– Bueno -dice-. Royden Sharp.
– Sí -contesta George-. No le conozco, como le dije en mi carta. Debí de estar con su hermano en la escuela cuando yo era pequeño. Aunque tampoco me acuerdo de él.
Arthur asiente. Piensa: «Vamos, hombre. No sólo te he. exculpado, sino que te he traído al criminal atado de pies y manos para que lo detengan y lo juzguen. ¿No es para ti, como mínimo, una noticia?». Contrariando a su temperamento, aguarda.
– Me sorprende -dice George al final-. ¿Por qué querría perjudicarme?
Arthur no responde. Ya le ha ofrecido sus respuestas. Cree que ya es hora de que George haga algo por su propio bien.
– Soy consciente de que usted considera que el prejuicio racial constituye un factor en el caso, sir Arthur. Pero como ya le he dicho, estoy en desacuerdo. Sharp y yo no nos conocemos. Para sentir aversión por alguien hay que conocerlo. Y después encontrar el motivo de esa antipatía. Y después, quizá, si no lo encuentras, justificarla con algún rasgo particular del otro, como el color de la piel. Pero como le digo, Sharp no me conoce. He intentado pensar en alguna acción mía que él habría podido tomar como un desaire o un agravio. Quizá tenga que ver con alguien a quien asesoré profesionalmente…
Arthur no dice nada; piensa que sólo se puede señalar lo obvio numerosas veces.
– Y no entiendo por qué necesitaba mutilar de aquel modo a caballos y ganado. El u otros. ¿Lo entiende usted, sir Arthur?
– Como digo en mi texto inculpatorio -responde Arthur, que cada vez se siente más descontento-, sospecho que la luna nueva producía un efecto extraño en él.
– Es posible -dice George-. Aunque no todos los casos ocurrieron en el mismo punto del ciclo lunar.
– Correcto. Pero sí la mayoría.
– Sí.
– Entonces, ¿le parecería razonable la conclusión de que aquellas mutilaciones extrínsecas se realizaron con el fin deliberado de burlar a los investigadores?
– Sí.
– Señor Edalji, no parece que le haya convencido.
– Perdóneme, sir Arthur, no es que no le esté, o no quiera parecer, inmensamente agradecido por su ayuda. Es, quizá, que soy abogado.
– Cierto.
Tal vez le esté tratando con excesiva dureza. Pero es extraño: es como si le hubiera llevado una bolsa de oro desde los confines más remotos de la tierra y él le respondiera: «Pues la verdad, habría preferido plata».
– El instrumento -dice George-. La lanceta.
– ¿Sí?
– ¿Puedo preguntarle por qué sabe cómo es?
– Claro. Por dos razones. Primera, le pedí a la señora Greatorex que me la dibujase. El señor Wood, al ver el dibujo, la identificó como una lanceta. Y segunda… -Arthur hace una pausa efectista-, la tengo en mi poder.
– ¿La tiene?
Arthur asiente.
– Y se la podría enseñar, si quiere. -George parece alarmarse-. No aquí. No se preocupe, no la he traído. Está en Undershaw.
– ¿Puedo preguntarle cómo la ha conseguido?
Arthur se frota con un dedo la pared exterior de la nariz. Después transige.
– La encontraron Wood y Harry Charlesworth.
– ¿La encontraron?
– Estaba claro que había que conseguirla antes de que Sharp se deshiciera de ella. Sabía que yo estaba en la zona y le seguía la pista. Incluso empezó a mandarme cartas como las que le mandaba a usted. Amenazando con extraerme los órganos vitales. Si Sharp tuviera dos hemisferios cerebrales, habría sepultado el instrumento donde nadie pudiera encontrarlo en cien años. Así que encomendé a Wood y a Harry que lo encontraran.
– Ya veo.
George se siente como cuando un cliente empieza a hacerle confidencias que los clientes no suelen hacerle a un abogado, ni siquiera al suyo…, sobre todo no al suyo.
– ¿Y se ha entrevistado con Sharp?
– No. Creo que ya lo digo en el texto.
– Sí, por supuesto. Perdone.
– En suma, si no tiene objeciones, incluiré la inculpación de Sharp en los otros documentos que presento al ministerio.
