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– Sí, Su Alteza. Un momento, por favor.

Después sobrevino un silencio. Sabrina se mordió el labio inferior. ¿Hacía bien en llamarlo?, ¿Qué le diría? ¿Estaba lista para volver a Bahania?, ¿Metería a Kardal en líos por haberla secuestrado?

¡Pues claro!, ¡Vaya una pregunta estúpida! Tal vez su padre no creyese que el sol se alzaba y se ponía por ella, pero nunca perdonaría a quien la hubiese capturado

En cualquier caso, ¿qué quería?, ¿Y qué pasaría con la flota de aviones? ¿Arruinaría el proyecto de las fuerzas aéreas…?

– ¿Sabrina?

– Sí, padre -contestó sobresaltada-. Soy yo. Estoy…

– Sé dónde estás -atajó su padre- desde el principio. No me sorprende que Kardal quiera librarse de ti tan rápido. Esperaba que las cosas salieran de otra forma, pero contigo no hay forma. No voy a ir a buscarte. Te quedarás en la Ciudad de los Ladrones hasta que aprendas la lección -añadió, y colgó el teléfono.

Sabrina se quedó petrificada. Tuvo que dejar pulsar más de un minuto para poder caminar hasta la cama y dejarse caer sobre el colchón. Dejó el teléfono sobre la mesilla de noche y apretó los puños. Sintió un dolor en el pecho. Un dolor rabioso y humillante que no la dejaba ni sollozar.

Su padre no quería saber nada de ella. Kardal se había portado bien, pero podría haber sido cruel. ¿Y si la hubiese agredido? Era obvio que a su padre le daba igual. Siempre le había dado igual.

Lo había sabido desde el principio, pensó mientras se tumbaba boca abajo y se acurrucaba. Hundió la cara contra la almohada y no se molestó en contener las lágrimas que asomaron a sus ojos. Sollozó. Su madre había dejado claro que ya no la quería a su lado. Sabrina ya no era una niña y estar juntas le impedía mentir sobre la edad que tenía. Y su padre también la rechazaba.

Se sintió vacía. Cerró los ojos y se preguntó qué podía hacer.

De pronto sintió que algo cálido le rozaba la mejilla y que el colchón se hundía. Abrió los ojos y vio a Kardal sentado en el borde de la cama.

– ¿Qué te pasa? -preguntó con dulzura.

Intentó contestar, pero lloró con más fuerza todavía. El no la criticó. La estrechó entre los brazos y la apretó contra el pecho.

– Tranquila, ya verás cómo todo se arregla -le prometió él.

Sabrina deseó con todo su corazón que sus palabras se hicieran realidad.

Capitulo 9

KARDAL abrazó a Sabrina. Al principio ella se resistió un poco, pero luego se apoyó contra su pecho. El cuerpo le temblaba con cada sollozo.

– Estoy contigo -le dijo mientras le acariciaba el pelo con una mano.

Sabrina no respondió enseguida, pero a él no le importó esperar a que se calmase. Debería haberse sentido incómodo viéndola llorar. Su madre nunca había derramado una sola lágrima en su presencia y su experiencia le decía que las mujeres que lloraban delante de él lo hacían para manipularlo y conseguir que les diera lo que querían. Pero no pensaba lo mismo de Sabrina. Aunque solo fuera porque ella no podía saber que iba a entrar en su cuarto en ese momento.

También se sintió extrañamente protector. Quería consolarla, averiguar qué le pasaba y tratar de solucionarlo. Frunció el ceño. ¿Qué más le daba a él por qué llorase Sabrina? No era más que una mujer, debería serle indiferente el motivo de sus lamentos. Y, sin embargo, no se sintió impaciente por que enjugara el llanto ni le dijo que se ocupara de arreglar sus cosas ella sola.

Poco a poco fue calmándose. Por fin levantó la cabeza y se frotó la cara. Kardal sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo ofreció. Ella se lo agradeció con una sonrisa trémula, lo desdobló y se secó los ojos.

– En… encontré tu teléfono -dijo con voz temblorosa apuntando hacia la mesilla en la que había dejado el móvil.

– Estaba en mi manto.

– No registré los bolsillos -aseguró ella-. Iba a colgarlo en el armario para que no se arrugara y noté que algo me golpeaba la pierna. Sentí curiosidad y lo vi… Creí que no tendría cobertura… pero sí. Y llamé a mi padre.

