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Pensó en decirle que él sí que la quería mucho, pero permaneció callado. En realidad, más que quererla la deseaba. Y Sabrina no estaba hablando de deseo. Sabrina hablaba de amor. ¿Por qué le daban las mujeres tanta importancia al amor?, ¿No comprendían que el respeto y tener objetivos en común era prioritario?

– Además -continuó Sabrina-, estamos en el siglo veintiuno. Lo de los matrimonios concertados es una tradición caduca.

– Tienes sangre real -le recordó Kardal- Los matrimonios concertados son una realidad Tienes un deber con tu país.

– ¿Y tú qué?, ¿Irías tan campante al matadero?

– Por supuesto. La tradición establece que mi matrimonio ha de ser beneficioso para mi pueblo.

– No puede ser -Sabrina lo miró asombrada-. ¿Accederías a un matrimonio arreglado?

– Dentro de ciertos márgenes. Primero conocería a mi futura esposa y me aseguraría de que seamos un matrimonio productivo con muchos hijos.

– ¿Qué?, ¿Pretendes asegurarte de que tuviera hijos varones? Sabes que eso no lo pueden decidir las mujeres, ¿verdad? -contestó con una mezcla de rabia y seriedad que lo hizo sonreír.

– Sí, Sabrina. Sé de dónde vienen los bebés y cómo se determina su sexo. Por productivo no me refería solo a la descendencia. Necesito a una mujer capaz de gobernar a mi lado, que entienda a mi gente y sea parte del ritmo de la ciudad.

– Puede que yo también accediera a un matrimonio concertado con esas condiciones – murmuró Sabrina-. Tú te casas con Blanca nieves y yo con el viejo de mal aliento. No es justo.

– Quizá no sea tan terrible -bromeó Kardal al tiempo que pensaba que cuanto más conocía a Sabrina, más interesante le resultaba. Podía contarle la verdad y aliviar sus temores, pero no le apetecía cambiar la relación que tenían.

– ¿Crees que debería aceptar mi deber como princesa real y casarme sin más? -preguntó ella.

– El deber siempre es importante.

– ¿En todas las circunstancias?

– Ya te he dicho que yo sí accedería a un matrimonio concertado.

– No me refería a eso -Sabrina lo miró a los ojos-. El rey Givon solo estaba cumpliendo con su deber cuando vino a la Ciudad de los Ladrones. Su deber era dejar embarazada a tu madre.

Kardal tuvo el impulso de protestar, pero se detuvo.

– Es verdad -admitió a regañadientes-. Lo tendré en cuenta. Sin embargo, pasará mucho tiempo hasta que consiga entender que el deber de mi padre era volverle la espalda a su hijo bastardo.

Sabrina rompió a llorar de nuevo por sorpresa. Se acercó a Kardal y le acarició un brazo.

– Perdona -susurró-. No pretendía recordarte algo tan desagradable. Créeme, sé lo que es sentir que tu padre reniega de ti. Por lo que a mí respecta, el rey Givon es un idiota por no querer conocerte y estar orgulloso de su hijo. Eres un príncipe estupendo, Kardal.

Sus palabras lo conmovieron más de lo que ella podía haber imaginado. Kardal jamás habría pensado que la opinión de una princesa mimada y alocada le importaría; pero después de conocerla, cada vez la respetaba y valoraba más.

– Gracias -dijo y le hizo una caricia en la cara-. Sé que me entiendes. Siento que tus padres te hayan tratado así. Te mereces mucho más.

– ¿De verdad?

Sabrina no pudo evitar sonar sorprendida. Nadie había estado nunca de su parte. Cuando se había enfrentado a su padre porque no le prestaba atención, este siempre se había escudado en las obligaciones que tenía como rey. Como si solo pudiese dormir una hora al día y ella fuese una niñata egoísta por pedirle un poco de su tiempo. En cuanto a su madre, nunca se quedaba en un mismo sitio lo suficiente para tener una conversación. En cambio, Kardal la entendía.

Lo cual tenía sentido. Al fin y al cabo, él también había vivido con un pie en Occidente y otro en el desierto.

– No llores más -susurró Kardal mientras pasaba los pulgares por sus mejillas de nuevo-. Tus ojos son demasiado bonitos para estar llenos de lágrimas.

¿Sus ojos le parecían bonitos?

