El cuñado de sir Arthur, el reverendo Cyril Angell, que había enterrado a la primera lady Conan Doyle y casado a la segunda, ofició la ceremonia en la rosaleda de Windlesham. Le asistió el reverendo C. Drayton Thomas. Hubo poco luto en la reunión; Jean llevaba un vestido estampado de verano. Sir Arthur fue depositado cerca del cobertizo que durante tanto tiempo le había servido de estudio. Llegaron telegramas de todas partes del mundo, y hubo que fletar un tren para transportar todas las flores. Una vez extendidas sobre el espacio funerario, fue, según un testigo, como si un estrafalario jardín holandés hubiese crecido hasta la altura de un hombre. Jean había encargado una cabecera de roble británico en la que habían inscrito la leyenda HOJA RECTA, ACERO AUTÉNTICO. Deportista y caballero hasta el final.
George estimó que todo se había hecho como es debido, aunque de una forma poco convencional; habían honrado a su bienhechor como éste habría querido. Pero el Daily Herald del viernes anunciaba que la historia no había terminado. LA SILLA VACÍA DE CONAN DOYLE, rezaba el titular a cuatro columnas, y debajo había una explicación que saltaba de un tipo de imprenta a otro. PARTICIPARÁ VIDENTE EN GRAN REUNIÓN. 6.000 ESPIRITISTAS EN LA REUNIÓN CONMEMORATIVA. DESEO DE LA ESPOSA. LA MÉDIUM SERÁ TOTALMENTE FRANCA.
Esta despedida pública se celebraría en el Albert Hall a las siete de la tarde del domingo 13 de julio de 1930. La sesión sería organizada por Frank Hawken, secretario de la Asociación Espiritista de Marylebone. La señora Conan Doyle, que acudiría con otros familiares, dijo que lo consideraba la última manifestación pública a la que asistiría con su marido. En el escenario se colocaría una silla vacía para simbolizar la presencia de sir Arthur, y ella se sentaría a la izquierda: la posición que, incansable, había ocupado durante los dos últimos decenios.
Esto no era todo. La señora Conan Doyle había pedido que durante el acto hubiese una demostración de clarividencia. La efectuaría la señora Estelle Roberts, que siempre había sido la médium predilecta de sir Arthur. Hawken había concedido una entrevista al Herald: «Hay incertidumbre sobre si sir Arthur Conan Doyle podrá o no manifestarse de forma suficiente para que una médium le describa -declaró-. Me figuro que será ya perfectamente capaz de hacerlo. Estaba muy bien preparado para el tránsito». Además: «Si se manifestara, es dudoso que los escépticos aceptasen la evidencia, pero quien conoce como médium a la señora Roberts no tendrá la menor duda. Sabemos que si no le ve lo dirá con toda franqueza». George advirtió que no se mencionaban amenazas de bromas pesadas.
Maud observó que su hermano había terminado el artículo.
– Tendrás que ir -dijo.
– ¿Tú crees?
– Desde luego. Dijo que eras su amigo. Tienes que despedirte, aunque las circunstancias sean insólitas. Más vale que vayas a comprar una entrada a la Asociación de Marylebone. Esta tarde o mañana…, si no, estarás inquieto.
Era extraño, pero agradable, lo resolutoria que podía ser Maud. Estuviese o no ante su escritorio, George acostumbraba desgranar un argumento tras otro hasta tomar una decisión. Maud se negaba a perder tanto tiempo; veía más claro -o al menos más rápido- y él le cedía las decisiones domésticas del mismo modo que le entregaba el dinero que le sobraba de la ropa y gastos de oficina. Ella se ocupaba de la subsistencia, ingresaba una determinada cantidad todos los meses en una cuenta de ahorro y daba el resto a obras de caridad.
– ¿No crees que padre desaprobaría… estas cosas?
– Padre murió hace doce años -contestó Maud-. Y me agrada pensar que quienes están en presencia de Dios se sienten algo cambiados de como eran en la tierra.
Todavía le sorprendía que Maud fuese tan directa; su respuesta rayaba en la crítica. George optó por no discutirla, sino meditarla más tarde en privado. Reanudó la lectura del periódico. Su conocimiento del espiritismo se basaba sobre todo en unas docenas de páginas escritas por sir Arthur, y no les había dedicado su máxima atención. La idea de que había seis mil personas a la espera de que su líder perdido les hablase a través de una médium le parecía alarmante.
