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8. La lluvia en el zinc

Caminó calle abajo, hacia las luces y la música distante. El viento húmedo hamacaba los foquitos de las esquinas contra un cielo de nubes grises. Al doblar hacia el centro subió plena la música que venía del Club Atlético El Trinquete. Aunque fuera increíble, la voz de Billy Cafara cantaba “Un telegrama” a lo bestia y ahora parecería haberse detenido para siempre en “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…”

Estaba todo iluminado, el portón cerrado y la boletería vacía. El viento y la lluvia habían despegado el afiche de Fiesta Acuática. A través de los barrotes vio el pickup girando empecinado en medio del disco: “destinoooo, tu corazón”, “destinoooo…” Metió la mano y desconectó el aparato. El silencio fue ocupado por truenos cercanos y nuevas ráfagas le tiraron arena y algunas gotas ladinas y gordas como escupidas. Se refugió bajo el alero y puteó la lluvia, la arena voladora, el estúpido nombre de Playa Bonita, los periodistas jóvenes, su propia boludez.

Y entonces oyó los gritos a sus espaldas:

– Beba… Beba… ¿Qué mierda pasa con el disco? ¡Beba!

Lo vio venir desde el fondo de la cancha de básquet. Un hombrecito de malla negra con una gorra de goma ajustada al cráneo minúsculo se apuraba y carajeaba bajo la lluvia. Hubo una ráfaga un poco más fuerte y el hombre intentó un piquecito hasta la boletería.

Etchenike lo vio resbalar en el último charco sobre las baldosas rojas, irse de espaldas con una puteada inconclusa. El golpe de la cabeza contra el suelo mojado fue como la caída de una nuez desde el borde de la mesa, al piso. Quedó duro. Después estiró un brazo. Quedó quieto del todo.

Aferrado a la reja, teatral, Etchenike hizo fuerza para entrar y el portón se abrió. Corrió y se arrodilló junto al cuerpo levemente desparramado, un pajarito. Sintió las gotas otra vez contra la espalda. El hombrecito parecía no sentir nada, ni la lluvia ni el frío repentino que le afinaba la nariz y le hacía temblar los párpados casi transparentes. Respiraba agitado y con la boca abierta. Una gota certera le hizo mover la lengua.

– ¿Está bien? -dijo el veterano y no lo tocó.

– Bien jodido -dijo el otro sin abrir los ojos, como siguiendo la natural conversación de un sueño-. La puta madre que lo parió a la lluvia -precisó.

Agitó clásicamente la cabeza, separó la nuca del piso y miró a Etchenike sin sorpresa.

– ¿No hay nadie en la boletería?

– No. Yo pasaba y saqué el disco rayado.

El otro se apoyó en el codo, lo miró. Tenía una gotita en la punta de la nariz.

– ¿Y para qué mierda se mete?

Etchenike no dijo nada. Se paró y lo vio más chiquito todavía.

– Lo ayudo. Levántese.

Lo tomó por las axilas y al hacer fuerza se le fue para arriba como un muñequito de resorte. Lo sostuvo casi en el aire, lo apoyó con cuidado.

– ¿Puede?

– Puedo. No me hice nada. La gorra amortiguó… -y se palpaba la cabeza.

Lo acompañó hasta el vestuario, una puerta iluminada al fondo, detrás de la pileta. Sintió que no pesaría ni cincuenta kilos con esa mallita negra. Y no sólo era petiso. Era todo chiquito, un jockey.

El tipito se tendió en un largo banco de madera.

– Ya estoy bien -dijo y se sacó la gorra, la dejó caer bajo el banco con una mano muerta.

Etchenike se apoyó en el marco de la puerta, tiró el cigarrillo mojado que todavía tenía entre los labios y encendió otro. De nuevo la lluvia hacía un ruido escandaloso sobre el techo de zinc.

– ¿Qué hacía así vestido? -dijo casi divertido.

El otro se irguió cuanto pudo.

– Yo soy Mojarrita Gómez.

– Ah.

Etchenike volvió a sonreír, no pudo evitarlo.

– Las fotos del afiche son malas -dijo.

– Son buenas. El cliché es viejo… Las fotos las tengo ahí; todavía.

La mano señaló vagamente una valija de cartón que sobresalía detrás de un armario.

