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El coro y el presbiterio están decorados con altas palmas; a sus pies hay racimos de flores blancas. Toda la ceremonia será coral, y Arthur, en vista de su preferencia dominical por el golf en lugar de la iglesia, ha permitido que Jean elija los himnos: Praise the Lord, ye Heavens adore Him y O Perfect Love, all human thought trascending. De pie en el banco delantero, recuerda lo último que ella le dijo: «No te haré esperar, Arthur. Se lo he dicho bien claro a mi padre». Arthur sabe que ella cumplirá su palabra. Algunos dirían que ya que se han esperado diez años, no les hará daño esperar diez o veinte minutos más, que hasta quizá realcen el dramatismo del acontecimiento. Pero Jean, para deleite de Arthur, carece por completo de esa coquetería nupcial presuntamente atractiva. Van a casarse a las dos menos cuarto; ella, por lo tanto, estará en la iglesia a las dos menos cuarto. Él considera esto una base sólida para el matrimonio. Mientras mira al altar, reflexiona que no siempre entiende a las mujeres, pero reconoce que las hay que juegan con un bate recto y las hay que no.

Jean llega del brazo de su padre a la una cuarenta y cinco en punto. La reciben en el pórtico sus damas de honor, Lily Loder-Symonds, de veleidades espiritistas, y Leslie Rose. El paje de Jean es el señorito Bransford Angelí, hijo de Cyril y Dodo, que viste un traje de librea en seda azul y crema. El vestido de Jean, de estilo semiimperio y frontal cerrado, es de encaje español de seda marfil y líneas resaltadas con finos bordados de perlas. Debajo lleva tela de plata; la cola, ribeteada de crepé de China blanco, cae desde un nudo de chifón sujeto con una herradura de brezo blanco; el velo se asienta sobre una corona de azahar.

Arthur capta muy pocos de estos pormenores cuando Jean llega a su lado. No es un entendido en ropajes de gala, y en consecuencia le parece perfecta la superstición de que el novio no debe ver el vestido de novia hasta que ella se lo ha puesto. Cree que Jean está guapísima y tiene una impresión general de color crema, perlas y una larga cola. La verdad es que estaría igual de feliz si la viera vestida de amazona. Él responde a las preguntas con voz vigorosa; la de Jean apenas se oye.

En el hotel Metropole hay una escalinata que conduce a los salones Whitehall. La cola resulta un incordio tremendo; las damas y el paje no cesan de manipularla cuando Arthur se impacienta. Levanta a la novia en brazos y la sube sin esfuerzo por la escalera. Arthur huele el azahar, nota las marcas de las perlas en la mejilla y oye la risa baja de su novia por primera vez en el día. El grupo de familiares les vitorea desde abajo y los invitados a la recepción, congregados arriba, responden con una ovación aún más fuerte.

George tiene una aguda conciencia de que allí no conoce a nadie más que a sir Arthur, al que sólo ha visto dos veces, y a su novia, que brevemente le estrechó la mano en el Grand Hotel de Charing Cross. Duda mucho de que hayan invitado al señor Yelverton, y no digamos a Harry Charlesworth. Ha hecho entrega del regalo y rechaza las bebidas alcohólicas que todo el mundo tiene en la mano. Mira alrededor en los salones: los chefs trajinan ante una mesa larga de bufé, la orquesta del Metropole afina los instrumentos y por todas partes hay palmeras altas y, a sus pies, helechos, plantas y macizos de flores blancas. Más flores blancas aún decoran las mesitas que bordean el salón.

Para su sorpresa y considerable alivio, se le acerca gente para hablar con él, parecen saber quién es y le saludan como si fueran conocidos. Alfred Wood se presenta y le habla de que ha visitado la vicaría de Wyrley y tenido el gran placer de conocer a la familia de George. Jerome, el escritor cómico, le felicita por su victorioso combate en pro de la justicia, le presenta a su mujer y le señala a otras celebridades: allí, J. M. Barrie, Bram Stocker y Max Pemberton. Sir Gilbert Parker, que en varias ocasiones ha puesto en apuros al ministro del Interior en la Cámara de los Comunes, se acerca para estrechar la mano de George. Éste comprende que todos le tratan como a un hombre profundamente agraviado, nadie le mira como si fuese el autor de una serie de cartas demenciales y obscenas. No le dicen nada directamente; sólo la presunción implícita de que él es de esos hombres que entienden las cosas en general del mismo modo que, en general, las entienden ellos.

