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Sabrina se echó hacia delante, apartándose de él. Kardal notó el temblor de sus músculos, resultado de la tensión.

– Relájate -le dijo al tiempo que la rodeaba por la cintura y la atraía hacia él -. Tenemos un viaje largo por delante. Si sigues en una postura tan rígida, no tardará en dolerte todo el cuerpo. Prometo no abusar de ti mientras estés en mi caballo.

– Entonces recuérdame que no me baje nunca -murmuró Sabrina, aunque dejó caer el peso sobre su pecho.

Aunque era un incordio de mujer, no le desagradaba tanto como había pensado. Por desgracia, su cuerpo también le resultaba más deseable de lo sensato. Al montarla en el caballo, solo había pensado en impedir que huyese. Pero estaba pagando un precio demasiado caro. La espalda de Sabrina rozaba su torso, el trasero se pegaba contra sus ingles, excitándolo de tal modo que apenas podía pensar. Era la clase de problema que no necesitaba. No era la mujer tradicional del desierto que habría elegido. Tampoco era servicial, su ingenio y sus palabras como armas arrojadizas y era evidente que el tiempo que había pasado en Occidente la había corrompida Era irrespetuosa, siempre quería tener la última palabra y estaba malcriada. Y aunque sí que le resultaba intrigante, nunca la habría elegido. Por otra parte, la elección no había sido suya. Todo Labia quedado determinado el mismo día de su nacimiento.

Kardal se preguntó cómo era posible que ella no supiera quien era él. ¿Su padre no la había puesto al corriente?, ¿o quizás ella no había entendido? Ya lo descubriría mas adelante. Kardal sonrió. Dudaba que Sabrina atendiese a nada que no quisiera oí, Pero él la enseñaría a romper con ese hábito.

Sabrina iba a ser un desafío, pero al final saldría victorioso. Era el hombre y tenía el poder. Antes o después, ella acabaría aceptándolo y valorándolo Mientras tanto, ¿qué diría cuando se enterara de que era el hombre al que estaba prometida?

Capítulo 3

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OR FIN se acostumbró al ritmo del caballo. A pesar de su deseo de mostrarse independiente, no pudo evitar acabar recostándose contra Kardal. Era un hombre fuerte, capaz de soportar su peso, y era verdad que no debía mantener una postura tan tensa si no quería acabar con el cuerpo destrozado.

Así que se permitió apoyarse sobre su musculoso torso. Kardal adelantó los brazos, de modo que pasó a sujetar las riendas por delante de ella, en vez de por detrás. Sabrina apoyó sus antebrazos sobre los de él.

La sensación de tocarlo resultaba extrañamente íntima. Quizá era la proximidad de sus cuerpos, o la oscuridad causada por la venda que tapaba sus ojos. Nunca se había visto en una situación igual, lo cual tampoco era sorprendente. Al fin y al cabo, no era normal que un nómada secuestrara a una princesa.

– ¿Haces esto a menudo? -preguntó Sabrina-. ¿Te gusta secuestrar mujeres inocentes?

– Eres muchas cosas, princesa, pero en ningún caso inocente -contestó Kardal.

En realidad se equivocaba en ese punto, pero no eran ni el momento ni el lugar indicados para mantener esa conversación. Podía…

El caballo se desequilibró al pisar una piedra suelta. Sin avisar. Por un instante, Sabrina sintió que se caería al suelo. Contuvo la respiración, intentó agarrarse a algo, pero sus manos no encontraron sujeción alguna.

– Tranquila -dijo Kardal con voz serena al tiempo que la apretaba por la cintura con un brazo-. No dejaré que te pase nada.

Ella quiso encontrar consuelo en sus palabras, pero sabía el verdadero interés de su secuestrador.

– En realidad no te importo -murmuró-. Lo único que te importa es lo que valgo.

– Exacto, pajarillo -Kardal soltó una risilla-. No voy a dejar que eches a volar. Y cuidaré de que no te hagas daño. Vas a seguir tal como estás hasta que pueda reclamar la recompensa que me merezco.

No le gustó cómo sonaba. Estaba claro que Kardal creía todo lo que los periódicos contaban de ella y, solo por eso, creía conocerla.

