– Señor Edalji, me gustaría agradecérselo.
Él se queda otra vez asombrado. ¿Ya han abierto los regalos de boda? No, sin duda. Pero ¿a qué otra cosa podría referirse ella?
– Bueno, no sabía muy bien lo que necesitaban…
– No -dice ella-. No me refiero a eso…
Le sonríe. Él piensa que sus ojos son de un verde grisáceo, y el pelo rubio. ¿Tiene los ojos clavados en ella?
– Me refiero a que este día ha llegado cuando ha llegado y como ha llegado gracias en parte a usted.
Ahora George se queda boquiabierto. Además, la mira fijamente, sabe que la está mirando así.
– Supongo que nos interrumpirán en cualquier momento, y de todos modos mi intención no era explicarlo. Quizá usted nunca sepa por qué se lo digo. Pero no se imagina lo agradecida que le estoy. Y por eso es tan normal que esté usted aquí.
George sigue meditando estas palabras cuando un remolino de ruido se lleva a la nueva lady Doyle. «No se imagina lo agradecida que le estoy.» Unos instantes después, sir Arthur le estrecha la mano, le dice que ha dicho en serio cada palabra de su discurso, le da una palmada en la espalda y se dirige hacia el siguiente invitado. La novia desaparece y reaparece vestida de un modo distinto. Se hace un último brindis, se apuran las copas, suenan ovaciones y la pareja parte. A George no le queda nada más que despedirse de sus ocasionales amigos.
A la mañana siguiente compró The Times y el Daily Telegraph. Uno de estos periódicos mencionaba su nombre entre los de Frank Bullen y Willie Hornung; el otro, le colocaba entre Bullen y Hunter. Descubrió que las flores blancas que no había sabido identificar se llamaban lilium Harrisii. También, que sir Arthur y lady Conan Doyle emprendieron después viaje a París, de paso hacia Dresde y Venecia. «La novia -leyó- viajaba con un vestido blanco marfil, ribeteado de galones de trencilla blancos, corpiño y mangas de encaje y sobremangas de tela. Por detrás, la chaqueta entallada lucía botones bordados de oro. Por delante, pliegues de tela le caían suavemente a ambos lados de una camisola de encaje. Los vestidos procedían de Maison Dupree, Lee.»
No entendió casi una sola palabra. Eran tan misteriosas para él como las que había pronunciado la víspera la portadora del vestido.
Se preguntó si llegaría a casarse. En el pasado, cuando ociosamente se imaginaba la posibilidad, la escena siempre tenía lugar en St. Mark, oficiaba su padre y su madre le miraba con orgullo. Nunca conseguía imaginar la cara de la novia, cosa que nunca le había molestado. Sin embargo, después de su calvario, el lugar de la boda ya no le parecía verosímil y era como si redujese la probabilidad de celebrarse. Se preguntó si Maud se casaría alguna vez. ¿Y Horace? Sabía poco de la vida actual de su hermano. Horace se había negado a asistir al juicio y nunca le había visitado en la cárcel. De vez en cuando mandaba una postal inoportuna. Hacía varios años que Horace se había marchado de casa. Quizá ya estuviera casado.
George se preguntó si volvería a ver a sir Arthur y a la nueva lady Conan Doyle. Él pasaría los meses y los años siguientes intentando recuperar en Londres el estilo de vida que había llevado antaño en Birmingham; ellos, por el contrario, llevarían la vida que disfrutaban los autores mundialmente famosos y sus jóvenes esposas. No sabía muy bien qué relaciones tendría con la pareja ahora que no les unía una causa común. Quizá fuese ultrasensible por su parte, o excesivamente tímido. Pero trató de imaginar que los visitaba en Sussex o almorzaba con sir Arthur en su club de Londres, o que les recibía en el modesto alojamiento que quizá pudiera costearse. No, también esto era una escena inverosímil de una vida que no sería la suya. Con toda probabilidad no volverían a verse. Con todo, durante las tres cuartas partes de un año sus caminos se habían cruzado, y quizá a George no le importase tanto que el día anterior hubiese marcado el final del cruce. En realidad, en parte lo prefería así.