– Haga la última, jefe -dijo Mojarrita después de una pausa-. Parece que está parando. Vaya y cierre el portón sin traba y apague la luz de la boletería. Hágame la gauchada y venga, que le muestro las fotos.

– Ahora voy.

El veterano terminó su cigarrillo y salió sin decir nada. Cuando regresó lo encontró sentado en el banco, vistiéndose.

– ¿Se siente mejor?

– Sí. Gracias. Y disculpe por tanta…

– No entiendo -dijo el veterano sin darse por aludido-. ¿Qué le pasó con el intento? ¿Se suspendió?

– Postergamos la hora, por si paraba… Cuestión de salvar la noche. Pero esa yegua se fue, dejó todo…

Se había puesto una camisa llena de dibujos que le quedaba inmensa, pantalones celestes y mocasines blancos. Ahora se peinaba dolorosamente una onda frente al espejo que pendía de un clavo.

Cuando terminó de acomodarse el pelo, salió a la noche. Caminaba cautelosamente, cuidando a su cuerpo del dolor. Dio toda la vuelta a la pileta y llegó hasta la mesita. Levantó con dos dedos los papeles empapados.

– Ni las planillas -dijo-. Y esa puta…

Etchenike lo acompañaba ya sin ganas, un testigo aburrido.

De pronto Mojarrita cruzó la cancha corriendo y se metió en la boletería. Tiró del cajón; allí había unos pocos billetes húmedos. Los alisó y los metió en el bolsillo trasero.

– Yegua… -dijo como para sí-. Una yegua, eso es… Nada más que una yegua…

El veterano lo miraba hacer. La lluvia se había ido pero, como un mal recuerdo podía volver. Miró el reloj.

– Bueno, amigo… Me voy.

Cuando llegaba a la puerta lo detuvo un chistido corto, de lechuza.

– ¿Qué va a hacer?

– Me voy. Tengo sueño.

– Déjese de joder. Cómo se va a ir ahora… -por primera vez Mojarrita sonrió débilmente-. Acompáñeme. No comí más que dos o tres boludeces esta mañana, porque me iba a meter en el agua.

Etchenike vaciló.

– Tenemos queso, salame, podemos hacer huevos fritos… -Mojarrita estiró la mano y le puso la punta de los dedos en el hombro-. Le muestro las fotos… ¿Cómo era su nombre?

– Julio.

– Eso. Julio… Unos vinos, aunque sea. ¿Dónde carajo va a ir?

Y el veterano lo siguió con la docilidad con que pasan las cosas en los sueños.

La piecita debía ser el depósito del club. Todo amontonado en los rincones para dejar algo de espacio libre. En un costado, la cama estrecha, cubierta con una frazada de grandes cuadros marrones y verdes, y una mesa de hierro redonda y vacilante de las que pondrían en la cancha de paleta para los bailes de carnaval. Había una jabalina mocha, pelotas de fútbol desinfladas, una mesa de ping pong apoyada en la pared y media docena de paletas viejas. La red de voley era una gruesa y antigua telaraña arrinconada.

La cocina con la garrafa estaba debajo de la cama. Mojarrita la arrastró y ubicó a Etchenike con un gesto en una silla de paja. Arrimó la mesa y sacó dos vasos y una botella de una caja de cartón.

– Sirva, por favor -dijo agachándose otra vez junto a la cama.

El veterano llenó los dos vasos y probó apenas el vino tibio y dulzón.

– ¿Le gusta?

– Es rico. ¿De dónde es?

– Riojano. Me traje dos damajuanas cuando vinimos de allá. Un calor…

– ¿Cómo les fue?

Mojarrita levantó un cajón de manzanas donde había huevos, fideos, yerba, arroz, azúcar, café… Lo puso sobre la mesa y entresacó lo que necesitaba.

– Iba bien. Hacíamos distinto que acá, otra prueba. Una de permanencia bajo el agua sin respirar. Y había un muchacho que se nos juntó el año pasado que hacía acrobacia, saltos. Tenía una foca. Medio boluda, la foca; pero salvaba las papas cuando el espectáculo decaía.

– ¿Y qué le pasó?

– Le cuento lo de hoy porque en La Rioja fue parecido. Es una yegua…

Etchenike hizo un gesto y Mojarrita lo miró raro.