Kardal se puso tenso. ¿Qué habría dicho Hassan?, ¿Le había aclarado lo del compromiso? ¿Por eso lloraba?, ¿Quería marcharse a Ba-hania?

Sabrina rompió a llorar de nuevo. Intentó apartarse, pero Kardal siguió abrazándola.

– Cuéntamelo -le dijo-. ¿Qué ha pasado?

– Lo… llamé. Decías que estabas esperando un rescate y pensé que si hablaba con él… -

Dejó la frase incompleta-. Pensé que se preocuparía por mí. Pero estaba equivocada.

No pretendía que te llevaras un disgusto dijo Kardal, incómodo.

– No es culpa tuya. Me da igual lo que mi padre dijese cuando lo llamaste -contestó alzando la barbilla-. No creo que vaya a pagar ningún rescate. Me dijo que no le extrañaba que quisieras librarte de mí tan rápido y que no iba a venir a buscarme. Dijo que me quedaría aquí hasta que aprendiera la lección -añadió instantes antes de agachar la cabeza y romper a llorar de nuevo contra el hombro de Kardal.

Comprendía que el rey estuviera decepcionado con su hija, pensó Kardal, pero Hassan no tenía derecho a tratar a Sabrina de una forma tan inhumana. No solo era sangre de su sangre, sino que no era la mujer que los periódicos decían que era. Él era el primer culpable por haberla juzgado por esos artículos. Y cuanto más la conocía, más comprobaba que se había equivocado. Lo triste era que su padre no se hubiese molestado en pasar el tiempo suficiente con ella para darse él también cuenta de lo mismo.

– ¿Qué lección quiere que aprenda?, ¿quiere que me convierta en una buena esclava? – preguntó Sabrina y negó con la cabeza-. Soy su hija. ¿Por qué no le importo?

Tenemos dos padres idiotas -sentenció Kardal con tal solemnidad que consiguió arrancar una sonrisa de Sabrina.

– Siempre supe que no era muy importante para él. Que su interés estaba centrado en mis hermanos… y en los gatos, por supuesto. Creía que lo había asumido, pero sigue doliéndome constatar que le doy totalmente igual.

Kardal le retiró el pelo de la cara. Enredó los dedos entre sus rizos pelirrojos. Pasó los pulgares bajo sus ojos y le secó las lágrimas.

– El rey Hassan no sabe lo que se pierde por no molestarse en conocerte -afirmó-. En solo una semana me he dado cuenta de que no te pareces nada a la mujercita que presentan los periódicos. Eres inteligente y tenaz. A pesar de la falta de diversiones, pareces contenta en la ciudad. Tienes amplios conocimientos de nuestra historia. Hasta lees bahano antiguo.

– No muy bien.

– Yo no leo lo más mínimo -contestó sonriente.

– Gracias -dijo ella algo reconfortada-. Tus palabras significan mucho para mí. Ojalá mi padre compartiera tu opinión. Quizá entonces no me hubiera prometido a un desconocido.

– ¿Has hablado de tu prometido cuando lo has llamado? -preguntó tenso Kardal.

– No dio tiempo -Sabrina se encogió de hombros-. Además, ¿qué va a decirme? Dudo mucho que lleguemos a caernos bien, mucho menos a enamorarnos. ¿Cómo voy a ser feliz casándome con un desconocido? Supongo que será un tipo desagradable que ya tiene tres esposas.

– Tu padre no permitiría un enlace así.

– A cambio de alguna ventaja política, haría conmigo cualquier cosa.

Sabrina recobró la compostura. Sentada en el centro de la cama, enderezó la espalda y levantó la barbilla. A pesar de tener los ojos hinchados y las mejillas arrasadas de lágrimas, tenía un aire regio. Era una princesa por los cuatro costados. Kardal quiso decirle que su destino no sería tan horrible como imaginaba. Que él no tenía otras mujeres ni era tan viejo. Treinta y un años recién cumplidos. Pero todavía no estaba preparado para comunicarle que era su prometido. Antes tenía que estar seguro.

– Yo solo quería encontrar a alguien a quien le importara. Alguien que me quisiera -Sabrina retorció el pañuelo que tenía entre las manos-. Nunca me han querido. Ni mis padres ni mis hermanos. Nadie.