugar en una playa exclusiva. Pero el negocio se frustró: aunque terminaron el hotel y le dieron la concesión para la explotación al inglés Hutton durante cincuenta años, el ramal nunca se construyó…

– ¿Qué pasó?

– Cuando subió Yrigoyen en el veintiocho, no quiso saber nada. El ministro fue investigado por coimas recibidas y Playa Bonita no se convirtió nunca más en otra Mar del Plata. Sin embargo esto tuvo sus años de esplendor precisamente cuando venía la oligarquía, buscando un lugar exclusivo, sin pobres ni cabecitas negras…

Etchenike recordó las palmeras polvorientas del frente, el aire de esplendoroso deterioro que rodeaba las absurdas columnas que no veían pasar a nadie. Aquello alguna vez había sido nuevo y brillante, las señoras se llenarían de ropa para caminar cien metros hasta la playa y tenderse sobre reposeras rodeadas de niños con gorritos y los mozos tal vez llegasen hasta allí con bebidas frescas, los diarios atrasados de la capital.

– ¿Y cuánto duró ese esplendor?

– Y… hasta que llegó Perón. Durante el primer gobierno nomás, cancelaron la concesión, intervinieron el hotel y lo convirtieron en un lugar de los que llamaba de turismo sociaclass="underline" en diciembre venían los pibes, chicos del interior que nunca habían visto el mar: de Catamarca, de Santiago del Estero. En enero era para los jubilados y así… Se fue todo a la mierda.

– No me diga que rompían cosas o hacían fogatas con el parquet… -ironizó Etchenike.

Fumetto vaciló un momento.

– No -concedió-. No es eso. Es que empezaron las desgracias. Primero murió el inglés Hutton; después la hija mayor, en un accidente; y la nieta quedó medio paralítica en la epidemia de polio… Por eso, cuando después de la revolución del ‘55 les devolvieron la concesión, ya no fue lo mismo. Y fíjese ahora…

En realidad Etchenike no tenía nada en qué fijarse que le interesara. Lo curioso era la historia, ese testimonio de desencuentros, forcejeos políticos, sueños faraónicos, pequeñas miserias y sinos desgraciados. Pero además hizo cuentas, calculó al voleo:

– ¿Y cuándo vence la concesión?

– Venció en diciembre pasado pero Willy consiguió prórroga por un año más. Si quiere conservar el armatoste tiene que hacerlo funcionar y presentar un proyecto de explotación que convenza al gobierno de la provincia. Tiene la prioridad. Si no, se lo quitan… Y la provincia lo entrega al mejor postor.

– Tal vez esté especulando con eso: lo deja caer mientras no es de él, después lo compra regalado con un testaferro, lo levanta y lo vuelve a vender. Hay muchos negocios así… Y con estos milicos en el poder…

Fumetto no pareció dispuesto a avalar opiniones tan explícitas sobre el tema. Apenas si acomodó cuidadosamente la pila de vasos y suspiró:

– No creo que Willy pueda nada de eso: no tiene un peso guardado y para conseguirlo debería convencer a la vieja, que está muy resentida por cosas que pasaron. Lo van a perder…

– Pero él… Parecía optimista. Espera a alguien, dijo.

El patrón agitó la cabeza:

– Lo conozco de chico -en la voz de Fumetto asomó un tono sombrío, el del cronista que relata el siempre lamentable final de un imperio ancho y ajeno: el príncipe irresponsable, los jirones sin brillo ya-. Willy nunca supo valorar ni conservar lo que tenían. Nunca le interesó otra cosa que criar caballos, jugar al pato o dar fiestas en el chalet del barrio Peralta Ramos. Hace muchos años que vive en Mar del Plata. Y ha dejado a esa gente metida ahí, en el hotel…

Se hizo un silencio más o menos definitivo. El próximo comentario de Etchenike fue sobre el tiempo y luego el patrón le ofreció otro café que aceptó.

A las diez y veinte llegó la última Costera Criolla, la que venía de Necochea para Buenos Aires, y por diez minutos las mesas se llenaron de pasajeros que entraban corriendo y pedían café mientras bostezaban. Cuando se fueron había dejado de llover y Etchenike se acordó de Algañaraz, volvió a imaginar un vestido floreado, unas tetas, una pileta iluminada.

Pagó y se fue.