Sentía aversión por los grandes gentíos concentrados en un lugar. Pensaba en las muchedumbres de Cannock y Stafford, en los rudos camorristas que asediaron la vicaría después de su detención. Recordaba a los hombres que blandían palos y aporreaban con violencia la puerta del coche; recordaba la aglomeración en Lewes y Portland y que ello agudizaba el placer de estar incomunicado en una celda. En determinadas circunstancias podía asistir a una conferencia o a una reunión multitudinaria de abogados, pero por regla general consideraba que la tendencia de los seres humanos a agolparse en un lugar era el principio de la sinrazón. Cierto era que vivía en Londres, una ciudad muy populosa, pero donde podía controlar en gran medida el contacto con sus conciudadanos. Prefería que acudiesen a su bufete de uno en uno; se sentía protegido por el escritorio y por su conocimiento de las leyes. Estaba a salvo allí, en el 79 de Borough High Street: el despacho abajo y arriba las habitaciones que compartía con Maud.
Lo de vivir juntos había sido una excelente idea, aunque ya no recordaba quién de los dos lo había propuesto. Cuando sir Arthur le estaba ayudando a rehabilitarse, la madre de George pasaba parte del tiempo con él en la pensión de la señorita Goode en Mecklenburgh Square. Pero se hizo evidente que ella debía regresar a Wyrley, y había parecido lógica la idea de intercambiar las mujeres de la familia. Maud, para sorpresa de sus padres, pero mucho menos de George, demostró su inmensa capacidad. Le organizaba la casa, cocinaba, hacía de secretaria cuando no estaba la de él y escuchaba sus anécdotas de la jornada de trabajo con tanto entusiasmo como si estuviera en el aula de su vieja escuela. Se había vuelto más extrovertida y dogmática desde el traslado a Londres; también había aprendido cómo chinchar a George, cosa que a él le causaba un extraño placer.
– Pero ¿qué me pondré?
La rapidez con que ella contestó significaba que debía de haber previsto la pregunta.
– Tu traje azul de calle. No es un entierro, y de todos modos no creen en el luto. Pero es importante mostrar respeto.
– Es un gran auditorio, por lo visto. Dudo que consiga una entrada cerca del escenario.
Formaba parte ya de su convivencia el que George pusiera objeciones a proyectos que ya estaban decididos. Y, a cambio, Maud le consentía aquellas evasivas. Ahora ella desapareció y él oyó el ruido de objetos desplazados en el desván, encima de su cabeza. Unos minutos más tarde, ella le puso delante algo que a George le produjo de pronto un escalofrío: los prismáticos, en su estuche polvoriento. Maud cogió un trapo y lo desempolvó: el cuero, largo tiempo sin lustrar, despidió un brillo mate de humedad.
Al instante, los dos hermanos vuelven a estar en los Gardens del castillo de Aberystwyth, el último día plenamente feliz de la vida de George. Un transeúnte señala el monte Snowdon; pero lo único que ve George es el placer en la cara de su hermana. Ella se vuelve y le promete comprarle unos prismáticos. Dos semanas después comenzó la pesadilla y, más adelante, cuando ya era un hombre libre y se mudaron a Borough High Street, la primera Navidad que pasaron juntos Maud le compró aquel regalo que a él le hizo llorar a hurtadillas.
Se lo había agradecido, aunque le desconcertó un poco, puesto que ya estaban muy lejos de Snowdon y dudaba que alguna vez regresaran a Aberystwyth. Maud había previsto su reacción y le aconsejó que empezara a observar aves. Como todas las sugerencias de Maud, George la juzgó de inmediato una actividad muy sensata, y varias tardes de domingo se fue a los pantanos y bosques que circundaban Londres. Ella pensó que él necesitaba una afición; él pensó que ella necesitaba tenerle fuera de casa de vez en cuando. Se entregó de lleno unos cuantos meses a la observación de pájaros, pero en verdad le costaba seguirlos en vuelo, y cuando estaban posados parecían complacerse en camuflarse. Por añadidura, muchos de los observatorios considerados mejores le parecieron fríos y húmedos. Si habías pasado tres años en la cárcel, no querías volver jamás a esos sitios, hasta que te metiesen en el ataúd y te bajaran al lugar más frío y húmedo de todos. Tal era la meditada opinión de George sobre aquel pasatiempo.