Sin tiempo para preguntárselo o disfrutar del piropo, Kardal se acercó. De pronto, Sabrina se dio cuenta de que estaban solos en la habitación, sobre la cama. Pero, en vez de asustarse, sintió una excitación agradable. ¿La besaría de nuevo?

Kardal la rodeó con ambos brazos y la tumbó sobre el colchón.

– Sabrina.

Susurró su nombre antes de posar la boca sobre sus labios. Luego se acostó junto a ella.

Sabrina sintió un poco de miedo, pero la curiosidad era mucho mayor. Tenía la nuca sobre la almohada, el cabello extendido sobre la funda blanca. Kardal enredó los dedos en los rizos y aumentó la presión del beso, como si no fuese a dejarla escapar. Aunque podría haberla intimidado, ella estiró los brazos para acariciarle los hombros. Luego él inclinó la cabeza, separó los labios; pero en vez de introducir la lengua, Kardal le mordisqueó el labio inferior.

Una llamarada repentina recorrió su interior, inflamó sus pechos y bajó hacia el interior de los muslos. Sabrina deslizó una mano por el cabello negro y sedoso de Kardal, apoyó la otra sobre los músculos de su espalda.

Kardal siguió mordisqueándole el labio inferior, luego le pasó la lengua como para aliviar un dolor imaginario. Sabrina quería más. Quería un beso profundo como el del anterior encuentro. Quería volver a derretirse entre sus brazos.

Cuando no soportó más, fue ella la que le sujetó la cabeza y metió la lengua en la boca de Kardal.

– ¿Intentas domarme? -preguntó este con voz ronca.

– No… -contestó Sabrina, avergonzada por su descaro-. Yo solo…

– Está bien -la tranquilizó él-. Me gusta que me desees. Tu pasión aviva la mía. Quizá porque nunca había besado a una princesa.

– Yo no había besado a ningún príncipe.

– Entonces deja que te enseñe lo maravilloso que puede ser.

Ella pensó en contestar que lo sabía por el anterior beso, pero la boca de Kardal ya se había apoderado de la de ella y no tuvo ganas de interrumpir la experiencia con algo tan aburrido como unas palabras.

Kardal enlazó la lengua con la de ella. La temperatura subió hasta que sus cuerpos casi se fundieron. Unas partes estaban tan relajadas que Sabrina no podía moverlas, pero otras estaban tensas: los pechos le dolían, el sostén le sobraba, sentía una presión novedosa entre las piernas.

Lo rodeó con los brazos y lo apretó fuerte. Kardal colocó una pierna entre los muslos de ella. Al mismo tiempo, apartó la boca de sus labios y empezó a besarle el cuello. Bajó una mano desde el hombro hacia sus pechos.

Estaban pasando tantas cosas que ella no sabía a qué prestar atención. El contacto de su pierna con las de ella debería haberla incomodado. Nadie la había tocado nunca ahí. Pero le gustó sentir esa presión añadida. Si arqueaba las caderas y se frotaba contra él se sentía mejor y peor al mismo tiempo.

Kardal se apoderó de uno de sus pechos mientras le lamía el interior de una oreja. Paseó el pulgar por el pezón hasta hacerla gemir. Sabrina notó una conexión inmediata entre el pecho y el vértice de sus piernas. Cuanto más le tocaba el primero, más le dolía el segundo.

Nunca había ido tan lejos, pensó abrumada. Probablemente debiera pedirle que parase… pero no quería. Se sentía vulnerable, pero no tenía miedo. Podía ser que Kardal la hubiese secuestrado, pero ya no lo temía. Había vivido toda la vida tratando de honrar a su familia, pero la conversación telefónica con su padre le había dejado claro que le daba igual lo que hiciese. ¿Y qué si se acostaba con Kardal y perdía la virginidad?

Cuando este le separó las piernas, sin embargo, no pudo evitar acobardarse.

– Kardal, yo no…

– Lo sé, pajarillo. Eres virgen y no voy a aceptar las consecuencias de desflorar a una princesa -dijo él, sonriente, después de darle un beso fugaz-. Estoy muy orgulloso de mi cabeza y no pienso perderla ahora. No iré demasiado lejos -añadió, y dejó de sonreír. Luego le subió el vestido hasta la cintura y se apretó contra Sabrina. Ella notó algo duro entre los muslos. Algo que nunca había visto hasta el baño de Kardal, que nunca había tocado, pero que tenía una función evidente.