Выбрать главу

– Debería haber venido antes -dijo mirando a Kardal a los ojos.

– ¿Por qué?, ¿Qué habría cambiado?

– Puede que nada- Givon se encogió de hombros – Puede que todo. Nunca lo sabremos.

– No habría podido enseñarte un sistema de vigilancia tan avanzado.

– Olvídate del trabajo. Se trata de ti y de mí. Por poco que te apetezca hablar del tema, tenemos que hacerlo -Givon dejó el vaso en la mesa-. Si algo he aprendido a lo largo de la vida es que hay cosas que se pueden retrasar, pero muy pocas se consiguen posponer eternamente. No te culpo por estar enfadado conmigo.

Kardal seguía sentado en la silla. Se obligó a permanecer calmado, pero estaba deseando ponerse de pie y saltar al cuello de Givon. Quería gritar, expresar su frustración, exigirle a su padre que explicara por qué se atrevía a presentarse allí después de tanto tiempo. Quería decirle que no era nadie para él y que seguiría sin importarle por mucho que hablaran.

Se sentía rabioso, frustrado, profundamente dolido. Emociones que no había advertido hasta ese momento en que salían a la superficie. Apenas podía respirar de intensas que eran. Sabrina lo había avisado, pensó de pronto. Le había dicho que debía prepararse para cuando se encontrara con su padre. Que si no preveía cómo iba a afectarle, el encuentro lo abrumaría.

Era más sabia de lo que estaba dispuesto a admitir.

– Sé que sientes rabia -insistió Givon.

– La rabia es lo de menos -contestó entre dientes Kardal.

– Sí… Ojalá… -Givon suspiró-. Quiero Explicarme. ¿Estás dispuesto a escuchar?

Kardal quiso gritar que no. Pero se negaba a salir de la sala como un adolescente. De modo que se limitó a asentir con la cabeza. De pronto se sorprendió echando de menos a Sabrina. Le habría gustado tenerla a su lado en aquel momento.

– Gracias -Givon se recostó en la silla-, Estoy seguro de que sabes por qué vine aquí. En vista de que tu abuelo no había tenido ningún hijo varón, la tradición establecía que el rey Hassan o yo debíamos tener un hijo con Cala. La tradición también obligaba a que los reyes de El Bahar y Bahania se alternaran. Habían pasado cien años desde la anterior vez que se había dado un caso semejante. Me tocaba a mí, así que dejé a mi esposa y a mis hijos y vine a cumplir con mi obligación.

– Estoy al corriente de las costumbres de la ciudad -dijo impaciente Kardal -Puede, pero no se trata solo de las costumbres ni de la historia de la ciudad. Sino de las personas que nos vimos implicadas. No estamos hablando de hechos fríos. Yo estaba casado, Kardal. Tenía dos hijos y los quería mucho. Nadie quería que viniese aquí. Yo mismo no quería. La idea de seducir a una niña de dieciocho años me resultaba repulsiva -Givon se detuvo y miró a Kardal-. Tenía la misma edad que tú tienes ahora. ¿Qué sentirías si tuvieses que acostarte con una chica de esa edad?

Kardal cambió de postura, se sentía incómodo. Entendía la postura de su padre, pero no quería reconocerlo.

– Sigue.

– Pienses lo que pienses de mí -continuó Givon-, debes saber que nunca le había sido infiel a mi esposa. Estaba embarazada de nuestro tercer hijo. Éramos felices. Pero tenía que cumplir con mi deber. Vine a la Ciudad de los Ladrones y conocí a Cala.

Al mencionar su nombre, su expresión cambió por completo. Sus labios dibujaron una ligera sonrisa y su mirada se suavizó. Kardal frunció el ceño. Se negaba a dejarse ablandar por los sentimientos de Givon.

– No era lo que había imaginado -prosiguió este-. Era bonita, pero era mucho más que eso. Aunque solo tenía dieciocho años, congeniamos enseguida. De repente, estaba como hechizado, sentía cosas por ella que nunca había sentido por nadie. Había venido con la intención de hacer mi trabajo y marcharme. Pero después de conocerla, me resultó inconcebible llevármela a la cama directamente. Empegamos a hablar, nos hicimos amigos. Cada vez nos caíamos mejor… Yo era un rey, un hombre poderoso. Y estaba enamorado de una niña. Me sentía como un idiota, pero era más feliz de lo que nunca lo había sido. La quería. Y quererla me hizo ver que nunca había amado de verdad a mi mujer. No de esa forma. Así que Cala y yo decidimos quedarnos.

