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– ¿Es que no tenéis un inventario? -preguntó asombrada Sabrina-. ¿Ni siquiera sabéis lo que tenéis?

– Sé que hay bastantes cosas -Kardal se encogió de hombros-. Pero no. No tenemos un registro detallado. Además, creo que merecería la pena saber qué objetos necesitan un cuidado especial para que no se deterioren con el tiempo.

– No te quepa duda. Hay un tapiz que está lleno de polvo. Habría que protegerlo con un cristal -Sabrina hizo una pausa antes de girarse hacia Kardal-. Pero estamos hablando de miles de objetos. De joyas, cuadros. Tardaría años en hacer el inventario.

– Quizá tu padre no tenga prisa por pagar tu rescate.

Supuso que Sabrina contestaría alguna insolencia, pero se limitó a suspirar y asintió con la cabeza.

– No dudo que estará tan contento -dijo resignada-. Está bien, empezaré por la mañana.

– No tenía intención de recordarte algo desagradable -Kardal frunció el ceño al ver la expresión abatida de Sabrina.

– El desapego de mi padre no es culpa tuya -contestó ella mientras se servía un té-. Al menos tendré algo en qué entretenerme. ¿Qué pasa con el vigilante?, ¿Confiará en mí?

– Hablaré con Rafe.

– He visto el tatuaje. Arriesgó la vida por ti.

– Y recompensé su lealtad nombrándolo jeque. Ahora tiene una fortuna y goza de toda mi confianza.

– No me ha parecido la clase de hombre que se contenta con vigilar los sótanos de un castillo. ¿A qué se dedica en realidad?

Los periódicos habían ofrecido muchos detalles sobre Sabrina, pero ningún artículo había mencionado que fuese tan intuitiva e inteligente.

– La seguridad de una ciudad secreta conlleva muchas responsabilidades -respondió Kardal sin precisar.

– Eso no contesta a mi pregunta.

Llamaron a la puerta. Al parecer, Kardal tenía la suerte de cara. Era como si lo hubiese programado todo para poder esquivar la respuesta.

– Gracias por venir -le dijo a la bella mujer que entró en la habitación.

Era un par de centímetros más alta que Sabrina y llevaba el pelo recogido en un moño elegante. Lucía un traje morado adornado con una perla en la solapa. Sus ojos brillaban con alegría.

– Al menos la has alojado en una buena habitación -dijo deslizando la vista de Kardal a Sabrina-. Te veía capaz de meterla en una de los sótanos.

– No soy tan salvaje -contestó Kardal.

– A veces tengo mis dudas -la mujer se giró hacia Sabrina-. Encantada de conocerte.

– Madre, te presento a la princesa Sabrá de Bahania -terció Kardal-. Sabrina, mi madre, la princesa Cala de la Ciudad de los Ladrones.

Sabrina pestañeó sorprendida. Miró el rostro sin arrugas de Cala, sus facciones juveniles. Era una mujer hermosa, no podía tener más de treinta y cinco años.

– Tienes una cara de asombro que me hace sentir de lo más joven -comentó Cala risueña.

– . Tenía casi diecinueve años cuando Kardal nació.

– Eras casi una niña -dijo este al tiempo que las invitaba a sentarse en torno a la mesa baja que habían dispuesto para la cena.

Solo entonces se dio cuenta Sabrina de que Adiva había puesto tres platos. Esperó a que Cala tomara asiento y luego se acomodó frente a ella. Kardal se situó junto a su madre. Cala parecía acostumbrada a estar sobre los cojines. Sabrina se fijó en el parecido de los ojos y la sonrisa entre madre e hijo.

Tras instar a Kardal a que abriese una botella de vino, Cala se dirigió a Sabrina:

– Quiero que sepas que no estoy de acuerdo con el comportamiento de mi hijo. Me gustaría culpar a otra persona de sus malos modales, pero me temo que la culpa es mía. Espero que puedas encontrar alguna distracción mientras estés en la Ciudad de los Ladrones, a pesar de las circunstancias.

– No le falta de nada -aseguró Kardal-. Tiene libros para leer durante el día. Ceno con ella todas las noches y acaba de acceder a inventariar los tesoros de la ciudad.

