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Media hora después, redujeron la marcha a un trote pausado. Sabrina contempló la vastedad del paisaje.

– Sabes volver, ¿verdad? – bromeó ella.

– He estado por aquí un par de veces. Me las apañaré.

– ¿De verdad pasabas varios meses al año cu el desierto? -preguntó Sabrina

– Hasta que me mandaron al colegio -Kardal asintió con la cabeza-. Solo iba a la ciudad a visitar a mi madre y a mi abuelo.

– Una vida dura, me imagino.

– El desierto no es amigo de los débiles ni los tontos. Pero cuida a los que conocen sus secretos. Yo los aprendí. Me enseñó mi abuelo. Cuando tenía ocho años ya sabía orientarme para ir de El Bahar a Bahania -Kardal apuntó hacia el norte-. Allí hay un campo petrolífero.

Sabrina aguzó la vista y vio unas construcciones metálicas y unos edificios bajos.

– Hay muchos más campos como ese en tierra -prosiguió él-. Nos aprovechamos los frutos del desierto, pero tenemos cuidado no poner en peligro su ecosistema.

Sabrina estuvo a punto de indicarle que no era su tierra. Que pertenecía a los dos países vecinos. Pero, aunque el territorio de Kardal llegara únicamente hasta los muros de su ciudad, en realidad se extendía a lo largo de miles de kilómetros. Ni el rey Givon ni su padre se manejaban en el desierto, de modo que podía afirmarse que el auténtico soberano era Kardal.

– Quizá deberías pensar en cambiar de título -comentó Sabrina-. Ya no eres el príncipe de los ladrones.

– Puede -Kardal sonrió-. Pero no tengo intención de cambiar de título.

Parecía especialmente peligroso a caballo. Le había visto meterse una pistola antes de salir y estaba segura de que no sería la única arma que llevaba encima. Si alguien los atacaba, Kardal estaría preparado. No como ella, que había cometido la estupidez de salir sola. Tenía suerte de seguir con vida.

– ¿En qué piensas? -le preguntó él.

– En que debería haberme quedado en el palacio, en vez de salir a buscar la Ciudad de los Ladrones. No fue una decisión muy inteligente.

Pero si no te hubiera sorprendido la tormenta de arena, no podría haberte secuestrado.

Ella quiso responder que tampoco le habría resultado tan traumático no ser su esclava, pero palabras se le atragantaron antes de salir de boca.

Sí, en fin, el caso es que aquí estoy – Sabrina se ahuecó el pañuelo que cubría su cabeza para refrescarse un poco-. ¿Dónde está situado el aeródromo?

Kardal la miró como diciéndole que se había dado cuenta del súbito cambio de conversación, pero acabó respondiendo a su pregunta.

– La base principal estará en Bahania, pero habrá pistas por todo el desierto. Creo que tu hermano, el príncipe Jefri, está al comente de todo lo relacionado con el plan conjunto de nuestras fuerzas aéreas.

– Puede -Sabrina se encogió de hombros-. No me habían dicho nada, pero tampoco me sorprende. Como mujer, se supone que no tengo suficiente inteligencia para seguir una conversación.

– Es evidente que no han pasado mucho tiempo contigo.

– Se nota, ¿verdad? -Sabrina sonrió. Sus caballos estaban casi pegados. Le gustaba sentirse cerca de Kardal. Era distinto a todos los demás hombres que había conocido. Miró el desierto y se imaginó el ruido de un avión cortando el silencio-. ¿Habrá pilotos destinados en la Ciudad de los Ladrones?

– No creo. Se distribuirán por distintas bases militares en toda la zona.

– Y Rafe se encargará de coordinarlo.

– Sí.

– Porque confías en él.

– Me ha dado motivos.

– No me lo imagino como un jeque -comentó Sabrina-. Más bien…

Kardal la agarró por el pelo sin avisar.

– No te confundas -le dijo-. Puede que esté dispuesto a concederte cierta libertad, pero sigues siendo mía. He advertido a todos los hombres de la ciudad, incluido Rafe.

– ¿Se puede saber qué te pasa? Solo era una pregunta -replicó Sabrina sin arredrarse.

Supuso que debía asustarse, pero no tenía miedo de Kardal. Por muy príncipe y muy poderoso que fuera.

