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Se levantó y se acercó a él contoneando las caderas con elegancia. Kardal tuvo que contener el impulso de poseerla allí mismo. De ser su primer amante…, el único. El deseo de tocarla y saborearla, de hacerla una mujer y descubrir todas las posibilidades que podían explorar juntos.

Pero no era el momento. Kardal se obligó a sofocar el fuego que corría por sus venas y le entregó las alforjas que llevaba colgadas de un hombro.

– Han encontrado tu camello y tu caballo vagando por el desierto. Creo que esto es tuyo.

– ¡Los mapas y los diarios! -exclamó entusiasmada-. Aunque ya no los necesito para encontrar la ciudad, claro. Gracias por traerme. Y me alegra saber que mis animales están bien. Estaba preocupada por ellos.

– Los encontró una tribu de nómadas nada más terminar la tormenta. Venían hacia la ciudad y me los han devuelto nada más llegar – dijo mientras Sabrina vaciaba las alforjas. Luego se sirvió un vaso de agua del carrito con refrescos que Adiva llevaba a la habitación de Sabrina todos los días-. Los diarios de viaje son muy precisos, pero los mapas no te habrían conducido a ninguna parte.

– ¿Has mirado mis cosas? -preguntó Sabrina tras hojear las páginas de un diario-. ¿No se suponía que era una mujer libre?

– Te pregunté si querías irte y elegiste quedarte en la Ciudad de los Ladrones -Kardal se acercó y la miró a los ojos – Eres mía otra vez. Para hacer lo que yo quiera.

– Te olvidas de mi prometido -le recordó ella-. Podría estar dispuesto a pelear por mí.

– Seguro que desenvainaría la espada por tí… si te conociera -contestó Kardal-. Pero solo sabrá de ti lo que haya leído en los periódicos y lo que tu padre le haya contado. Creo que no corro peligro.

– Yo que tú no me arriesgaría por si acaso -replicó ella, aunque los dos sabían que no existía el menor riesgo.

– ¿Tan terrible es ser mi esclava?

– No, pero algún día tendré que volver a Bahania. Todavía no estoy preparada para hacer frente a mi destino, pero acabará sucediendo -Sabrina suspiró-. No podrás retenerme toda la vida, Kardal.

– Lo sé.

Se preguntó qué diría ella si supiese la verdad. Si supiese que sí podía retenerla si así lo deseaba. ¿Qué pensaría de él?, ¿Y qué más le daba?. Solo era una mujer. Su prometida, si llegaba a aceptarla.

Intentó convencerse de que la única razón por la que le interesaba su opinión era por lo mucho que la deseaba, pero una vocecilla interior le susurró que la cosa podía ser más grave Que quizá sí le importaban las opiniones, las necesidades y la felicidad de Sabrina.

Era una sensación inesperada. Una sensación que no le gustaba en absoluto.

Capítulo 11

LA TEMPERATURA subió más de lo esperado por la tarde. Sabrina deseó que su manto no fuese tan largo y pesado. También deseó no estar merodeando por los pasillos del palacio como un delincuente común, pero eso era inevitable.

Como todos los días desde que Kardal le había encargado que catalogara los tesoros de la Ciudad, envolvía algunas de las piezas en el mantillo para protegerlas. Cuando se encontraba con alguien en un pasillo, actuaba con naturalidad para que nadie sospechase la verdad. Kardal la mataría si se enteraba de lo que estaba haciendo.

Sabrina vio la puerta de su habitación al final del pasillo y suspiró aliviada. Otro viaje sin incidentes. Entró en el dormitorio y corrió hacia unos baúles que había en la pared frente a la ventana. Se los había pedido a Adiva, se suponía que para guardar sus pertenencias. Por suerte, Adiva no había reparado en el escaso equipaje de Sabrina.

Se quitó el manto y lo dejó caer al suelo. En el regazo llevaba tres bolsas de terciopelo y una estatua de jade. En las bolsas había joyas y estatuas que habían pertenecido al emperador de Japón. Al menos, los ladrones de la ciudad habían sido equitativos, pensó Sabrina. Habían robado a casi todos los países del mundo.

