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– Quizá durante diez minutos -contestó Kardal-. Luego te cansarías de tener que cumplir con el peso de la tradición. Reconócelo, pajarillo, eres una niña mimada.

– No lo soy -replicó con vehemencia-. No me conoces lo suficiente para emitir un juicio así. Claro, es muy sencillo leer un par de cosas, oír un rumor aquí y allá y decidir que soy tal o cual cosa, pero no es agradable vivir una vida como la mía.

– Creo que serías capaz de discutirme hasta el color del cielo.

– No si pudiera verlo.

– Buen intento -Kardal rió-. Pero no voy a quitarte la venda.

– Tu actitud se merece un escarmiento.

– Puede, pero no serás tú quien me lo dé – contestó él, todavía sonriente-. Vas a estar demasiado ocupada con otras cosas haciéndome de esclava.

Se estremeció. ¿De veras pretendía convertirla en su esclava?

– No hablas en serio, ¿verdad? Crees que tengo que aprender la lección y estás dispuesto a enseñármela, ¿no?

– Tendrás que esperar para averiguarlo. Pero no te sorprendas mucho si descubres que no tengo intención de dejarte marchar.

No podía asimilarlo. Era una locura. No estaban en el siglo catorce. Hacía siglos que la esclavitud se había abolido en Bahania. Aunque las leyes del desierto tal vez no hubieran cambiado tanto.

– ¿Qué… qué esperas exactamente de mí? Kardal permaneció callado varios segundos. Luego se acercó a ella y susurró.

– Es una sorpresa.

– Apuesto a que no será agradable -murmuró

Un sonido la despertó. Sabrina dio un respingo y comprendió que se había quedado dormida. Sintió miedo por un instante: no podía ver. Pero enseguida recordó que estaba vendada y maniatada.

– ¿Dónde estamos? -preguntó con más miedo que antes. Había mucho ruido alrededor. Oía retazos de conversaciones, gritos, gruñidos, balidos. ¿Balidos?

Aguzó el oído y se dio cuenta de que percibía balidos de cabra y los cencerros del ganado. Distinguía un sonido de intercambio de monedas, el olor de carne cocinada, de animales del desierto y aceites perfumados.

– ¿Estamos en un mercado?, ¿Vas a venderme? -preguntó con aprensión.

Se sintió helada. Hasta ese momento no había llegado a creerse la gravedad de su situación. Sí, estaba secuestrada por Kardal, pero este la había tratado bien. De repente todo era distinto. De repente era un objeto. Si Kardal decidía venderla, no podría impedírselo. Nadie atendería a las protestas de una simple mujer.

– No pienses que tienes que tirarte bajo las ruedas del siguiente carro que pase -contestó con calma Kardal – Aunque la idea tiene su atractivo, no voy a venderte. Hemos llegado.

Bienvenida a la Ciudad de los Ladrones.

Sabrina escuchó las palabras sin llegar a comprenderlas. ¿No la iba a vender a algún hombre espantoso?, ¿Su vida no corría peligro?

Notó los dedos de Kardal en la nuca y, acto seguido, la venda cayó. Necesitó varios segundos hasta que sus ojos se adaptaron a la luz del atardecer. Se quedó maravillada.

Había gente por todas partes. Centenares de personas vestidas con atuendos típicos del desierto.

Mujeres con cestas y hombres guiando burros. Niños correteando entre la multitud. Los comerciantes anunciaban sus mercancías en los puestos de lo que parecía la avenida principal.

Era un poblado, pensó asombrada. O una ciudad. ¿La Ciudad de los Ladrones existía?, ¿Era posible?

– ¿Es de verdad? -le preguntó incrédula a Kardal.

– Por supuesto. Eh…, parece que se han dado cuenta de nuestra presencia.

Sabrina devolvió la atención hacia la gente y vio que los estaban señalando. De pronto, reparó en lo sucia y despeinada que estaba. Llevaba el manto sobre el regazo, cubriéndole las manos, y un pañuelo ocultaba su cabello rojizo. Aun así, no dejaba de ser una mujer que estaba compartiendo montura con un nombre. Peor aún, tenía facciones occidentales. Su piel no era tan oscura como las de los nativos y la forma de sus ojos también era especial. Y la de su boca. Nunca había acertado a precisar qué curva de los labios la diferenciaba, pero casi nunca la tomaban por una mujer de Bahania.

