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– ¿Y a qué crees que se refiere cuando escribe «Mi información sobre el caso no procede de la policía»?

– A que alguien le ha mandado una carta denunciándome. A no ser… a no ser que no diga la verdad. Quizá esté fingiendo saber cosas que ignora. Quizá sólo sea un farol.

Shapurji sonríe a su hijo.

– George, con esa vista nunca habrías sido un buen detective. Pero con tu cerebro serás un excelente abogado.

Arthur

Arthur y Louisa no se casaron en Southsea. Tampoco se casaron en Minsterworth, Gloucestershire, la parroquia original de la novia. Ni se casaron en la ciudad natal de Arthur.

Cuando Arthur abandonó Edimburgo como un médico recién diplomado, abandonó también a su madre, a su hermano Innes y a sus tres hermanas menores: Connie, Ida y la pequeña Julia. También dejó al otro ocupante del piso, el doctor Bryan Waller, presunto poeta, inquilino incontrovertible y un tipo condenadamente a gusto con el mundo. A pesar de toda la gratitud de Arthur por la ayuda de Waller como tutor, algo le reconcomía aún. Nunca pudo disipar del todo la sospecha de que la ayuda del inquilino no había sido desinteresada, aunque Arthur no lograba detectar la naturaleza exacta de aquel interés.

Cuando se fue, se había imaginado que Waller no tardaría en abrir su propia consulta, buscarse una esposa, labrarse una pequeña reputación local y después apagarse poco a poco en su condición de recuerdo ocasional. Tales expectativas no habrían de cumplirse. Arthur salió al mundo por el bien de su familia desamparada y acabó descubriendo que Waller había asumido esa tarea de protección que no era de su maldita incumbencia. Se había convertido, en una expresión que Arthur evitaba emplear adrede en las cartas a su madre, en un cuco en el nido. Cada vez que Arthur volvía a casa, se figuraba, crédulo, que la historia familiar, suspendida desde su última visita, se reanudaba donde él la había dejado. Pero cada vez se daba cuenta de que esa historia -su predilecta- había continuado sin él. Cayó en la cuenta de que captaba palabras, miradas y alusiones inesperadas, anécdotas en las que él ya no estaba incluido. La vida seguía allí sin su presencia, una vida que al parecer animaba el inquilino.

Bryan Waller no se estableció como médico; tampoco sus pinitos poéticos cristalizaron en una costumbre profesional. Heredó una finca en Ingleton, en el West Riding de Yorkshire, y emprendió una vida ociosa de hacendado inglés. El cuco tenía ya unas diez hectáreas de bosque alrededor de un nido de piedra gris llamado Masongill House. Pues bien, tanto mejor. Sólo que Arthur apenas había asimilado esta buena noticia cuando llegó una carta de su madre informándole de que ella, Ida y Dodo también se marchaban de Edimburgo; y también se iban a Masongill, donde les estaban preparando una casa de campo dentro de la finca. La madre no intentó justificarse; se limitaba a declarar lo que estaba ocurriendo. De hecho, ya había ocurrido. Oh, sí, había una justificación: el alquiler era muy bajo.

Arthur lo consideró un secuestro y una traición al mismo tiempo. No logró en absoluto convencerse de que aquello era una acción caballerosa por parte de Waller. Un auténtico caballero cortesano habría concertado que la madre y las hijas recibieran una misteriosa herencia mientras él partía a un país lejano, en un viaje largo y de preferencia con una misión peligrosa. Un auténtico caballero tampoco habría dejado plantadas a Lottie o a Connie, a la que fuese de las dos. Arthur no tenía pruebas y quizá sólo había sido un devaneo que generó falsas expectativas, pero algo había habido, si determinadas insinuaciones y silencios femeninos significaban lo que él presentía.