Tras examinar el contenido de la primera bolsa, en la que se hallaba la diadema de Isabel I de Inglaterra, abrió uno de los baúles y lo guardó todo dentro. Se detuvo a admirar el botín y pensó que en el plazo de un mes…

– Sé que no estás robando -dijo una voz de mujer detrás de ella-. Así que ¿qué estás haciendo?

Sabrina se dio la vuelta sobresaltada y vio a Cala aparecer entre las sombras. La madre de Kardal se levantó de la silla de la esquina, en la que debía de haberse sentado para esperarla. Lo había visto todo. Era evidente que estaba intrigada por su actitud, pero su expresión no revelaba qué podía estar pensando.

Sabrina sintió que las mejillas le ardían. Debía de estar poniéndose roja como un tomate. No podía soportar la mirada inquisitiva de una mujer a la que había llegado a considerar su amiga.

Eh…, no es lo que piensas -contestó cuando por fin logró articular palabra. No sé qué pensar -replicó Cala.

Sabrina miró los baúles que había junto a la pared y supo que su contenido podía hacer que la condenaran.

Es que… Kardal se niega a escucharme y no entiendo su actitud. Si la ciudad ya no roba, por qué no se pueden devolver algunos de los tesoros? Pero él dice que si algún país quiere recuperar lo que le quitaron, que venga a buscarlo. Solo que no pueden venir si no saben que están aquí -dijo Sabrina hablando aturulladamente-. Entiendo que hay cosas más difíciles que otras. ¿A quién pertenecen los huevos imperiales? De acuerdo. Pero hay otras piezas cuya procedencia es muy fácil de identificar. Yo… se lo dije, pero se echó a reír. Y… bueno, decidí tomar la iniciativa de devolver algunas cosas por mi cuenta… La mayoría son de Bahanía y El Bahar. Y hay un par de cosas que pertenecen a Inglaterra y a otros países… No son para mí -finalizó a la defensiva.

Cala permaneció callada un buen rato. Se acercó al baúl que estaba abierto y miró dentro.

– Creo que te conté que al principio financié mi organización de beneficencia con estos tesoros.

– Sí…, recuerdo que lo mencionaste -dijo Sabrina aliviada. Cala no parecía enfadada. No mucho al menos.

– Mi padre me mimaba. Me regaló diamantes y rubíes, esmeraldas del tamaño de un puño. Todas robadas. Se aseguró de darme piezas muy antiguas, que no tuvieran un dueño legítimo. Y yo las vendí. Con el tiempo la organización consiguió financiarse gracias a donaciones privadas, pero la inversión inicial se debe a la tradición de la ciudad -Cala sonrió y apuntó hacia una diadema de diamantes.

– . Siempre me ha encantado. ¿A quién pertenece?

– La hicieron para Isabel I de Inglaterra. La lleva en uno de sus retratos.

– Kardal puede ser muy testarudo en ocasiones -comentó Cala-. A veces resulta agotador. Me alegra que hayas encontrado una forma de burlarlo.

– ¿No vas a decirle lo que he estado haciendo? -preguntó sorprendida Sabrina.

– Estamos hablando del príncipe de los ladrones. Debería enterarse de cuándo le están robando, ¿no? -contestó sonriente. Luego se acercó a una silla que había frente a la chimenea. Ese día iba con ropa informal, en vaqueros y camiseta. No llevaba más joyas que unos aros de oro en la oreja y un brazalete, también de oro.

¿Qué piensas de mi hijo? -le preguntó a vista perdida en los leños que ardían en menea.

La pregunta la tomó desprevenida. ¿Qué pensaba de Kardal?

Me confunde -respondió con sinceridad -. Es verdad que es testarudo, pero también puede ser amable -añadió recordando cuando la había besado. Era un hombre apasionado, pero no se sentía cómoda contándole aquello a su madre.

Eres su prisionera -dijo Cala-. ¿No deberías odiarlo?

– Dicho así, supongo que sí. Pero no lo odio. Entre otras cosas, porque ahora mismo no tengo ganas de volver a casa. Así que mientras Kardal me deje, me quedaré en la ciudad catalogando sus tesoros -Sabrina hizo una pausa y sonrió-. Robando los más pequeños para poder llevarlos a mi habitación y devolverlo cuando por fin me marche.