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No fumaba. Era cierto. Era una costumbre sin sentido, desagradable y onerosa. Pero tampoco esto guardaba relación con un comportamiento delictivo. Era notorio que Sherlock Holmes fumaba en pipa -como tenía entendido que hacía también sir Arthur-, pero esto no convertía a ninguno de los dos en candidatos a miembros de la banda. Era asimismo verdad que nunca consumía alcohoclass="underline" consecuencia de su educación, no de un acto de renuncia en nombre de algún principio. Pero admitía que cualquier jurado, cualquier comité, podría interpretar el hecho en más de un sentido. Que fuese abstemio podía tomarse como prueba de moderación o de exceso. Podría ser indicio de que alguien sabía controlar sus impulsos; también, de que no sucumbía al vicio con el fin de concentrar la mente en otras cosas más esenciales: de que era alguien un poco inhumano, incluso un fanático.

En absoluto minimizaba la valía y la calidad de la obra de sir Arthur. Los artículos describían con una rara habilidad «una cadena de circunstancias tan extraordinarias que rebasan la inventiva de un escritor de ficción». George leyó y releyó con orgullo y gratitud declaraciones como «Hasta que se aclare cada una de estas cuestiones persistirá una mancha oscura en los anales administrativos de este país». Sir Arthur había prometido hacer ruido, y el que había hecho había llegado mucho más allá de Staffordshire, de Londres y hasta de Inglaterra. Si sir Arthur no hubiese sacudido los árboles, como expresó él mismo, el Ministerio del Interior no habría nombrado un comité; sin embargo, que el comité reaccionase ante el ruido y el zarandeo de los árboles era harina de otro costal. A George le parecía que sir Arthur había arremetido muy fuerte contra el modo en que el ministerio había acogido el memorial de Yelverton, al escribir que «es inconcebible algo más absurdo e injusto en un despotismo oriental». Denunciar a alguien como un déspota quizá no fuese la mejor manera de convencerle de que en lo sucesivo no fuera tan despótico. Y después estaba la inculpación de Royden Sharp…

– ¡George! Lo siento mucho. Nos han entretenido.

Aquí llega sir Arthur, pero no viene solo. A su lado está una joven hermosa; tiene un aire de elegancia y seguridad en sí misma con ese vestido verde cuyo tono George no sabría definir. Son las mujeres las que conocen esos matices de color. Ella sonríe un poco y le tiende la mano.

– Le presento a la señorita Jean Leckie. Estábamos… de compras.

Sir Arthur parece incómodo.

– No, Arthur, estabas hablando.

El tono de Jean es afable pero firme.

– Bueno, estaba hablando con un comerciante. Sirvió en Sudáfrica y era una cuestión de cortesía preguntarle…

– Eso sigue siendo hablar, no comprar.

George asiste perplejo a este diálogo.

– Como usted ve, George, nos estamos preparando para el matrimonio.

– Encantada de conocerle -dice la señorita Jean Leckie, con una sonrisa más amplia, que a George le permite ver que tiene las paletas bastante grandes-. Y ahora tengo que irme.

Le hace a Arthur un gesto burlón con la cabeza y se marcha.

– El matrimonio -dice Arthur cuando se hunde en una butaca del salón de escribir. La palabra apenas alcanza la categoría de pregunta. Aun así, George responde, y con una extraña precisión.

– Es un estado al que aspiro.

– Bueno, puede ser un estado desconcertante, le aviso. Una delicia. Pero una maldita delicia desconcertante, la mayoría de las veces.

George asiente. No está de acuerdo, pero admite que no dispone de mucha experiencia al respecto. Desde luego, no describiría el matrimonio de sus padres como una maldita delicia desconcertante. Ninguna de las tres palabras podría aplicarse de una forma razonable a la vida en la vicaría.

– Al grano, en todo caso.

Comentan los artículos del Telegraph, la reacción que han suscitado, el comité Gladstone, su mandato y los miembros que lo componen. Arthur no sabe si revelar el parentesco de sir Albert de Rutzen con el capitán Anson, o dejar caer una insinuación al redactor jefe en su club o bien no decir nada sobre el particular. Mira a George, a la espera de una opinión instantánea. Pero George no la tiene. Quizá porque es «muy tímido y nervioso»; o porque es abogado; o porque le cuesta pasar de ser la causa de sir Arthur a su asesor táctico.

– Creo que el señor Yelverton es quizá la persona a quien consultarlo.

– Pero yo le consulto a usted -responde Arthur, como si George titubease.

La opinión de George, en la medida en que puede considerarla tal, cuando parece no ser más que un instinto, es que la primera opción sería muy provocativa y la tercera demasiado pasiva, por lo que, en conjunto, se inclinaría por recomendar la vía intermedia. A no ser, claro…, y cuando empieza a reconsiderarlo, nota la impaciencia de sir Arthur. Cierto es que le pone un poco nervioso.

– Le haré una predicción, George. No serán muy claros en el informe del comité.

George no sabe si sir Arthur quiere aún su opinión sobre el tema anterior. Imagina que no.

– Pero tienen que publicarlo.

– Oh, sí, tienen que publicarlo, y lo harán. Pero sé cómo actúan los gobiernos, sobre todo cuando les han colocado en una situación embarazosa o desairada. Escurrirán el bulto. Enterrarán el asunto, si pueden.

– ¿Cómo lo harían?

– Bueno, de entrada podrían publicarlo una tarde de viernes, cuando la gente se ha ido a pasar el fin de semana fuera. O durante las vacaciones judiciales. Hay toda clase de artimañas.

– Pero si es un buen informe, dirá mucho en su favor.

– No puede ser un buen informe -dice Arthur, con firmeza-. No desde su punto de vista. Si confirman su inocencia, como deberían, significa que el ministerio ha obstruido a sabiendas la justicia durante los tres últimos años, a pesar de toda la información que le han presentado. Y en el caso sumamente improbable, por no decir imposible, de que volviesen a declararle culpable, que es la única otra opción que existe, el escándalo será tan tremendo que habrá poltronas en peligro.

– Sí, ya veo.

Llevan hablando una media hora y a Arthur le asombra que George no haya hecho la menor referencia a su pliego de cargos contra Royden Sharp. No, es algo más que asombro: irritación, casi como si le insultaran. Se le pasa por la cabeza preguntar a George por la carta mendicante que Anson le enseñó en Green

Hall. Pero no, eso sería hacerle el juego al capitán. Quizá lo único que ocurre es que George piensa que corresponde al anfitrión fijar el orden del día. Debe de ser eso.