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– Me diste tanta pena aquel día…

George alzó la mirada, y la imagen de una mujer de mediana edad y pelo canoso detrás de una tetera suplantó en su cabeza a la de una chica de veintiún años junto a las ruinas decepcionantes de un castillo galés. Ella detectó un poco más de polvo en el estuche de los prismáticos y frotó con el trapo. George miró a su hermana. A veces no sabía muy bien quién era el que cuidaba del otro.

– Fue un día feliz -dijo él, con firmeza, aferrado al recuerdo que a fuerza de repetirlo había transformado en una certeza-. El hotel Belle Vue. El tranvía. El pollo asado. No haber ido a recoger guijarros. El viaje en tren. Fue un día feliz.

– Yo estuve fingiendo casi todo el tiempo.

George no estaba seguro de que quisiera ver turbados sus recuerdos.

– Yo nunca supe cuánto sabías tú -dijo.

– George, yo no era una niña.

Quizá lo fuera cuando todo empezó, pero no para entonces. ¿Tenía algo más que hacer que averiguarlo? No se puede ocultar cosas a una chica de veintiún años que apenas sale de casa. Lo único que haces es guardarte cosas, engañarte a ti mismo y confiar en que ella se lo crea.

George pensó en la imagen antigua de la Maud que conocía ahora y comprendió que debió de haber habido en aquella chica mucho más de la mujer actual de lo que entonces se percataba él. Pero no quería analizar estas complejidades. Hacía mucho que tenía rumiado lo que había pasado; conocía su propia historia. Quizá estuviese dispuesto a aceptar una corrección general similar a la que acababan de hacerle; pero lo último que quería era conocer detalles nuevos.

Maud lo intuyó. Y si, en aquel entonces, él le había ocultado cosas a ella, ella también se las había ocultado a él. Nunca le hablaría de la mañana en que padre la había llamado a su estudio y le había anunciado que temía mucho por la estabilidad mental de su hermano. Dijo que George había estado sometido a una gran tensión y que se negaba a tomar siquiera unos días de vacaciones; el padre, por tanto, propondría en la comida que George y Maud hicieran un viaje a Aberystwyth y, de grado o por fuerza, ella tenía que colaborar e insistir en que hicieran aquel viaje a toda costa. Y fue lo que ocurrió. George se había opuesto, educada pero tozudamente, a la propuesta de su padre y acabó cediendo a las súplicas de su hermana.

Había sido una pequeña intriga totalmente impropia de la vicaría. Pero lo que más había sobresaltado a Maud era la valoración que hacía el padre del estado de George. Para ella siempre había sido el hermano fiable y aplicado, mientras que Horace era el frívolo, el que vivía la vida a su antojo y carecía de entereza. Y como luego se vio, ella tenía razón y el padre se equivocaba. En efecto, ¿cómo habría sobrevivido George a sus infortunios si no hubiera poseído una fortaleza mental mayor de la que le atribuía el padre? Pero Maud se guardaba para ella estos pensamientos.

– Había una cosa en la que sir Arthur estaba profundamente equivocado -declaró George, de improviso-. Se oponía al voto de las mujeres.

Como siempre había sido partidario del sufragio femenino durante la época en que había sido tema de debate, esta opinión no sorprendió a Maud. Lo que resultaba inexplicable era el tono desabrido de George. Avergonzado, había apartado la vista de su hermana. La estela del recuerdo, y todo su cortejo, había desatado la más tierna de las emociones hacia Maud, y comprendió que aquellos sentimientos habían sido, y seguirían siendo, los más intensos de su vida. Pero no le resultaba fácil expresarlos ni era muy diestro en hacerlo, y hasta la confesión más indirecta le turbaba. Así que se levantó, dobló el Herald, aunque no era necesario, se lo devolvió a Maud y bajó a su despacho.