– Te equivocas conmigo -dijo al cabo de unos minutos, de nuevo habituada al ritmo del caballo.

– No suelo equivocarme -le susurró Kardal al oído-. Sé que no eres una hija obediente. Vives una vida alocada en Occidente. Pero no es de extrañar. Eres la hija de tu madre, no una mujer de Bahania. Ella se dijo que era un salvaje y que le daba igual lo que pensase. Por desgracia, no pudo evitar que sus palabras le hicieran un nudo de lágrimas en la garganta. No aguantaba que la gente la juzgara por un par de artículos periódicos y las revistas. Toda la vida igual. ¡Eran tan pocas las personas que se molestaban en averiguar la verdad!

– ¿Nunca has pensado que los medios de comunicación pueden equivocarse? – preguntó.

– A veces, pero no es tu caso. Has vivido muchos años en Los Ángeles. Es inevitable que te hayas hecho a ese estilo de vida. Si tu padre te hubiese mantenido aquí, habrías aprendido nuestras costumbres.

– Suena como si la culpa de que mi padre se desentendiera de mí fuera mía -contestó-. Tenía cuatro años. No tenía voz ni voto. Y, por si lo has olvidado, la ley de Bahania prohíbe que los miembros de la familia real crezcan en el extranjero. Si me fui con mi madre fue porque mi padre no quiso impedirlo.

No pudo limar el resentimiento de su tono de voz. Toda la vida había crecido sabiendo que su padre no la había querido lo suficiente para conservarla. Estaba segura de que si hubiese sido un hombre, se habría negado a perderlo. Pero no era más que una hija. Su única hija, aunque eso no parecía relevante.

Era frustrante, injusto. Estaba cansada de que la acusaran por algo de lo que en realidad era víctima. Pero algún día lo superaría. Quizá el día en que dejara de importarle lo que los demás pensaran de ella. Quizá entonces conseguiría madurar y no molestarse por las personas que la juzgaban antes de conocerla. Por desgracia, ese día todavía no había llegado y le dolía el mal concepto que Kardal tenía de ella.

– Piensa lo que quieras -prosiguió Sabrina-. Puedes tener tu opinión y tus teorías, pero solo yo sé la verdad.

– Hasta ahí reconozco que es verdad -contestó en un tono enigmático que la hizo preguntarse en qué estaría pensando. Y, ahora, relájate. Todavía queda mucho. Intenta descansar. Anoche apenas dormiste.

Estuvo a punto de preguntar cómo lo sabía pero recordó que habían estado atados. Aunque se había dormido enseguida, se había despertado una y otra vez y no había dejado de dar vueltas. Era evidente que también lo había mantenido a él despierto. Después de haberla secuestrado, maniatado y vendado, lo cierto era que no lo lamentaba.

Respiró profundo e intentó relajarse. Cuando la tensión de su cuerpo empezó a disiparse, dejó vagar la mente. ¿Cómo sería tener las riendas de la propia vida, igual que Kardal? Él era un hombre del desierto, no rendía cuentas a nadie, mientras que ella siempre había tenido que someterse a la voluntad de sus padres. Siempre la estaban llevando de un lado a otro, como si ninguno de los dos la quisiera tener al lado en realidad.

– ¿De verdad vives en la Ciudad de los Ladrones? -preguntó medio adormilada.

– Sí, Sabrina.

Le gustó cómo había pronunciado su nombre. A pesar de los pesares, sonrió.

– ¿Toda la vida?

– Sí. Salí unos años cuando estudiaba, pero siempre he vuelto al desierto. A donde me corresponde -contestó con seguridad envidiable.

– Yo nunca he pertenecido a ningún sitio. Cuando estoy en California, mi madre me trata como si fuese un estorbo. Ahora que soy mayor es mejor, pero antes no paraba de quejarse de que no la dejaba moverse libremente, a su antojo. Lo que no era verdad, porque me dejaba con su doncella. Y en Bahania… -Sabrina suspiró-. Bueno, supongo que no le caigo muy bien a mi padre. Cree que soy como ella, pero no es verdad… La gente no suele apreciar las pequeñas cosas que demuestran que tienes raíces en un sitio. Yo las apreciaría si las tuviese.