– ¿Pensasteis en quedaros en la ciudad? – preguntó Kardal tras cambiar de postura une vez más.

– No quería dejarla -dijo Givon-. ¿Qué otra opción tenía? -añadió antes de dar un nuevo sorbo de agua.

– Pero no te quedaste.

– No -Givon dejó el vaso en la mesa-Pasó un mes, luego otro. Sabía que tendría renunciar a mi reino a mis hijos, a todo. Estaba dispuesto a hacerlo. Hasta que vino mi esposa. Mi tercer hijo había nacido entre tanto. Me puso el bebé en los brazos y me preguntó si iba a abandonarlos a todos. Miré al bebé a los ojos y vi en ellos mi futuro, supe que no podía darme aquí. Había estado jugando, pero había llegado el momento de volver a asumir mis responsabilidades. El pueblo de El Bañar era más importante que mis problemas personales.

Kardal no quería pensar en lo mucho que le habría costado irse. Conocía bien a su madre y estaba seguro de que no habría asumido aquel revés con serenidad.

– Cala te pidió que no volvieras nunca – dijo Kardal, creyendo por primera vez en la vida que así había sido.

– Y yo accedí, aunque no tenía intención de cumplir mi palabra. Me prometí que volvería. Pero mi esposa murió al año. Me encontré con tres niños a los que criar. No podía dejarlos para volver con Cala y contigo. Eran los herederos, así que tampoco podía llevármelos conmigo. Y no quería que mi hijo mayor jurara como rey siendo tan joven. Le pedí a Cala que vinierais a vivir conmigo, pero dijo que eras el príncipe de los ladrones y tenías que crecer dentro de los muros de la ciudad. Creo que seguía dolida y resentida. No la culpo. Además, había perdido la confianza en mí.

Kardal no sabía qué pensar. No había querido oír la versión de su padre, pero una vez que lo había hecho, no podría quitársela de la cabeza nunca. Nada era como había supuesto.

– Ella nunca te odió -dijo de pronto-. Nunca habló mal de ti.

– Gracias por decírmelo -contestó Givon con cierta melancolía en su voz-. Por mi parte, nunca he dejado de quererla.

Era más de lo que Kardal quería saber. Farfulló una disculpa y se marchó de la sala. Un centenar de pensamientos se agolpó en su cabeza, pero solo importaba uno: tenía que ver a Sabrina. En cuanto estuviera con ella, todo mejoraría.

Recorrió a toda prisa los pasillos del palacio y solo frenó al llegar a la puerta de su habitación. Entró sin llamar.

Estaba sentada con varios libros delante, distribuidos sobre una mesa. Levantó la cabeza hacia Kardal y sonrió. Este se fijó en su cabello pelirrojo, en la luz de sus ojos, las curvas que el vestido de algodón ocultaba más que realzaba.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó tras ponerse de pie.

– He hablado con mi padre.

Intentó decir algo más, explicar lo duro que le resultaba comprobar que Givon no era ningún demonio, sino un hombre que se había visto obligado, por circunstancias que escapaban a su control a tomar decisiones difíciles. Kardal no exculpaba a Givon del todo. Siempre podía haberse puesto en contacto con él. Pero ya no tenía tan claro dónde situar la línea divisoria entre la culpa y la inocencia.

Sabrina vio las emociones que se concentraban en el rostro de Kardal. Estaba confundido, herido. No sabía de qué habrían hablado exactamente, pero podía hacerse una idea. Sabrina sufría con el dolor del hombre que tenía delante. El hombre al que amaba y con el que no podría quedarse. Sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos, avanzó hasta Kardal y lo abrazó. Este le devolvió el abrazo. Cuando bajó la cabeza para besarla, no se le ocurrió rechazarlo ni retroceder.

La pasión se encendió con la intensidad habitual. Sabrina sintió que los huesos se le derretían contra el cuerpo de Kardal. Él, todo músculo. Ella, toda curvas. Pensó en lo a gusto que se sentía entre sus brazos. La estaba besando con una mezcla de ternura y urgencia. Esa vez no le mordisqueó el labio inferior, sino que buscó su lengua como si la necesitase para vivir. El deseo de Kardal avivó el de Sabrina, que se aferró a él, dejando que tomara lo que quisiera, mostrándole cuánto lo necesitaba ella también.