– Sir Arthur, no me es posible expresarle la gratitud que siento…
– No quiero que lo haga. No lo he hecho por su dichosa gratitud, que ya ha expresado suficientemente. Lo hago porque es usted inocente y porque me abochorna cómo funciona la maquinaria judicial y burocrática de este país.
– Sin embargo, nadie podría haber hecho lo que usted. Y además en un tiempo relativamente corto.
«Es como decirme que vaya una chapuza -piensa Arthur-. No, no seas absurdo: es sólo que le interesa mucho más su propia rehabilitación, estar plenamente seguro de ella, que procesar a Sharp. Lo cual es de lo más comprensible. Terminar el punto uno antes de pasar al punto dos: ¿qué otra cosa cabe esperar de un abogado cauto? Mientras que yo ataco en todos los frentes al mismo tiempo, a él sólo le preocupa que yo pierda de vista la pelota.»
Pero más tarde, cuando se hubieron separado y Arthur iba en un coche hacia el apartamento de Jean, empezó a dudar. ¿Cómo era aquella máxima? ¿Que la gente te perdonará cualquier cosa menos la ayuda que le has prestado? Algo parecido. Y quizá una reacción así fuese exagerada en aquel caso. Al leer sobre el de Dreyfus le había sorprendido que a muchos de los que acudieron en ayuda del militar francés, que se batieron por él, movidos por una pasión profunda, que vieron su caso no sólo como una gran batalla entre la verdad y la mentira, entre la justicia y la injusticia, sino como una cuestión que explicaba e incluso definía el país donde vivían…, que a muchos de ellos no les hubiera impresionado en absoluto el coronel Alfred Dreyfus. Les había parecido un palo seco, frío y correcto, y no precisamente rezumante de gratitud y compasión humanas. Alguien había escrito que la víctima no solía estar a la altura de la mística de su propio caso. Era una de esas frases que dicen los franceses, pero no necesariamente desencaminada.
O quizá fuese igualmente injusta. Cuando conoció a George Edalji, le impresionó que aquel joven delicado y más bien frágil hubiera soportado tres años de trabajos forzados. En su sorpresa, sin duda no había apreciado cuánto debió de costarle a George. Quizá la única forma de sobrevivir era concentrarse a fondo, desde el alba al crepúsculo, en las minucias de tu caso, no tener nada más en la cabeza, tener ordenados todos los hechos y argumentos para el momento en que pudieran hacer falta. Sólo así podías sobrevivir a una monstruosa injusticia y a un sórdido y total cambio de tu estilo de vida. Quizá fuese, en suma, esperar demasiado de George Edalji el que reaccionara como un hombre libre. Hasta que le indultasen y le indemnizaran no podría volver a ser el hombre que había sido.
«Guarda tu irritación para otros -pensó Arthur-. George es un buen chico, y es inocente, pero no sirve de nada desear que sea un santo. Querer más gratitud de la que puede ofrecer es como querer que cada crítico declare que cada nuevo libro tuyo es la obra de un genio. Sí, guarda tu irritación para otros. Para el capitán Anson, en principio, cuya carta de esta mañana contenía una nueva insolencia: la negativa en redondo a admitir que las mutilaciones podrían haber sido realizadas con una lanceta para caballos. Y, como remate, esta frase despectiva: "Lo que ha dibujado es una sangradera ordinaria". ¡Encima!» Arthur no había importunado a George con esta última provocación.
Y, aparte de con Anson, descubría que se estaba irritando también con Willie Hornung. Su cuñado tenía un chiste nuevo, que Connie le había contado en el almuerzo. «¿Qué tienen en común Arthur Conan Doyle y George Edalji?» ¿No? ¿Te rindes? «Las sentencias.» Arthur gruñó para sus adentros. Sentencias: ¿eso le parecía ingenioso? Visto con objetividad, quizá lo fuera para algunas personas. Pero la verdad… A no ser que estuviera perdiendo el sentido del humor. Decían que le pasaba a la gente de edad madura. No…, sandeces. Y ahora empezaba a irritarse consigo mismo. Otro rasgo de la madurez, sin duda.