IV Finales
George
El martes, Maud deslizó en silencio el Daily Herald a través de la mesa del desayuno. Sir Arthur había muerto a las 9.15 de la mañana del día anterior en Windlesham, su residencia en Sussex. MUERE ALABANDO A SU MUJER anunciaba el titular; y a continuación: «¡ERES MARAVILLOSA!», DICE EL CREADOR DE SHERLOCK HOLMES, seguido de NO HABRÁ LUTO. George lee que no había «tristeza» en la casa de Crowborough; las persianas no habían sido bajadas; y sólo Mary, la hija del primer matrimonio de sir Arthur, «mostraba congoja».
Denis Conan Doyle habló libremente con el corresponsal especial del Herald, «no en voz baja, sino normal, alegre y orgulloso de hablar de su padre». «Era el marido y padre más maravilloso que ha existido -decía-, y uno de los más grandes hombres. Era más grande de lo que la gente creía, porque era muy modesto.» Seguían dos párrafos de panegírico filial. Pero el párrafo siguiente avergonzó a George; casi estuvo a punto de ocultar el periódico a Maud. ¿Estaba bien que un hijo hablara así de sus padres, sobre todo a un periódico? «El y mi madre fueron amantes hasta el final. Cuando ella le oía llegar, se levantaba de un salto como una niña pequeña, se arreglaba el pelo con la mano y corría a su encuentro. No ha habido amantes más grandes que ellos.» Aparte de la incorrección, George desaprobaba la jactancia, tanto más porque seguía de muy cerca a la afirmación de la modestia de sir Arthur. Sir Arthur, desde luego, no hubiera dicho estas cosas de sí mismo. El hijo continuaba: «Si no fuera porque sabemos que no le hemos perdido, estoy seguro de que mi madre habría muerto una hora después».
Adrián, el hermano menor de Denis, corroboraba la presencia constante del padre en sus vidas. «Sé perfectamente que voy a tener conversaciones con él. Mi padre creía a pies juntillas que cuando muriese seguiría en contacto con nosotros. Toda mi familia lo cree también. Es indudable que mi padre hablará con nosotros a menudo, igual que hacía antes de su tránsito.» Aunque no todo sería sencillo: «Siempre sabremos cuándo está hablando él, pero hay que tener cuidado, porque en el otro lado también hay graciosos que gastan bromas pesadas. Es muy posible que alguien intente suplantarlo. Pero hay pruebas que mi madre conoce; por ejemplo, maneras de hablar que no se pueden imitar».
George estaba confuso. La tristeza instantánea que le produjo la noticia -como si, en cierto modo, hubiera perdido a un tercer padre- no se consideraba permisible: NO HABRÁ LUTO. Sir Arthur había muerto feliz; su familia -con una excepción- contenía la pena. Las persianas no estaban bajadas; no había aflicción. ¿Quién era él, entonces, para proclamarse huérfano? Dudó de si expresar este dilema a Maud, que tendría la mente más clara sobre estas cuestiones; pero pensó que podría parecerle egoísta. Quizá la modestia del difunto imponía un recato parecido en el luto de quienes le habían conocido.
Sir Arthur tenía setenta y un años. Las notas necrológicas fueron enjundiosas y afectivas. George siguió las noticias toda la semana, y descubrió con un ligero fastidio que el Herald de Maud daba bastante más información que su Telegraph. Habría un ENTIERRO AL AIRE LIBRE que no era más que UNA DESPEDIDA FAMILIAR. Se preguntó si le invitarían; confió en que a los invitados a la boda de sir Arthur también les convocasen para testificar su…, iba a decir muerte, pero la palabra no se empleaba en Crowborough. Su tránsito; su promoción, como la llamaban algunos. No, era una expectativa impropia; no era un miembro de la familia en ningún sentido. Zanjada esta cuestión, George se sintió un tanto despechado al enterarse por el periódico del día siguiente que una multitud de trescientas personas asistiría al entierro.