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– Esto es ridículo -protestó Sabrina, apenas audibles sus palabras entre los ronquidos de los demás hombres-. Es de noche, estamos en el desierto. ¿Adónde se supone que voy a irme? Desátame de una vez.

– Me parece que no estás en condiciones de dar órdenes -replicó él sin molestarse en mirarla-. Si sigues hablando, tendré que amordazarte. Te aseguro que es bastante desagradable.

Le oyó tomar aire, pero ella no volvió a hablar, cosa que su secuestrador agradeció.

Sabrina volvió a cambiar de postura, se cubrió con el manto. La temperatura seguía bajando. Kardal sabía que acabaría acercándose a él en busca de calor corporal. Si la hubiera dejado sola, habría despertado tiritando. Aunque dudaba que Sabrina fuera a agradecérselo. Las mujeres no solían tener mucho sentido común.

En cuanto a confiar en ella para soltarla, antes le confiaría toda su fortuna a un jugador de apuestas. No podía creerse que hubiese sido tan boba o tan temeraria, de lanzarse a viajar sola por el desierto. ¿ Acaso no era consciente de lo peligroso que podía ser?

Estaba claro que no, pensó, respondiendo a su propia pregunta. Al principio le había sorprendido ver a un viajero solitario a lo lejos. Él y sus hombres habían cambiado de rumbo al instante para ofrecerle ayuda. Luego había advertido que se trataba de una mujer. Y, cuando por fin le había visto la cara, la había reconocido de inmediato.

Sabrina Johson, también conocida como la princesa Sabra, única hija del rey Hassan de Bahania, era lo peor que se podía haber cruzado en su camino. Una mujer caprichosa y con menos inteligencia que un cocotero.

Suponía que lo más sensato sería devolverla a su padre, aunque sabía que el rey no haría nada por corregir su conducta. Tenía entendido que el rey Hassan se desentendía por completo de su hija, a la cual dejaba que pasase la mayor parte del año con su madre en California. Seguro que llevando una vida desenfrenada, al igual que la ex esposa del rey.

Kardal abrió los ojos y alzó la vista hacia el cielo. Las estrellas brillaban. Era un hombre del nuevo siglo, como cualquier otro, atrapado entre la tradición y el progreso. Iba en busca de la sabiduría e intentaba actuar en consecuencia en todas las situaciones. Pero cuando pensaba cómo desperdiciaba el tiempo Sabrina en Beverly Hills, viviendo quién sabía qué clase de vida, teniendo aventuras Maldijo para sus adentros. Podía ser que fuese incomprensiblemente bella, pero en el fondo era una niña mimada y caprichosa. No era ni una esposa tradicional del desierto ni una de esas joyas relucientes que la mejor cultura occidental podía ofrecer. No encajaba en ninguna parte y no sabía qué hacer con ella. Si la vida fuera justa, podría haberla devuelto y olvidarse de ella Por desgracia, la vida no era justa y no cabía pensar en esa opción. Era el precio de ser un líder, supuso.

Sabrina se tumbó boca arriba, tirando de la cuerda que los unía. Kardal no se movió. Suspiró disgustada, pero no dijo nada. Con el tiempo su respiración se relajó y se quedó dormida. Al día siguiente se presentaba interesante, pensó él con ironía. Tendría que decidir qué hacer con su cautiva. Si es que no lo sabía ya y no quería admitirlo. También estaba la cuestión de que ella no lo hubiese reconocido, aunque tal vez no le hubieran dicho su nombre. Sonrió. Sí no sabía, no sería él quien se lo dijera. Al menos de momento.

Sabrina despertó despacio con una extraña sensación de calor y cama dura. Se giró un poco, pero el colchón no cedió ni un milímetro,. Ni se alejó la fuente de calor que la rodeaba.

