Выбрать главу

Antes, sin embargo, a la joven candidata tenía que aprobarla la madre, que viajó a Hampshire para la inspección. Louisa le pareció tímida, tratable y de una familia decente, aunque no distinguida. No había en ella vulgaridad o una debilidad moral obvia que pudiese avergonzar a su querido hijo. Ni tampoco parecía haber una vanidad escondida que en un tiempo futuro la empujase a embridar la autoridad de Arthur. La madre, la señora Hawkins, parecía agradable y respetuosa. Al dar su aprobación, la madre de Arthur se permitió incluso reflexionar que quizá hubiese algo en Louisa que le recordaba a ella misma de joven. Y, en definitiva, ¿qué más podía desear una madre?

George

Desde que empezó a estudiar en el Mason College, George ha contraído la costumbre de recorrer los caminos casi todas las noches al volver de Birmingham. No para hacer ejercicio -tuvo todo el tiempo del mundo en Rugeley-, sino para despejar la cabeza antes de reanudar el estudio de sus libros. La mayoría de las veces este recurso falla y se enfrasca en las minucias de las leyes contractuales. Aquel frío atardecer de enero, en que hay una media luna en el cielo y en los arcenes todavía resplandece la escarcha de la noche anterior, George está repasando en murmullos su argumentación para el debate del día siguiente -es un caso sobre harina contaminada en un granero- cuando una figura sale de improviso de detrás de un árbol.

– Vas camino de Walsall, ¿eh?

Es el sargento Upton, con la cara colorada y resoplando.

– ¿Cómo dice?

– Ya has oído lo que he dicho.

Upton está plantado muy cerca y le mira con una fijeza que a George le resulta alarmante. Se pregunta si el sargento estará chiflado, en cuyo caso más vale seguirle la corriente.

– Me ha preguntado si voy camino de Walsall.

– Así que a fin de cuentas tienes un par de puñeteras orejas.

Está resoplando como… como un caballo, un cerdo o algo así.

– Sólo me ha extrañado que lo preguntase, porque este camino no es el de Walsall. Como los dos sabemos.

– Como los dos sabemos. Como los dos sabemos. -Upton da un paso adelante y agarra a George del hombro-. Lo que sabemos los dos es que tú conoces el camino a Walsall y que yo también lo conozco, y que has estado haciendo diabluras en Walsall, ¿verdad?

Ya está clarísimo que el sargento es un chiflado; además, le hace daño. ¿Serviría de algo señalar que no ha estado en Walsall desde hace dos años, cuando fue a comprar regalos de Navidad para Horace y Maud?

– Estuviste en Walsall, cogiste la llave de la escuela, te la llevaste a casa y la pusiste en el escalón de entrada, ¿verdad?

– Me está haciendo daño -dice George.

– Oh, no, qué va. No te hago daño. Esto no te hace daño. Si quieres que el sargento Upton te haga daño, no tienes más que pedirlo.

George se siente como en la época en que miraba fijamente a la pizarra lejana sin tener idea de cuál era la respuesta correcta. Se siente como cuando estaba a punto de ensuciarse encima. Sin saber muy bien por qué, dice:

– Voy a ser abogado.

El sargento afloja la presión, retrocede y se ríe a la cara de George. Después escupe hacia la bota del chico.

– ¿Es lo que piensas? ¿A-bo-ga-do? Qué gran palabra para un pequeño mestizo como tú. ¿Y si el sargento Upton te dice que nunca serás a-bo-ga-do?

George se contiene para no decir que incumbe al Mason College, a los examinadores y al Colegio de Abogados decidir si va a serlo o no. Piensa que debe irse a casa lo antes posible y contárselo a su padre.

– Permíteme una pregunta. -Upton parece haber suavizado el tono y George decide seguirle la corriente un momento más-. ¿Qué son esas cosas que tienes en las manos?

George levanta los antebrazos y extiende los dedos automáticamente dentro de los guantes.

– ¿Esto? -pregunta.

El hombre debe de ser un retardado mental.

– Sí.

– Guantes.

– Pues bien, si eres un payaso espabilado y te propones ser abogado, sabrás que a llevar un par de guantes se le llama ir preparado, ¿no?

Vuelve a escupir y se aleja camino abajo. George rompe a llorar.

Está avergonzado de sí mismo cuando llega a casa. Tiene dieciséis años, no se le permite llorar. Horace no ha llorado desde que tiene ocho. Maud llora mucho, pero es una inválida y además es chica.

El padre de George escucha su relato y anuncia que escribirá al jefe de la policía de Staffordshire. Es deshonroso que un policía ordinario maltrate a su hijo en una vía pública y le acuse de robo. Tienen que expulsar al agente del cuerpo.

– Creo que no está en sus cabales, padre. Me ha escupido dos veces.

– ¿Te ha escupido?

George vuelve a pensarlo. Sigue asustado, pero sabe que no es un motivo para decirle otra cosa que la verdad.

– No puedo asegurarlo, padre. Estaba como a un metro de distancia y ha escupido dos veces muy cerca de mi pie. Es posible que escupiera como hace la gente zafia. Pero al hacerlo parecía muy enfadado conmigo.

– ¿Crees que es una prueba de intención suficiente?

A George le gusta esto. Le están tratando como a un futuro abogado.

– Quizá no, padre.

– Estoy de acuerdo contigo. Bien. No mencionaré los escupitajos.

Tres días después, el reverendo Shapurji Edalji recibe una contestación del honorable capitán George A. Anson, jefe de la policía de Staffordshire. Está fechada el 23 de enero de 1893 y no contiene la esperada disculpa y promesa de una acción. Anson escribe, por el contrario:

¿Será tan amable de preguntarle a su hijo George de quién obtuvo la llave que fue depositada en el umbral de su casa el 12 de diciembre? La llave era robada, pero si se demostrara que todo el asunto fue obra de un tarado ocioso o una broma pesada, yo no consentiría que se emprendiera una investigación policial al respecto. Si, no obstante, las personas implicadas en la sustracción de la llave se niegan a dar explicaciones, me veo obligado a considerar muy seriamente que se trata de un robo. Puedo decir al instante que no fingiré creer las protestas de ignorancia que pueda formular su hijo sobre esta llave. Mi información sobre el caso no procede de la policía.

El vicario sabe que su hijo es un chico decente y honorable. Tiene que vencer los nervios que parece haber heredado de su madre, pero muestra ya dotes muy prometedoras. Ha llegado la hora de empezar a tratarle como a un adulto. Enseña a George la carta y le pide su opinión.

George la lee dos veces y tarda un momento en ordenar sus pensamientos.

– En el camino -empieza a decir despacio-, el sargento Upton me acusó de haber ido a la escuela de Walsall a robar la llave. El jefe de la policía, por otra parte, me acusa de estar en connivencia con alguna otra persona o personas. Una de ellas robó la llave, yo acepté el objeto robado y lo puse en la entrada de casa. Quizá se den cuenta de que no he estado en Walsall desde hace dos años. En todo caso, han cambiado su historia.

– Sí. Bien. ¿Y qué más piensas?

– Creo que los dos deben de estar majaretas.

– George, esa palabra es infantil. Y en todo caso es nuestro deber cristiano compadecer y apreciar al débil mental.

– Lo siento, padre. Entonces lo único que pienso es que… deben de sospechar de mí por alguna razón que no comprendo.