Tenía trabajo pendiente, pero al sentarse ante el escritorio empezó a pensar en sir Arthur. Desde su último encuentro habían transcurrido veintitrés años; aun así, el vínculo entre ellos, en cierto modo, nunca se había roto. Había seguido los escritos y actos de sir Arthur, sus viajes y campañas, sus intervenciones en la vida pública del país. George muchas veces coincidía con sus declaraciones, por ejemplo, sobre la reforma del divorcio, la amenaza de Alemania, la necesidad de un túnel en la Mancha, la necesidad moral de devolver Gibraltar a España. Se permitía, no obstante, albergar francas dudas sobre una de las aportaciones menos conocidas de sir Arthur a la reforma de las cárceles: la propuesta de que todos los reincidentes empedernidos de las prisiones de Su Majestad fuesen trasladados a la isla escocesa de Tiree. George había recortado artículos de prensa, seguido las hazañas continuadas de Sherlock Holmes en el Strand Magazine y sacado prestados de la biblioteca los últimos libros de sir Arthur. En dos ocasiones había llevado a Maud al cine para ver la notable encarnación del detective que hacía Eille Norwood.

Recordaba que, el año antes de instalarse en Borough High Street, compró el Daily Mail para leer la crónica especial de sir Arthur sobre el maratón de los Juegos Olímpicos celebrados en Londres. Aunque a George no le interesaban nada las proezas atléticas, fue recompensado con una visión adicional -como si le hiciera falta alguna más- del carácter de su bienhechor. El relato de sir Arthur era tan vivido que George lo leyó y releyó una y otra vez hasta que pudo verlo mentalmente como si fuera un noticiario cinematográfico. El vasto estadio; la multitud expectante; una pequeña figura entra en cabeza; es un italiano al borde del colapso; cae, se levanta, vuelve a caer, vuelve a levantarse, se tambalea; entonces entra un norteamericano en el estadio y empieza a darle alcance; el corajudo italiano está a veinte metros de la meta; el público está hipnotizado; vuelve a caer; le ayudan a levantarse; brazos solícitos le impulsan hasta cruzar la cinta antes de que su rival le alcance. Pero el italiano, por supuesto, ha infringido las reglas al aceptar ayuda y declaran ganador al americano.

Cualquier otro escritor lo habría dejado ahí, complacido por tan hermosa evocación del drama del momento. Pero sir Arthur no era un escritor cualquiera, y la valentía del italiano le había conmovido tanto que organizó una colecta para él. Se recaudaron 300 libras que le permitieron abrir una panadería en su pueblo natal, cosa que no le habría sufragado una medalla de oro. Era algo típico de sir Arthur: generoso y práctico a partes iguales.

Después de su triunfo en el caso Edalji, sir Arthur se había embarcado en otras protestas judiciales. A George le abochornaba un poco admitir que en sus sentimientos hacia víctimas posteriores había una envidia que en ocasiones rayaba con la censura. Estaba Oscar Slater, por ejemplo, cuyo caso ocupó muchos años de la vida de sir Arthur. Era verdad que el hombre había sido acusado de asesinato injustamente y que estuvo a punto de ser ejecutado, y que la intervención de sir Arthur le había librado del patíbulo y a la larga había conseguido liberarle de la cárcel, pero Slater era un sujeto de mala calaña, un delincuente profesional que nunca había mostrado un ápice de gratitud hacia quienes le habían ayudado.

Sir Arthur también había seguido jugando a los detectives. Sólo tres o cuatro años antes había surgido el curioso caso de la escritora desaparecida. Christie, se llamaba. Era, al parecer, una estrella en alza de las novelas policíacas, si bien George no sentía el menor interés por tales estrellas, siempre que Holmes continuara recopilando sus casos. La señora Christie había desaparecido de su casa de Berkshire y su coche fue encontrado a unos ocho kilómetros de Guildford. Como los agentes no habían encontrado el rastro de la novelista, el jefe de la policía de Surrey había llamado a sir Arthur, que a la sazón era lugarteniente del condado. Lo que ocurrió a continuación asombró a mucha gente. ¿Entrevistó sir Arthur a testigos, exploró el suelo en busca de huellas o interrogó a los policías, como había hecho en el famoso caso Edalji? Nada de eso. Se había puesto en contacto con el marido de Christie, le había pedido prestado un guante de la desaparecida y lo llevó a una vidente que se lo apretó contra la frente en un intento de dar con el paradero de Christie. Bueno, una cosa era -como George había propuesto a la policía de Staffordshire- utilizar sabuesos de verdad para que olfatearan un rastro, y otra muy distinta emplear a una médium que se limitaba a quedarse en casa y olisquear guantes. George, al leer sobre estas novedosas técnicas de investigación de sir Arthur, sintió un gran alivio de que en su propio caso hubiera recurrido a métodos más ortodoxos.