Mientras la orquesta toca en sordina, llevan al salón tres cestas llenas de telegramas y cables que el hermano de sir Arthur abre y lee en voz alta. Luego hay canapés y más champán del que George ha visto escanciar en su vida, y brindis y discursos, y cuando el novio hace el suyo contiene palabras que podrían ser champán, porque burbujean en el cerebro de George y le emocionan hasta marearle.

y me complace dar la bienvenida esta tarde entre nosotros a mi joven amigo George Edalji. Su presencia aquí es la que más me enorgullece…

Las caras se vuelven hacia George, y hay sonrisas y copas que se levantan a medias, y no sabe adonde mirar, pero comprende que no tiene importancia.

Los novios ejecutan un giro ceremonial en la pista de baile, jaleados por una algarabía feliz, y luego empiezan a circular entre sus invitados, al principio juntos y después por separado. George descubre a su lado a Wood, medio apoyado en una palmera, y rodeado de helechos hasta las rodillas.

– Sir Arthur siempre recomienda esconderse -dice, con un guiño.

Los dos contemplan juntos a la gente.

– Un día feliz -comenta George.

– Y el final de un largo camino -contesta Wood.

George no sabe qué responder a esto y se conforma con asentir.

– ¿Ha trabajado muchos años para sir Arthur?

– Southsea, Norwood, Hindhead. Si el lugar siguiente fuera Tombuctú no me extrañaría.

– ¿De verdad? -dice George-. ¿Viajarán allí en luna de miel?

Wood frunce el ceño al oír esto, como si no entendiera la pregunta. Da otro sorbo de su copa de champán.

– Tengo entendido que es usted un gran defensor del matrimonio. Sir Arthur cree que debería casarse en par-ti-cu-lar.

Pronuncia la última palabra con un efecto de staccato que le divierte por algún motivo.

– ¿O es una obviedad decirlo?

A George le alarma este sesgo de la conversación y se siente también un poco avergonzado. Wood desliza el dedo índice de arriba abajo por la pared de la nariz.

– Se ha chivado su hermana -añade-. No pudo resistirse a un par de detectives a tiempo parcial.

– ¿Maud?

– La misma. Una chica simpática. Callada; no es nada malo. No es que tenga intención de casarme con ella, ni en general ni en par-ti-cu-lar.

Sonríe para sí. George decide que Wood quiere ser agradable sin ser malévolo. Sin embargo, sospecha que el hombre quizá esté algo ebrio.

– Es un poco de lío, si quiere que le diga. Y luego están los gastos.

Wood hace un gesto con la copa hacia la orquesta, las flores, los camareros. Uno de ellos toma su gesto por una orden y le llena la copa.

George empieza a preguntarse adonde irá a parar esta charla cuando, por encima del hombro de Wood, ve que lady Conan Doyle se dirige hacia ellos.

– Woodie -dice, y a George le parece que su interlocutor pone una cara extraña.

Pero antes de poder asegurarlo, el secretario se ha esfumado.

– Señor Edalji -lady Conan Doyle pronuncia el nombre con el acento exacto, y pone una mano enguantada en su antebrazo-, me alegra muchísimo que haya venido.

George se queda pasmado: para acudir, no se ha visto obligado a cancelar muchos otros compromisos.

– Les deseo que sean muy felices -responde.

Mira el vestido de novia. Nunca ha visto nada igual. Ninguna de las lugareñas a las que su padre ha casado llevaba un vestido remotamente parecido. Piensa que debería alabarlo, pero no sabe cómo. Pero no importa, porque ella vuelve a hablarle.