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George, entretanto, seguía en el salón de escribir del Grand Hotel. Estaba decaído. Su ingratitud y descortesía con sir Arthur habían sido una vergüenza. Y después de los meses y meses de trabajo que había dedicado al caso. George se avergonzaba de sí mismo. Tendría que escribir una nota de disculpa. Y sin embargo… habría sido deshonesto decir más de lo que había dicho. O, mejor dicho, si hubiera dicho más, tendría que haber sido honesto.

Había leído la inculpación que Arthur iba a enviar al ministerio. La había leído varias veces, por supuesto. Y cada vez su impresión se había consolidado. La conclusión -la inevitable, la profesional- era que le prestaría un flaco servicio. Además, su opinión -que nunca se habría atrevido a emitir en la entrevista- era que la acusación de sir Arthur contra Sharp se parecía extrañamente a la incriminación de la policía de Staffordshire contra él, George.

Para empezar, se basaba, y de una manera idéntica, en las cartas. Sir Reginald Hardy había dicho, en su recapitulación en Stafford, que la persona que escribió las cartas tenía que ser la misma que mutiló a los animales. Este vínculo era explícito, y había sido criticado con razón por Yelverton y los que habían abrazado la causa de George. Pero sir Arthur establecía exactamente el mismo vínculo. Las cartas habían sido su punto de partida, y a través de ellas había rastreado la mano de Royden Sharp, y sus idas y venidas en cada momento. Las cartas incriminaban a Sharp del mismo modo que antes habían incriminado a George. Y si ahora se llegaba a la conclusión de que Sharp y su hermano habían escrito las cartas aposta para implicar a George en el asunto, ¿por qué no habría podido escribirlas otra persona para involucrar de igual manera a Sharp? Si la primera vez habían sido falsas, ¿por qué tenían que ser verdaderas la segunda?

Asimismo, toda la evidencia de Arthur era circunstancial, y gran parte de ella obtenida de oídas. Una mujer y su hija fueron agredidas por alguien que podría haber sido Royden Sharp, pero su nombre no se había mencionado y la policía no había actuado. Tres o más años antes, a la señora Greatorex le habían hecho una declaración que ella no había considerado conveniente transmitir a nadie en aquel entonces, pero que ahora había salido a colación cuando mencionaron el nombre de Royden. Ella también recordaba haber oído alguna cosa -o un cotilleo de tendedero- a la mujer de Sharp. Royden Sharp tenía un expediente escolar pésimo: pero si eso fuera una prueba suficiente de intención criminal, las cárceles estarían llenas. Se suponía que Royden sufría una influencia extraña de la luna; salvo en las ocasiones en que no le influía. Además, vivía en una casa de la que era fácil salir por la noche sin que te vieran: igual que la vicaría y un montón de casas de Great Wyrley.

Y por si todo esto fuera poco para encoger el corazón de un abogado, había algo peor, mucho peor. La única prueba sólida que tenía sir Arthur era la lanceta de la que se había apoderado. ¿Y qué valor jurídico concreto tenía un objeto así obtenido? Un tercero, a saber, sir Arthur, había incitado a un cuarto, a saber, el señor Wood, a que entrase ilegalmente en la propiedad de una quinta persona, Royden Sharp, para robarle un objeto que había sido transportado a través de medio reino. Era comprensible que no lo hubiese entregado a la policía de Staffordshire, pero habría podido depositarlo en manos de un agente judicial idóneo. Un abogado, por ejemplo. Por el contrario, las acciones de sir Arthur habían contaminado la prueba. Hasta la policía sabía que tenía que obtener una orden de registro, o el permiso expreso e inequívoco del propietario, para entrar en un domicilio. George admitía que el código penal no era su especialidad, pero le parecía que sir Arthur había incitado a un socio a cometer un robo y con ello había privado de todo valor a una prueba vital. Y hasta tendría suerte si se libraba del cargo de conspiración para cometer robo.

A esto había llevado a sir Arthur el exceso de entusiasmo.

Y George decidió que toda la culpa era de Sherlock Holmes. Sir Arthur había estado demasiado influenciado por su creación. Holmes realizaba brillantes actos de deducción y después entregaba a las autoridades a maleantes que llevaban la culpa pintada en la cara. Pero Holmes nunca se había visto obligado a sentarse en el banco de los testigos y a ver cómo en cuestión de unas horas sus conjeturas, intuiciones y teorías inmaculadas las convertía en un polvillo fino un fiscal como Disturnal. Lo que sir Arthur había hecho era como entrar en un campo donde había huellas del criminal y pisotearlas con varios pares de botas diferentes. En su afán, había destruido las acusaciones contra Royden Sharp en el momento mismo en que las estaba elaborando.

Y toda la culpa era de Sherlock Holmes.

Arthur y George

Mientras sostiene en la mano una copia del informe del comité Gladstone, Arthur siente alivio de que por dos veces no haya sido elegido para el Parlamento. No necesita avergonzarse. Es así como hacen las cosas, como entierran las malas noticias. Han publicado el informe, sin el más mínimo aviso, el viernes antes de Pentecostés, un día festivo. ¿Quién querrá leer un documento sobre una injusticia cuando toma el tren para la costa? ¿Quién podrá ofrecer un comentario de entendido? ¿A quién le importará, cuando hayan pasado el domingo y el lunes de Pentecostés y se reanude el trabajo? El caso Edalji… ¿no se resolvió hace unos meses?

George también sostiene una copia en la mano. Mira el titular:

DOCUMENTOS

relativos al

CASO DE GEORGE EDALJI

presentados al Parlamento

por orden de Su Majestad

y después, en la parte inferior:

Londres: impreso en la papelería de

Su Majestad por Eyre y Spottiswoode,

Impresores de Su Excelentísima Majestad el Rey

[Papel real n.º 3503.] Precio 1,5 peniques 1907

Parece importante, pero el precio lo delata. Un penique y medio por saber la verdad sobre su caso, su vida… Abre el folleto con cautela. Un informe de cuatro páginas, seguidas de dos breves apéndices. Un penique y medio. Se le corta la respiración. Han vuelto a resumirle su vida. Y esta vez no para los lectores del Cannock Chase Courier, la Daily Gazette o el Daily Post de Birmingham, el Daily Telegraph o The Times, sino para el Parlamento y Su Excelentísima Majestad…

Arthur se ha llevado el informe, sin leerlo, al apartamento de Jean. Es lo correcto. Al igual que el informe se entrega al Parlamento, las consecuencias de la operación que ha emprendido deben depositarse ante Jean. Ella se ha tomado un interés por el asunto que ha desbordado con creces las expectativas de Arthur. En verdad, no tenía ninguna. Pero Jean ha estado siempre a su lado, si no literal, metafóricamente. Por tanto, tiene que presenciar el desenlace.

George toma un vaso de agua y se sienta en una butaca. Su madre ha regresado a Wyrley y él está solo en casa de Miss Goode, cuya dirección tiene registrada Scotland Yard. Coloca un cuaderno sobre el brazo de la butaca, porque no quiere hacer anotaciones en el propio informe. Quizá no esté curado aún del reglamento relativo al uso de los libros de la biblioteca de Lewes y Portland. Arthur está de espaldas a la chimenea mientras Jean cose, con la cabeza medio ladeada para escuchar los fragmentos que Arthur va a leerle. Ella se pregunta si hoy no deberían haber hecho algo más por George Edalji, invitarle quizá a una copa de champán, aunque no bebe; aunque hasta esta mañana no han sabido que iban a publicar el informe…

«George Edalji fue juzgado por la acusación de herir criminalmente…»