Las sospechas de Arthur, ay, no terminaban aquí. Era un joven al que le gustaban las cosas claras y ciertas, pero que estaba en un sitio donde poco estaba claro y algunas certezas eran inaceptables. Que Waller era algo más que un simple huésped era tan evidente como la existencia de la nariz en la cara. A menudo hablaban de él como de un amigo de la familia y hasta como de un miembro de la misma. Pero no Arthur: no quería que le endilgaran de repente un hermano mayor, y mucho menos uno al que su madre sonreía de un modo distinto. Waller era seis años mayor que Arthur y quince años más joven que la madre. Arthur habría puesto la mano en el fuego en defensa de la honra de su madre; de ella había aprendido sus principios, su sentido de la familia y el deber para con ella. Y, sin embargo, a veces se preguntaba cómo parecerían las cosas en un juicio. ¿Qué pruebas podrían aportarse y qué presunciones haría un jurado? Consideremos, por ejemplo, lo siguiente: su padre era un dipsómano debilitado al que de vez en cuando recluían en casas de salud; su madre había alumbrado a su última hija cuando Bryan Waller formaba parte ya de la familia, y le había puesto cuatro nombres de pila. Los tres últimos eran Mary, Julia y Josephine; el sobrenombre de la niña era Dodo. Pero su primer nombre era Bryan. Arthur no aceptaba que Bryan fuese un nombre de chica.

Mientras Arthur cortejaba a Louisa, su padre se las ingenió para conseguir alcohol en su encierro, rompió una ventana en su intento de huida y fue trasladado al real manicomio de Montrose. El 6 de agosto de 1885, Arthur y Touie se casaron en la iglesia de St. Oswald, en Thornton-in-Lonsdale, en el condado de Yorkshire. El novio tenía veintiséis años y la novia veintiocho. El padrino de Arthur no fue otro socio del Bowling Club de Southsea, un miembro de la Sociedad Literaria y Científica de Portsmouth o de la logia Fénix número 257. La madre lo había organizado todo y el padrino de Arthur fue Bryan Waller, que al parecer le había suplantado como proveedor de vestidos de terciopelo, gafas doradas y asientos cómodos delante del fuego.

George

Cuando George descorre las cortinas, hay una lechera vacía en medio del césped. Se la enseña a su padre. Se visten e investigan. A la lechera le falta la tapa, y cuando George mira dentro ve un mirlo muerto en el fondo. Entierran al pájaro enseguida detrás del montículo de abono. George accede a que le digan a la madre lo de la lechera, que colocan en el camino, pero no lo que contiene.

Al día siguiente George recibe una postal donde se ve una tumba en Brewood Church y a un hombre con dos esposas. El mensaje dice: «¿Por qué no sigues tu antiguo juego de escribir en las paredes?».

Su padre recibe una carta con la misma letra informe: «Cada día, cada hora, crece mi odio contra George Edalji. Y tu maldita mujer. Y tu horrible niña. ¿Crees, fariseo, que porque eres vicario Dios te absolverá de tus iniquidades?». No le enseña la carta a George.

Padre e hijo reciben una comunicación conjunta:

¡Ja, ja, hurra por Upton! ¡El bueno de Upton!

Bendito Upton. ¡El bueno de Upton! ¡Bendito sea!

¡El querido Upton!

Alzaos, alzaos por Upton,

soldados de la Cruz, levantad alto la enseña real

y resplandezca su luz.

El vicario y su esposa deciden que ellos abrirán en lo sucesivo todo el correo dirigido a la vicaría. Es preciso a toda costa no perturbar los estudios de George. Por consiguiente, no debe ver la carta que empieza: «Juro por Dios que haré daño a una persona. Lo único que me preocupa es la venganza, venganza, la dulce venganza que ansío, y luego seré feliz en el infierno». Tampoco ve la que dice: «Antes de que acabe el año su hijo estará en el cementerio o deshonrado para toda la vida». Sin embargo, le muestran la que comienza diciendo: «Tú, fariseo y falso profeta, acusaste a Elizabeth Foster y la despediste, tú y tu maldita esposa».

Las cartas se vuelven más frecuentes. Están escritas en papel rayado barato y arrancado de un cuaderno; las han echado al correo en Cannock, Walsall, Rugeley, Wolverhampton y hasta la propia Great Wyrley. El vicario no sabe qué hacer con ellas. En vista de la conducta primero de Upton y después del jefe de la policía, no tiene mucho sentido denunciar el hecho a la policía. A medida que las cartas se acumulan, intenta hacer un listado de sus características principales. Son las siguientes: una defensa de Elizabeth Foster; una frenética alabanza del sargento Upton y la policía en general; un odio demente a la familia Edalji, y una manía religiosa, que puede presuponerse o no. El estilo de la letra varía, como se imagina que uno haría para camuflarla.