Procedía de uno de sus lados, como si… Abrió los ojos de golpe. Miró hacia el cielo al amanecer y comprendió que no estaba en su cama en el palacio, ni en su habitación en la casa de su madre. Estaba en el desierto, atada con una cuerda a un desconocido. Los acontecimientos del día anterior se agolparon en su cabeza con la sutileza de una tormenta en el desierto: la emoción de emprender por fin un viaje con el que había soñado desde la primera vez que había oído hablar de la Ciudad de los Ladrones; el cuidado que había puesto en seleccionar las provisiones y elegir un caballo más dócil de lo normal para no tener que preocuparse por una caída. Tenía una brújula, mapas, diarios y mucha voluntad a su favor. Con lo que no había contado era con una conspiración de la naturaleza.

La cual la había llevado a la comprometida situación en la que se encontraba. Atada a un nómada que a saber qué haría con ella.

Se arriesgó a mirar a la derecha. Kardal seguía dormido, lo que le dio la oportunidad de contemplarlo. Iluminado por la suave luz de la mañana, seguía pareciendo duro y poderoso, un morador del desierto. Su destino estaba en manos de ese hombre, cosa que la alarmaba, pero ya no creía que su vida corriera peligro. Ni su virtud. Ni siquiera cuando la había atado había pensado en ningún momento que fuese a abusar de ella. Lo cual no tenía sentido. Debería haber tenido miedo.

Sabrina miró las gruesas pestañas, la curva relajada de su boca mientras dormía. Su piel morena realzaba unos pómulos y un mentón marcados. ¿Quién sería ese Kardal? ¿Por qué la retenía prisionera en vez de acompañarla hasta la ciudad más cercana?

Él abrió los ojos de repente. Se miraron a menor de veinte centímetros de distancia. Sabrina intentó descifrar la expresión de su rostro, y no lo consiguió. Era muy extraño: si hubiera tenido que decir una palabra para describir lo que veía en los ojos de Kardal, sería desilusión.

Se levantó sin saludarla. Al hacerlo, Sabrina advirtió que debía de haber aflojado la cuerda que los unía, porque estaba tirada en la manta que había extendido sobre la arena. Con un movimiento ágil, él se agachó y le desató las muñecas.

Haz las abluciones de la mañana -dijo Kardal.

– . No intentes escapar. Si lo haces, te entregaré a mis hombres.

– No parece que tengas buen despertar, ¿ Eh? -contestó Sabrina.

Kardal se dio media vuelta y echó a andar sin molestarse en contestar. Sabrina suspiró. No podía decirse que hubiese sido una conversación amigable precisamente.

Obedeció. Agarró un recipiente con agua y lo llevó a un extremo del campamento. Cubriéndose con el manto, hizo lo que pudo por refrescarse. Entre la tormenta de arena, pasar la noche con la ropa del día anterior y la perspectiva de seguir llevándola por tiempo indefinido habría dado cualquier cosa a cambio de una buena ducha.

Diez minutos después, se acercó con precaución a la hoguera. Dos hombres preparaban el desayuno. Sabrina se desentendió de la comida y miró con anhelo la cafetera que había junto a las llamas. La comida no era prioritaria para ella a esas horas, pero no era persona sin una taza de café por la mañana.

Miró a Kardal, lo vio asentir con la cabeza y avanzó hacia la cafetera. Se hizo un hueco entre los hombres para agarrar una taza limpia de una alforja y se sirvió. Estaba caliente, fuerte…

– Perfecto -susurró Sabrina.

Kardal rodeó la hoguera hasta hallarse frente a ella. El manto que lo cubría estaba abierto y se ahuecaba a cada paso que daba.

– Me sorprende que te guste -dijo-. A la mayoría de los occidentales y a muchas mujeres les resulta demasiado fuerte.

– Imposible demasiado fuerte -contestó Sabrina tras dar un nuevo sorbo.

– ¿No prefieres un buen cappuccino?

– Ni en sueños -aseguró ella.

Kardal la instó a que lo acompañara hasta un extremo del campamento. Una vez allí, se puso las manos en las caderas y la miró como si fuese un gusano especialmente desagradable.

Hay que hacer algo contigo -anunció.

¿ Qué?, ¿Es que no quieres pasar el resto de tu v ida viajando conmigo por el desierto? Y yo que creía que disfrutabas atándome y haciéndome dormir sobre el suelo -contestó con sarcasmo Sabrina.