– ¡Señora, señora!

Sabrina se giró hacia la voz aguda que la llamaba y vio a una niñita que la saludaba. Sabrina hizo ademán de saludarla, pero recordó a tiempo que tenía las muñecas atadas. Tuvo que conformarse con asentir con la cabeza.

– ¿Dónde guardáis el tesoro? -preguntó-. ¿Puedo verlo?

Antes de que Kardal pudiera contestar, oyó un sonido peculiar. Un sonido familiar, pero tan fuera de lugar que…

Se giró hacia el sonido y se quedó sin respiración. Allí, en un extremo del mercado, había una cascada. Un río fluía perezoso hasta desaparecer tras una curva.

– ¿Agua? -preguntó, incapaz de creer lo que estaba viendo.

– Tenemos un manantial subterráneo que cubre nuestras necesidades -la informó Kardal mientras guiaba el caballo entre el gentío-. En la parte este desaparece. Aquí, riega nuestras cosechas.

Sabrina estaba perpleja. En el desierto, el agua era más preciosa que el oro, más que el petróleo incluso. Con agua, podía sobrevivir cualquier civilización. Sin ese bien tan elemental, la vida terminaría enseguida.

– Había leído referencias a un manantial en alguno de los diarios de viajeros -comentó-, pero ninguno hablaba de un río.

– Quizá no tenían permiso para verlo, o decidieron no escribir al respecto.

– Puede. ¿Hace cuánto existe?

– Desde que los primeros nómadas fundaron la ciudad.

Sabrina apartó la vista del río y la devolvió a la multitud.

– Toda esta gente no pueden ser nómadas. Por definición, preferirían pasar parte del año en el desierto.

– Cierto. Hay algunos que viven permanentemente dentro de los muros de la ciudad. Otros se quedan un tiempo y siguen su camino.

¿Muros? Sabrina miró más allá de los límites del mercado y vio el principio de los muros. Solo entonces advirtió que estaban cabalgando por una especie de patio gigante. En efecto, a unos trescientos metros de distancia, se alzaban unos muros de piedra impresionantes.

– No es posible -exclamó estupefacta.

– Y, sin embargo, existe.

Pasaron bajo un arco de madera que daba acceso a las puertas más grandes que jamás había visto, de unos treinta metros de altura. Deseó poder bajar del caballo y examinarlas.

– ¿Qué antigüedad tienen? -preguntó, casi sin voz por la emoción-. ¿Cuándo las construyeron?, ¿De dónde es la madera?, ¿Quién las diseñó? ¿Siguen haciendo puertas así?, ¿Se pueden cerrar?

– ¡Cuántas preguntas! -bromeó Kardal-. Y todavía no has visto la parte más impresionante.

Estaba a punto de preguntar qué podía haber más impresionante que aquel par de puertas cuando divisó un segundo patio. Sabrina miró a su alrededor con sumo interés. Los muros seguían rodeando la ciudad. ¿Qué amplitud tendría en total?, ¿Cuánto mediría el perímetro del muro?, ¿Tres kilómetros?, ¿Quince?, ¿Dónde…?

Levantó la cabeza y estuvo a punto de caerse de espaldas del caballo. Kardal detuvo al animal y dejó que Sabrina mirara lo que se alzaba ante ella: un castillo del mismísimo siglo XII.

Intentó hablar, pero no pudo. No estaba segura ni de si estaba respirando. El castillo subía hacia el cielo como una catedral antigua, con sus torres, su foso y su puente levadizo.

Un castillo. Ahí. En medio del desierto.

No podía creérselo. Y, sin embargo, ahí estaba. Mientras contemplaba el diseño, advirtió que lo habían construido por partes, que lo habían remodelado, ampliado y vuelto a remodelar. Había influencias occidentales y orientales, ventanas características del siglo xiv junto con torres del xviii. La gente iba de un lado a otro del puente principal.