– Una pregunta sobre otro hombre -contestó él tras soltarle el pelo.

– Estábamos hablando de las fuerzas aéreas. Rafe está a cargo de la seguridad. No me parece que preguntar si se está encargando de coordinar las bases militares sea tan raro.

Entiendo -Kardal apartó su caballo un cuerpo del de Sabrina-. Es estadounidense. Muchas mujeres lo encuentran atractivo – añadió con voz tensa.

No debes preocuparte por eso. Kardal, llevo toda mi vida esquivando -hombres. ¿Por qué iba complicarme ahora?

No sé -Kardal se encogió de hombros-. Hablemos de otra cosa.

Como usted desee, Alteza. Le habría gustado seguir con el tema, averiguar qué creía que podía hacer con el jefe de seguridad. De pronto se dio cuenta de que le gustaba que Kardal estuviese algo celoso. Nunca le había dicho qué había sentido él al besarla y tocarla. No quería ser la única afectada por aquellos encuentros. Y daba la impresión de que no lo era.

Se acercó a la habitación de Sabrina con cierta inquietud. Por lo general no se ponía nervioso. No desde los desastrosos años en el internado de Estados Unidos. Allí había aprendido a adaptarse a cualquier situación. Pero esa noche estaba tenso. Quizá porque iba a cenar con su prometida. Hablaría con ella, la miraría y quizá la tocaría; pero no la poseería.

Aunque al principio no lo había creído posible, empezaba a pensar que le gustaría tenerla como esposa. Había tenido la esperanza de llegar a crear algo en común con ella, algo de lo que hablar. Pero nunca había imaginado que acabaría obsesionándose con Sabrina de ese modo. Su imagen lo perseguía mientras dormía como si fuese un adolescente soñando con su actriz favorita.

Era el príncipe de los ladrones. La tradición establecía que cualquier mujer debía sentirse honrada por compartir su cama. Al igual que su abuelo, había tenido cuidado de no abusar de tal privilegio, escogiendo únicamente a mujeres con experiencia y dispuestas a acostarse con él. Una joven viuda de un matrimonio desgraciado, una informática occidental… Ninguna casada, ninguna virgen. El príncipe de los ladrones no desfloraba vírgenes.

Eso lo dejaba frustrado, incapaz de satisfacer su deseo. Era una situación de lo más incómoda. Una situación que quería cambiar cuanto antes. Pero no podía. No sin tener que afrontar las consecuencias.

¿Quería casarse con ella?, ¿Su deseo se debía al desafío de domar a una mujer bonita o había algo más? El amor era un sentimiento propio de mujeres. No tenía cabida en los hombres, salvo el que un padre pudiera sentir por su hijos.

Kardal se detuvo en medio del pasillo y frunció el ceño. ¿Hijos?, ¿Había pensado en tener hijos en general, aunque no fueran varones? ¿ Querría a sus hijas si tenía alguna?

De pronto se imaginó a una chiquilla pelirroja cabalgando por el desierto. La oyó reírse y se sintió orgulloso de la seguridad con que se movía sobre el caballo. Sí, pensó sorprendido. Tenía capacidad para amar a una hija. Quizá tanto como a un hijo. Cinco años atrás jamás le habría parecido posible algo así. ¿Qué había cambiado?

Por miedo a que la respuesta no le gustara, emprendió la marcha y entró en la habitación de Sabrina sin molestarse en llamar. La encontró acurrucada en una silla situada frente a la chimenea, comparando un brazalete de oro y rubíes con las fotos de un libro.

– Sabía que no resistirías la tentación -dijo a modo de saludo-. Como ves, es muy fácil decir que les devuelva los tesoros a sus dueños cuando no te pertenecen. Pero en cuanto tienes los tesoros en la mano, la cosa cambia.

– Buen intento, Kardal, pero estás equivocado -contestó Sabrina sonriente-. Solo intento ubicar a qué época pertenece este brazalete.

Creo que el artista era de El Bahar o de Bahania y que, en algún momento, se trasladó a Italia. A finales del siglo xv quizá. ¿Qué tal el día? -le preguntó después de dejar el libro y el brazalete sobre la mesa que había junto a la silla.