– Tal como señala su hijo, mi vida no puede ser más perfecta -dijo Sabrina.

– Dime, Sabrina, ¿eres tan incordio para tu madre como Kardal lo es para mí? -le preguntó Cala mientras Kardal llenaba su copa.

– La verdad es que no.

– Lo imaginaba -Cala miró a su hijo-. Podrías aprender de ella.

– No te quejes: en el fondo me adoras – contestó Kardal sin incomodarse por las protestas de su madre-. Soy el sol y la luna de tu universo. Reconócelo.

– A veces puedes ser encantador – concedió Cala-. Pero otras veces pienso que debería haber sido más firme contigo.

Sabrina se limitó a presenciar el diálogo entre madre e hijo. Era evidente que se querían y tenían una relación cercana, pensó con cierta envidia.

– No sabía que viviera aquí, Alteza -dijo después de que Kardal le sirviera vino.

– Llámame Cala, por favor -rogó esta, haciéndole una caricia afectuosa en una mano-. Me gustaría que fuésemos amigas. La verdad es que no paso mucho tiempo en la ciudad, pero acabo de regresar y tengo intención de quedarme unos cuantos meses por aquí.

– Mamá dirige una organización internacional de beneficencia -intervino Kardal – Ofrece ayuda médica a los niños.

– Cuando Kardal se marchó a estudiar a Estados Unidos -prosiguió Cala después de servirse el primer plato y pasárselo a su hijo-, me encontré con mucho tiempo libre. Empecé a viajar. En todas partes veía hambre y necesidad. Así que fundé una organización. Reconozco que parte de los fondos procedían de los tesoros robados, aunque me aseguré de escoge piezas que no fuesen a devolverse nunca a otros gobiernos. Pero me sentía culpable. Cada vez que vendía algo temía que me partiera un rayo -añadió sonriente.

– Nuestra invitada cree que tendríamos que devolver el tesoro – Kardal le pasó el plato de verduras a Sabrina.

– Entiendo que pueda haber dificultades con algunos objetos, pero no con todos -comentó esta.

– Estoy de acuerdo -convino Carla-. Puede que en algún momento acabemos devolviendo parte de los tesoros. La ciudad no ve con buenos ojos a quienes roban en la actualidad, pero sigue habiendo personas que recuerdan con orgullo los botines del pasado.

– El petróleo es más rentable -observó Kardal.

– Eso es lo que dice ahora -le dijo Cala a Sabrina-. Pero cuando insistí en que se fuera a estudiar a Estados Unidos, se pasó semanas protestando. Amenazó con huir al desierto para que no pudiera encontrarlo. No quería saber nada de Occidente.

– Lo entiendo. Cuando mi madre me sacó de Bahania, yo tampoco quería irme – comentó Sabrina-. Me costó adaptarme. Aunque tuve la ventaja de haber vivido casi un año antes de que empezaran las clases.

El rostro de Cala se ensombreció y miró apenada a su hijo.

– Sabes que no pude hacer nada. Tenías que formarte para dirigir la ciudad. Necesitabas estudiar.

– Madre, solo hiciste lo que era mejor para mí -Kardal sonrió a Cala-. No me arrepiento del tiempo que pasé en Estados Unidos.

– Pero fue muy duro.

– La vida es dura -Kardal se encogió de hombros.

Sabrina esperó que añadiese algo, pero no lo hizo. ¿Le habría contado a su madre lo de las peleas durante el primer año en el internado? A ella sí se lo había contado. ¿Quizá porque la consideraba tan insignificante que le daba igual?, ¿O porque habían compartido una experiencia similar?

– Tú tuviste que pasar por algo parecido, ¿no? -le preguntó Cala a Sabrina-. Te pasabas el año estudiando con tu madre y luego venías en verano a casa de tu padre.

– Siempre me desconcertaba el cambio de un sitio a otro -afirmó Sabrina-. Por razones de seguridad, mi madre nunca le contaba a nadie quién era yo. Cuando crecí, no me animé a decírselo a mis amigos. Pensaba que no me creerían o que la relación cambiaría.